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- Autor, Valentina Oropeza, Cecilia Barría, Nicole Kolster, Gustavo Ocando Alex y Leire Ventas*
- Título del autor, BBC News Mundo
La única petición que Arturo Suárez le hizo a los guardias al llegar al Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot) en El Salvador fue que le permitieran conservar sus lentes.
Pero cuenta que se los rompieron en una golpiza. Y que luego se desmayó y dos custodios lo llevaron cargado hasta el módulo 8, el pabellón del Cecot que albergó, entre marzo y julio de 2025, a 252 migrantes venezolanos deportados desde Estados Unidos por el gobierno de Donald Trump.
Los venezolanos quedaron separados de los pandilleros salvadoreños para los que fue diseñada esta cárcel de máxima seguridad, inaugurada en 2023 por el presidente Nayib Bukele como emblema de su política contra las maras.
Durante años, las maras atemorizaron con asesinatos y extorsiones a la población de El Salvador, que llegó a ser uno de los países más violentos del mundo.
La política de mano dura de Bukele redujo drásticamente los homicidios y se convirtió en un ejemplo para otros países, pero también ha recibido numerosas denuncias de violaciones de los derechos humanos.
Cuando Suárez abrió los ojos, todo a su alrededor lucía borroso. Sin embargo, recuerda que alcanzó a escuchar las palabras de Belarmino García, el director de la prisión:
“El famoso Tren de Aragua… Bienvenidos al infierno, bienvenidos al cementerio de hombres vivos. Ustedes sólo salen de aquí muertos. Aquí están en calidad de condenados”.
El Tren de Aragua surgió en Venezuela en 2014 y ha extendido sus operaciones por varios países del continente americano. La Casa Blanca lo considera una “organización terrorista extranjera”, con “miles de miembros infiltrados ilegalmente en Estados Unidos”.

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Confundido y sin visión nítida, Suárez no entendía lo que pasaba.
El cantante venezolano cuenta que había solicitado en EE.UU. el Estatus de Protección Temporal (TPS), una figura que protegió de la deportación a casi 600.000 venezolanos durante el mandato del expresidente Joe Biden.
Pero el gobierno de Trump eliminó esta protección para los venezolanos el 5 de febrero (y posteriormente la retiró para otras seis nacionalidades que se beneficiaban del programa).
Tres días después, Suárez fue arrestado por las autoridades migratorias en Carolina del Norte, mientras grababa un videoclip musical.

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Edwuar Hernández, quien cuando fue detenido vivía en Dallas y trabajaba en una fábrica de tortillas, también recuerda claramente la charla de bienvenida del director del Cecot.
“Dijo que nunca volveríamos a probar pollo ni carne. Y que nosotros éramos del famoso Tren de Aragua. Le gritamos que éramos inocentes y él dijo: ‘Yo no soy nadie para juzgarlos, el que los juzgará es Dios'”.
El gobierno de Trump justificó el traslado de los migrantes a El Salvador por su supuesta pertenencia a la banda criminal venezolana.
La deportación
Cuando Suárez y Hernández abordaron el vuelo en el que serían deportados desde EE.UU., pensaban que iban a Venezuela. Es lo que les habían dicho, aseguran. Sin embargo, aterrizaron en El Salvador esposados de manos y piernas hasta la cintura.
Hernández indica que cuando llegaron a la capital salvadoreña, los migrantes fueron expulsados del avión a patadas y empujones. Desde ahí los llevaron al Cecot.
Al entrar en la prisión, dice que fueron obligados a hincarse frente a hombres que les afeitaron las cabezas. Luego tuvieron que desnudarse para ponerse un pantalón blanco, un suéter blanco y unas sandalias croc del mismo color.

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Estuvieron en el Cecot alrededor de cuatro meses.
El viernes 18 de julio, los 252 venezolanos fueron enviados de regreso a su país, tras un acuerdo entre los gobiernos de El Salvador, Venezuela y Estados Unidos.
Desde sus casas, rodeados de familiares y amigos, BBC News Mundo habló con ocho de ellos para reconstruir el día a día en el interior de la famosa megacárcel, un lugar del que pocos han salido y de cuya rutina apenas se conocen detalles por el hermetismo que la rodea.
Edwuar Hernández (23 años), Mervin Yamarte (29), Andy Perozo (30) y Ringo Rincón (39) compartieron en conjunto sus experiencias desde el barrio Los Pescadores en la provincia de Zulia, en el oeste de Venezuela.
Los cuatro emigraron y llegaron juntos a Estados Unidos. Y fueron detenidos juntos en el apartamento que compartían en Texas.

También conversamos con Andry Hernández (31), quien vive en el estado Táchira, cerca de la frontera con Colombia; con Arturo Suárez (34) y Joén Suárez (23), en sus respectivos hogares en Caracas; y con Wilken Flores (24) en Guatire, una ciudad cercana a la capital venezolana.
Unos habían entrado a EE.UU. de forma legal y otros de manera irregular y los ocho fueron señalados allí como criminales.
El gobierno estadounidense ha reconocido que muchos de los venezolanos deportados no tienen antecedentes penales.
La BBC le preguntó al Departamento de Seguridad Nacional (DHS por sus siglas en inglés) qué evidencia hay de que pertenecen al Tren de Aragua, pero no recibió respuesta.
Tampoco obtuvimos acceso a información que permitiera verificar de forma independiente sus antecedentes.
Uno de ellos, Joén Suárez, fue acusado de conducir sin licencia, seguro y con placas irregulares en Colorado en 2024, pero registros judiciales muestran que luego el caso fue desestimado.
Ellos niegan tener vínculos con la banda criminal y afirman que no les dieron la oportunidad de responder a las acusaciones.
La llegada
Todos los migrantes con los que habló BBC Mundo coinciden en que los abusos en el Cecot comenzaron el primer día.
“Al llegar, cuando me quitan toda la ropa y quedo en cuero, ellos me pegaron un tablazo por debajo de las nalgas, me pegaron por las costillas, no me dejaban ni colocarme la ropa”, cuenta Mervin Yamarte, empleado de la construcción en Venezuela y quien al igual que Edwuar Hernández trabajó en una fábrica de tortillas en Texas.

“‘¡Apúrate, cerote!’ (mierda), me decían. ¿Cómo me pongo la ropa si me están golpeando?”.
BBC News Mundo envió peticiones de comentarios sobre las denuncias de abusos dirigidas a la Presidencia, el Ministerio de Seguridad de El Salvador y la dirección del Cecot. Hasta el momento de la publicación de este artículo, ninguna de las tres entidades había respondido.
Sin embargo, en el pasado el presidente Bukele ha rechazado cualquier violación de derechos tanto en la megaprisión como en el resto de cárceles del país.
Y el reciente reporte anual de derechos humanos del Departamento de Estado de EE.UU. asegura que en El Salvador “no existen reportes creíbles de abusos significativos”, un giro radical respecto a lo que decía el informe previo a la llegada de Trump al poder.
La cárcel
“Es un lugar supremamente frío e inmenso, es una ciudad completa”, le cuenta a BBC News Mundo Andry Hernández, maquillador que pidió asilo en Estados Unidos apenas cruzó la frontera con México, pero fue detenido de inmediato. No vivió ni un día en libertad.

Aunque los migrantes venezolanos no interactuaron con los pandilleros salvadoreños, comparten que sí tuvieron contacto con otros presos comunes. “Nos daban la comida, limpiaban el módulo, recogían la basura”.
Como iban vestidos de amarillo los llamaban “los minions”, como los personajes de la película animada.
El gobierno de Bukele tiene un programa llamado Plan Cero Ocio, por el que 48.000 presos comunes, no pandilleros, son considerados “en fase de confianza” y realizan trabajos a cambio de algunos beneficios como reducción de condenas.
En todos los módulos existen celdas de aislamiento y castigo que los migrantes del módulo 8 llaman “la isla”.
“Son varias celdas oscuras donde a uno lo llevan para torturarlo. Te dicen: ‘Cállate, mierda; cállate, cerote; cállate hijueputa’. Te hincan, te pisan, te dan cachetadas, golpes en la oreja, te patean”, acusa Joén Suárez, quien era barbero en Venezuela y trabajó como pintor en Denver y repartidor en Nueva York.
Aseguran que en el techo hay un agujero, la única fuente de luz que se cuela dentro de la celda de castigo.

El Cecot alberga a muchos de los pandilleros que durante años controlaron las calles de El Salvador. Muchos fueron detenidos antes de marzo de 2022, cuando se declaró el estado de excepción actual que, según organismos de derechos humanos, no garantiza el debido proceso.
Esta denuncia de falta de garantías concuerda con la que hacen los migrantes venezolanos que fueron deportados por EE.UU. y confinados en la misma cárcel salvadoreña.
Para ejecutar las deportaciones sin esperar decisiones administrativas o judiciales, Trump recurrió a la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798, que otorga al presidente el poder de detener y expulsar a ciudadanos de países con los que Estados Unidos esté en guerra.
Pero el sábado 15 de marzo, el mismo día que despegó el primer vuelo de deportación a El Salvador, un juez del Distrito de Columbia ordenó suspender los traslados al considerar que esa ley no podía aplicarse a estas expulsiones.
Los ocho están convencidos de que fueron arrestados por tener tatuajes que las autoridades estadounidenses vinculan con el Tren de Aragua.
Andry Hernández, por ejemplo, fue sometido a un sistema de puntos por el que fue calificado como sospechoso de pertenecer a la banda debido a dos coronas tatuadas en sus muñecas.

Fuente de la imagen, Documento judicial
BBC News Mundo consultó a la Casa Blanca sobre el polémico envío de venezolanos a El Salvador y sus denuncias de abusos en el Cecot.
“El gobierno de Trump agradece nuestra colaboración con el presidente Bukele para ayudar a expulsar a los peores inmigrantes ilegales, violentos y criminales de las comunidades estadounidenses”, respondió la vocera Abigail Jackson a través de un comunicado.
De los ocho testimonios recogidos por BBC Mundo, sólo dos migrantes tenían órdenes de deportación a su país antes de ser enviados a El Salvador.
Otros ingresaron a Estados Unidos tras pedir una cita oficialmente o gozaban o habían solicitado mecanismos que protegían de la deportación como el asilo, el parole o el TPS (Estatus de Protección Temporal).
Los ocho acabaron entre las rejas del Cecot sin posibilidad de defensa legal, denuncian.
Las celdas
Ringo Rincón, trabajador de la construcción y padre de tres hijos, señala que antes de cerrar la puerta de la celda que le asignaron al llegar, el custodio les dijo: “Ya lo saben: aquí no existen abogados, no existen llamadas, no existen jueces, aquí no hay nada”
Recuerda que el guardia les indicó que lo único que tenían era lo que llevaban puesto y lo que había dentro de la celda. “‘Ustedes no cuentan con más nada’, nos dijo”.
Desde entonces dicen que estuvieron incomunicados de sus familiares y equipos legales de defensa.
“Al entrar hay dos tanques de agua, uno a mano derecha y otro a la izquierda”, explica Andry Hernández desde Capacho, un pueblo de Los Andes venezolanos.

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“En cada esquina de esos tanques había dos tubos de cañería de cloacas, y al lado dos sanitarios, uno para orinar y otro para hacer necesidades. Teníamos un pote rojo para echarnos agua, usarla en los sanitarios y consumirla”.
Los detenidos bebían el agua de los tanques y afirman que nunca tuvieron privacidad, pues los sanitarios estaban descubiertos.
“El olor era horrible, eso era pura cloaca porque son pozos sépticos. Es demasiado hediondo dentro de la celda”, afirma Wilken Flores, quien entró a EE.UU. con una cita de acuerdo al procedimiento oficial, pero fue detenido apenas ingresó al país.
“No había ventilación, el viento no corría. El calor era asfixiante y nos prendían las cinco luces del techo”, cuenta Arturo Suárez, quien intentaba acostumbrarse a una visión reducida debido a la pérdida de sus anteojos.

Si una celda tiene capacidad para 80 personas, en el módulo 8 había entre 10 y 19 detenidos por celda, coinciden los entrevistados.
“En mi celda había 19 cuerpos, 19 olores, 19 pH. Era difícil vivir así”, afirma Andry Hernández. “Pero ya con el tiempo nuestro olfato y nuestro cuerpo se adaptó”.
En los módulos de los pandilleros se agrupan más de 100 reclusos por celda, según constató una periodista de BBC Mundo que visitó la prisión en febrero de 2024 y los videos y fotografías publicados por otros medios y por el propio gobierno salvadoreño.
Los ocho hombres afirman que había cuatro filas de literas en cada celda.
“La mayor parte del tiempo dormimos en latón, como mesas de lata, sin sábanas, sin nada”.
“En la cama que colindaba con nuestros ojos escribíamos: ‘Familia, los extraño, los amo'”, relata Andry Hernández, quien además de maquillador era actor de teatro en Venezuela.
“Escribíamos palabras de aliento que nos ayudaban a conciliar el sueño, entre comillas, porque en realidad ninguno dormía”.

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Andy Perozo, quien trabajaba como panadero en Venezuela y en una fábrica de tortillas en Estados Unidos, afirma que había un guardia conocido como el “líder del módulo” que hacía ruidos por las noches.
“Le daba a las paredes o a las puertas para que no pudiéramos dormir. Cada momento era una tortura”.
Todos indican que no salían al exterior.
“Permanecíamos 24 horas encerrados, sin asomarnos a los barrotes, en la zozobra de si nos iban a pegar, si nos iban a gritar, cuándo íbamos a salir”, explica Andry Hernández
“Veíamos la claridad pero no sentíamos el sol”, añade Arturo Suárez.
Sin relojes
El día comenzaba a las 4:00 de la mañana. O al menos eso calculan, dado que no había relojes en las paredes y los guardias se negaban a decirles el día y la hora. Cuando lo hacían, los detenidos no les creían.
“Primero gritaban: ‘¡Hora de conteo!’. Ese era nuestro despertador”, recuerda Andry Hernández. “Los guardias se dirigían a cada celda, anotaban en un papel, contaban los que había”.
Luego debían lavarse.
“Teníamos que levantarnos y bañarnos. Si no lo hacías, eso traía represalias. La celda completa tenía que bañarse y ya no había más baño en el día, aunque hacía mucho calor”, recuerda Joén Suárez desde su casa en San Agustín, una barriada de Caracas.
Todos se desnudaban y se bañaban juntos al lado de los tanques, dentro de la misma celda donde pasaban el resto del día.
“Había dos perolas (recipientes) para 19 personas: mientras uno se echaba agua, el otro se enjabonaba, porque sólo nos daban 10 minutos de baño para todos”, cuenta Arturo Suárez.

En los cuatro meses que estuvo detenido, Suárez asegura que recibió crema dental en tres oportunidades. “Cuando venía visita (de la Cruz Roja o de políticos estadounidenses), nos daban pasta de dientes, la mitad de un jabón y los cepillos, que los cortaban”.
“Llegamos a cepillarnos los dientes con jabón Ace”, asegura Wilken Flores en referencia al detergente que les daban para lavar ropa.
Para hacer cualquier movimiento debían recibir autorización. De lo contrario, se arriesgaban a ser castigados si los custodios se daban cuenta.
“Para ir al baño teníamos que pedirle permiso a ellos”, explica Flores. “O nos daban palo”.
Aunque querían “respirar aire fresco”, estaba prohibido acercarse a los barrotes de la celda. “Si nos descuidábamos y poníamos las manos en ellos, nos daban y nos dañaban las manos”, recuerda Flores.
Bañarse fuera de hora requería una estrategia. “Teníamos que decirles a los de la celda de al lado que vigilaran. Entre todos nos ayudábamos: tú ves para allá, el otro para acá y así, cada uno veía cierto límite”.
Dados de tortilla
Los detenidos suponen que alrededor de las 7:00 de la mañana les servían el desayuno: un plato de arroz, frijoles negros (caraotas) y tortillas, a veces con natilla o alguna galleta.
Al mediodía despachaban el almuerzo de pasta, arroz y tortilla. Cerca de las 5:00 de la tarde recibían la cena: arroz, caraotas y tortilla.
No disponían de cubiertos, describen. Debían comer con las manos.
“Los frijoles de la mañana a veces olían mal”, afirma Edwuar Hernández. “Como no estábamos acostumbrados a comer tortillas, los primeros días las botábamos por el desagüe”.

Pero cuando los guardias descubrieron lo que ocurría, amenazaron con castigarlos. “Nos estaban supervisando. Cuando el guardia tenía bombas lacrimógenas o gas pimienta, nos decían que si no comíamos, nos iban a echar eso”, asegura Andy Perozo.
Con el tiempo, el ingenio los llevó a darle otro uso a la comida.
Mientras algunos hacían ejercicio -incluso si luego no podían bañarse-, otros jugaban dominó o parqué, un juego de mesa con fichas y dados que hacían con masa de tortilla.
“Apretábamos la masa, hacíamos el cuadro de la forma de los dados, nos subíamos a la última cama y pasábamos la masa por el polvo, que le daba una textura dura y quedaban los dados”, explica Edwuar Hernández, aficionado al fútbol.
“Luego hacíamos los puntos y marcábamos el piso o la lata (de la cama) con jabón para dibujar el parqué y ahí jugábamos”.
A veces los custodios les quitaban los dados. O les exigían hablar a un volumen muy bajo o mantener “total silencio”. En esos casos, conversar con otros compañeros podía desencadenar nuevos castigos.
“Si volvíamos a hablar, nos decían: ‘Todos para el fondo en posición de requisa'”, dice Ringo Rincón, quien anhelaba volver a Venezuela para estar con sus tres hijos, especialmente con la más pequeña, que nació días antes de que él se marchara a Estados Unidos.
“Ahí nos dejaban dos, tres, cuatro horas”.

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“Era tanto el maltrato psicológico que hay un detalle sorprendente: en ese lugar uno no podía hablar como estamos hablando aquí”, afirma Mervin Yamarte, rodeado por sus compañeros en el estado Zulia.
“Ellos querían que habláramos por señas porque los maras lo hacían, los maras se comunican por señas”.
Huelga de sangre
Todos reconocen que si se sentían enfermos podían pedir una consulta en el servicio médico, pero aclaran que no les daban medicamentos, a excepción de 9 pastillas (6 rojas y 3 blancas) que recibían todos los lunes para prevenir la tuberculosis, según les decían las autoridades del penal.
“Eso te lo tenías que tomar delante de ellos (los guardias)”, explica Edwuar Hernández. “Esas pastillas te ponían a orinar rojo como cuatro días y con el olor fuerte”.
Hernández y Andy Perozo, amigos del barrio Los Pescadores, en Maracaibo, cuentan que durante una temporada los golpeaban todos los días. Cuando los sacaban de la celda para maltratarlos, les decían que iban al servicio médico, denuncian.
“A la enfermera la metían en un cuartico y a nosotros en otro”, dice Hernández. “Después de que nos daban la golpiza, la llamaban y ella entraba y te curaba”.
A veces, las agresiones que sufrían desencadenaban reacciones de protesta individuales o colectivas.
Joén Suárez denuncia que en una ocasión los custodios sacaron a los detenidos de sus celdas, los obligaron a arrodillarse y los rociaron con gas pimienta.
“Uno de nuestros compañeros al parecer sufría de asma. Él se desmaya y se golpea fuerte en la cabeza”, dice. “Tres compañeros lo llevaron al área médica y ahí ya nos levantamos contra ellos”.

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Suárez asegura que lanzaron trozos de jabón y agua contra los guardias, quienes respondieron a golpes. “Nos decían que no éramos nadie”.
Los reos decidieron hacer una huelga de hambre y una huelga de sangre.
“Teníamos una sábana blanca. Los compañeros se rompían (cortaban) y con la misma sangre escribían: ‘La sangre de Cristo tiene poder, somos inmigrantes, no somos terroristas, ayuda, SOS, queremos un abogado'”.
Wilken Flores relata que él fue uno de los detenidos que se hizo cortes en las piernas y los brazos con el filo del borde de su cama de metal.
“Me hice como ocho cortes y había tres heridas en las que me cabía un dedo”, cuenta. “Ya se me cerraron, pero me quedaron al rojo vivo”.
“Nosotros queríamos que mejorara el trato”, indica Flores al explicar por qué decidió cortarse. “Queríamos médicos, queríamos comer bien, bañarnos, hacer nuestras necesidades tranquilos, queríamos baño, queríamos champú”.
Joén Suárez recuerda que en una ocasión los detenidos rompieron las tuberías de su celda, engancharon en ellas las sábanas y las sacaron por los barrotes como una bandera.
“Los oficiales llegaron a ver el mensaje”, asegura.

“¡A la isla!”
Ese tipo de rebeliones conllevaba castigo.
Arturo Suárez asegura que estuvo más de diez veces en “la isla” del módulo 8, la mayoría de ellas por romper el silencio y cantar.
“Encontré en el canto una distracción para mí y mis compañeros. Allí te apretaban las esposas y te pegaban con la mano. Cuando las golpizas eran masivas, nos daban con los rolos” (porras o macanas).
“Teníamos que hacer silencio total. Hasta por respirar te mandaban a la isla”.
A pesar del amedrentamiento, Suárez compuso una primera canción dentro del Cecot:
Tres paredes y una reja,
me roban la libertad.
La mentira de unos hombres,
ocultando la verdad.
Dicen que soy un peligro
para esta sociedad.
No he cometido delito,
solamente emigrar.

Cortesía de BBC Noticias
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