De los calendarios primitivos a Egipto: el origen de la astronomía contado por huesos, piedras y templos milenarios

En enero de 2016, la revista Science publicó un estudio que puso en cuestión algunas de las ideas más asentadas sobre la historia de la astronomía en la Antigüedad. En él se indicaba que hace más de 2000 años los sacerdotes de la Antigua Babilonia (la civilización babilónica existió entre 2100 y 538 a. C.) ya recurrían a métodos geométricos para calcular la posición de Júpiter, algo que en Europa no se consiguió hasta el siglo xiv. Esto se dedujo del estudio de unas tablillas, guardadas en el Museo Británico, que habían sido recogidas en Irak, en 1881, pero nadie les había prestado atención hasta entonces. Y no es de extrañar, pues su contenido resultaba de lo más críptico. Por ejemplo, una dice: «El día cuando aparece, 0; 12, hasta 1,0 días, 0; 9,30». Pues bien, el arqueoastrónomo Mathieu Ossendrijver, de la Universidad Humboldt de Berlín, aseguró haberlas descifrado. 

Una tablilla misteriosa 

Esta tablilla está ligada a otras cuatro que describen numéricamente el desplazamiento del gigante de gas. Según Ossendrijver, los escribas babilonios tomaban los datos a partir de observaciones y los representaban en una gráfica de la velocidad angular –la variable física que determina el número de vueltas que se dan por unidad de tiempo– frente al tiempo. Después, el área bajo la curva obtenida se troceaba en diferentes segmentos de forma trapezoidal: calculando su área, se obtenía la distancia que había viajado Júpiter por el cielo en un tiempo dado. 

«La tablilla contiene una explicación completa del movimiento de este planeta e indica cómo cambia su velocidad angular, medida en grados por día, de un segmento a otro», explica Ossendrijver, que conoce bien la ciencia babilónica. Esta hipótesis podría obligar a revisar nuestras ideas sobre la capacidad de abstracción matemática de esta y otras civilizaciones antiguas. Sabemos que la geometría se inventó en Mesopotamia hacia 1900 a. C., pero, hasta recientemente, no había pruebas de que tal conocimiento se hubiera aplicado a la astronomía; se solía usar en cuestiones más terrenales, como la medición de parcelas. 

De los calendarios primitivos a Babilonia y Egipto, el origen de la astronomía contado por huesos, piedras y templos milenarios 1
En el observatorio de Zorats Karer, en el yacimiento arqueológico de Sisian, en Armenia, las
rocas están colocadas marcando el amanecer y el atardecer en los solsticios y equinoccios. Fuente: Wikimedia Commons / Armen Manukov.

Con un ojo en la luna 

Eso sí, no todos los expertos comparten el entusiasmo de Ossendrijver. El físico e historiador James Evans, de la Universidad de Puget Sound, en EE. UU., indica que esta interpretación puede ser incorrecta, ya que en la tablilla brilla por su ausencia cualquier gráfica, al contrario de lo que sucede en otras que muestran la forma de medir geométricamente la tierra. 

El arqueólogo Alexander Marshack, del Museo Peabody de la Universidad de Harvard, ya defendía en los 70 en su obra The Roots of Civilization que el hombre prehistórico tenía una capacidad para el razonamiento abstracto mayor de lo que imaginamos. Marshack llegó a tal conclusión gracias a la Luna. Desde Groenlandia a la Patagonia, todos los pueblos antiguos la han saludado y adorado. De hecho, el registro arqueológico más antiguo conocido de una primitiva conciencia astronómica es un calendario lunar. Este fue ideado por la cultura auriñaciense, que ocupó Europa y el sudoeste asiático hacia 38 000 a. C. 

Marshack sospechaba que unas marcas dejadas por nuestros antepasados prehistóricos en algunos huesos de animales, desdeñadas por los arqueólogos como fruto del aburrimiento de un anónimo artista, eran en realidad registros del ciclo lunar. Pero cuando las estudió en detalle con el microscopio, halló que no habían sido hechas al azar: su autor se había esmerado en controlar el grosor de cada línea de forma que, a partir de ellas, era posible seguir las fases de nuestro satélite. Para Marshack, esos primitivos calendarios debían tener alguna utilidad práctica, como ayudar a las partidas de caza, pues se podían transportar con facilidad. 

En este mismo sentido, la arqueoastrónoma Chantal Jègues-Wolkiewiez cree que los humanos del Paleolítico eligieron plasmar sus pinturas en ciertas cuevas de la Dordoña francesa porque el interior se ilumina con el sol de la tarde del día del solsticio de invierno. Si de verdad fuese cierto, no nos quedaría más remedio que concluir que aquellos primeros astrónomos habían comprendido las interrelaciones entre el ciclo anual lunar, los solsticios y los cambios estacionales.

Los cielos rigen la vida 

La supervivencia de los grupos de cazadores-recolectores y de los primeros agricultores dependía de conocer con la mayor precisión posible los ciclos de la vida, y estos se encuentran indisociablemente unidos a los astronómicos. Pero darse cuenta de todas estas cosas no es, en absoluto, algo evidente. De hecho, según Marshack, para alcanzar tales conocimientos, el hombre primitivo debió de haber pasado antes por el descubrimiento intuitivo de los principios matemáticos subyacentes. No es extraño que, con el tiempo, todo lo relacionado con los cielos fuese motivo de especulación religiosa, aunque, desde sus mismos orígenes, también ha tenido importantes implicaciones en la vida cotidiana. 

Prueba de ello son los monumentos megalíticos que podemos encontrar en numerosos enclaves de todo el planeta. De entre ellos, Stonehenge, en Inglaterra, es seguramente el más conocido. Empezó a erigirse hacia 3100 a. C., y durante un milenio y medio fue aumentado, completado y modificado. Todo lo que lo rodea es un misterio, desde los motivos que tuvieron los habitantes de la zona para dedicarle casi un centenar de generaciones o la técnica que utilizaron para trasladar los bloques que lo integran desde más de doscientos kilómetros, hasta su función.

Aquellas gentes no dejaron registros escritos, así que se han ofrecido muchas y muy diversas explicaciones a todo ello: quizá fue una especie de centro dedicado a la sanación –una especie de Lourdes de la prehistoria–, o quizá tuvo por objeto exaltar la paz y la unidad. Lo único cierto es que Stonehenge está alineado en dirección al amanecer, en el solsticio de verano, y del atardecer, en el de invierno.

En Armenia, existe otro complejo parecido, denominado Zorats Karer, una expresión que podría traducirse como ‘ejército de piedras’. Algunos investigadores han sugerido que diecisiete de las rocas que lo componen fueron colocadas en su lugar para marcar el amanecer y el atardecer en los solsticios y equinoccios. Otras catorce parecen tener cierta relación con nuestro satélite. Este mismo nexo podemos encontrarlo en muchos otros puntos del planeta, como es el caso de Calçoene, municipio situado en el nordeste del estado brasileño de Amapá. Allí, sobre una colina, 127 piedras de granito de 3 metros de alto apuntan al solsticio de invierno desde hace unos 2000 años. 

Stonehenge
Stonehenge, alineado con los solsticios, es un calendario de piedra prehistórico. Fuente: Wikimedia Commons / Frédéric Vincent.

Juegos de luces y rocas 

Algo similar ocurre en el Observatorio Astronómico de Zaquencipa, también llamado El Infiernito, en Colombia, donde treinta megalitos marcan el comienzo de las épocas de verano e invierno. Y lo mismo subyace en muchos otros monumentos megalíticos estudiados por los arqueólogos: un marcado interés por esos momentos del año en que el día y la noche tienen la misma duración. 

Está claro que nuestros ancestros comprendían perfectamente el significado de los solsticios y equinoccios, a los que añadía una gran carga sagrada y ritual. El espectacular monumento funerario de Newgrange, en Irlanda, que se empezó a construir hacia el 3300 a. C., muestra la finura del conocimiento astronómico y las habilidades arquitectónicas prehistóricas. En su interior, y solo durante el solsticio de invierno, la luz del sol penetra hasta el centro del túmulo. 

Esto mismo sucede en dos tumbas de corredor cercanas, Knowth y Dowth, con las que integra el complejo arqueológico Brú na Bóinne (Palacio del Boyne, en gaélico). A principios de los años 80, se descubrió en Dowth algo fascinante: justo en el solsticio de invierno, la luz del sol poniente se mueve por el lado izquierdo del corredor que lo atraviesa, hasta que alcanza una habitación circular. De este modo, las tres piedras que hay en su interior acaban siendo iluminadas por el astro rey. 

El malo, a oscuras 

Este tipo de construcciones que aprovechan los conocimientos astronómicos son más comunes de lo que en principio pudiera parecer. Por ejemplo, el eje central del complejo de Abu Simbel, en el sur de Egipto, fue orientado de forma que los haces solares entraran en el santuario dos veces al año, el 22 de octubre y el 22 de febrero. La luz baña así las grandes esculturas situadas en la pared, excepto la de Ptah, una divinidad conectada con el inframundo y que siempre permanece en la oscuridad. 

Desde el Neolítico, por lo menos, la astronomía ha mantenido una íntima relación con lo místico. Como, en general, se consideraba que los dioses residían en el cielo, era preciso conocer lo que sucedía en él para comprender sus designios. Las culturas que florecieron en Mesopotamia desde el quinto milenio antes de nuestra era fueron las que mejor reflejan esa creencia. 

La civilización sumeria, la primera que se desarrolló en la región, en el suroeste de Irak, quizá hacia el 5500 a. C., fue la primera que contó con una astronomía «moderna». Aunque era algo rudimentaria, influyó notablemente en los pueblos que la sucedieron, como los asirios y los babilonios. Estos compilaron sus primeros catálogos de estrellas hacia el 1200 a. C. Además de la escritura cuneiforme o el sistema numérico sexagesimal, con el que se simplifica la notación de números muy grandes y pequeños, a los sumerios les debemos el nombre más antiguo conocido de un grupo de estrellas, recogido en un texto de gramática de 2500 a. C.: Mul-mul, las Pléyades. 

Al final del tercer milenio antes de Cristo, los acadios se hicieron con el control de la región. En muchos de sus documentos los dioses son representados con figuras de leones, toros, escorpiones…, tal y como aparecerían más tarde las constelaciones. Hacia el 1500 a. C., un pueblo proveniente de Irán, los casitas, instauró una dinastía que reinó en Babilonia durante cuatrocientos años. Entre los textos más famosos de esa época se encuentra el Enuma Anu Enlil, una recopilación de presagios que interpretan una amplia colección de fenómenos celestes y atmosféricos, desde la aparición de la Luna en diversos días del mes hasta la formación de eclipses. De las setenta tablillas que componen el Enuma Anu Enlil destaca la de Venus de Ammisaduqa. En ella aparece una lista de las salidas y puestas de Venus en un ciclo de veintiún años. Se trata de la primera identificación en la historia de un movimiento astronómico periódico.

En Mesopotamia, la astronomía jugó un papel determinante en la elaboración de efemérides, unas tablas que dan las posiciones de los cuerpos celestes en un momento dado. Sus autores, sin embargo, no mostraron interés en desarrollar teorías que explicaran sus movimientos. Hasta que Mathieu Ossendrijver anunció su hallazgo, se ha venido suponiendo que sus modelos planetarios, exquisitamente empíricos, se basaban en la aritmética, al contrario de lo que sucedería más tarde con los griegos, que se inclinaron por la geometría. 

Los egipcios idearon un calendario solar ligado al ciclo del Nilo y a la estrella Sirio.
Los egipcios idearon un calendario solar ligado al ciclo del Nilo y a la estrella Sirio. Fuente: Wikimedia Commons / Jean-Pierre Dalbéra.

Astrólogos y astrónomos 

La dedicación a este asunto en Mesopotamia puede observarse, por ejemplo, en la Oración a los dioses de la noche, un texto acadio del periodo babilónico antiguo (hacia 1830-1530 a. C.) donde se mencionan diecisiete deidades-astros. No es un texto científico –la idea era hacer uso de esta relación en tareas adivinatorias–, pero el orden en que aparecen esos objetos es prácticamente el mismo que recogería más tarde el compendio más importante de la astronomía mesopotámica, conocido como Mul Apin

El título de esta obra, que podría remontarse al 1000 a. C., significa «el Arado». Los arqueólogos lo han bautizado de ese modo porque comienza con el nombre de esta constelación, que, según se cree, correspondería a la del Triángulo. Este conjunto de tablillas ofrece un catálogo de estrellas y constelaciones ordenadas en las tres zonas en que se dividía el cielo –norte, central y sur–, y que se referían, respectivamente, a los dominios de Enlil –la divinidad del viento–, a los de Anu –rey de los dioses– y a los de Ea –señor de la tierra–.

Mul Apin también contiene anotaciones sobre los métodos para calcular los ortos o levantamientos helíacos –el momento en que una estrella sale por el horizonte, al este, cuando el Sol se pone por el oeste–, los pares de constelaciones que se encuentran al mismo tiempo en el cénit y en el horizonte o el denominado camino de la Luna, es decir, el zodíaco. 

Con el reinado de Nabonasar (747-733 a. C.) aumentó la calidad de las observaciones y se empezaron a archivar sistemáticamente los fenómenos celestes que se consideraban importantes para la adivinación. Esto tuvo como efecto colateral que los sacerdotes babilónicos descubrieran el ciclo de dieciocho años que separa dos eclipses lunares. Sus mediciones eran tan fiables que varios siglos después Ptolomeo fijó el origen de su calendario en el inicio del reino de Nabonasar. El mayor logro de los astrónomos babilónicos se debe, sin embargo, a Seleuco de Seleucia, que vivió en el siglo ii a. C. Este propuso un modelo heliocéntrico para explicar las observaciones de los planetas y fue el primero que mostró que el movimiento de las mareas se debía a la acción de la Luna. También relacionó la intensidad de las mismas con las posiciones relativas del Sol y nuestro satélite respecto a la de la Tierra. 

El primer calendario moderno 

Lo que está claro es que toda civilización necesita un modo de cuantificar el paso del tiempo, sobre todo si es agrícola. Para ello, se buscan sucesos que se repitan de manera cíclica, algo que siempre se ha encontrado en el Sol y la Luna, y que dio origen al calendario. Los antiguos babilonios y los chinos idearon los suyos basándose en las fases de nuestro satélite. Los agricultores, sin embargo, precisan un método fiable para predecir cuándo van a llegar las lluvias y cuándo deben sembrar, algo que la Luna no resuelve satisfactoriamente. Los sacerdotes babilonios tuvieron que usar todo su ingenio para poder adaptar el ciclo lunar a las estaciones. En este sentido, los egipcios dieron un paso de gigante. A principios del tercer milenio antes de Cristo descubrieron la duración del año solar y, de forma muy práctica, idearon un calendario que colmaba sus necesidades cotidianas. 

El año egipcio constaba de doce meses, cada uno de treinta días –existían tres estaciones, denominadas inundación, siembra y recolección, de 120 jornadas–, a los que se sumaban otros cinco, conocidos como epagómenos. Se trataba de fechas de carácter festivo en las que se celebraba el nacimiento de los dioses. 

Según parece, este calendario ya se utilizaba durante el reinado de Shepseskaf, un faraón de la IV dinastía (aproximadamente, entre el 2630 a. C. y el 2500 a. C.). Los egipcios fijaron el comienzo del año respecto a Sirio, la estrella más brillante del firmamento, que tenía una gran importancia en esta cultura. Cuando Sirio aparecía por el horizonte al tiempo que el Sol se ponía –el levantamiento helíaco–, comenzaba la crecida anual del Nilo y con ella el año nuevo.

OBRAS DE INFRAESTRUCTURA HIDALGO

Cortesía de Muy Interesante



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