¿Qué simboliza exactamente Atenea? ¿Cómo se convirtió Hades en el señor del inframundo? ¿Por qué es Zeus el padre de todos los dioses y todos los hombres? Preguntas de este talante comenzaron a hacerse los antiguos griegos respecto a sus creencias a medida que se sofisticaba su pensamiento. Y era algo que venía a cuento porque la suya era una religión al servicio de la vida, a diferencia de los posteriores cultos monoteístas, ideados para predeterminar la existencia. Los dioses, semidioses y héroes griegos tenían pasiones altas y bajas y, a pesar de sus poderes, eran tan inestables y vulnerables como los humanos que en ellos trataban de identificarse o inspirarse. Por eso eran susceptibles de ser repensados, replanteados.
Moviendo estos hilos del razonamiento, los pensadores helenos fueron tejiendo poco a poco el entramado que luego se llamaría filosofía. La reflexión y el entendimiento se irían así imponiendo sobre el arte y la fantasía, y la conclusión de que el comportamiento humano dependía del saber desarrollaría el concepto de ética. Pero ¿qué era exactamente el saber? Pues la realidad en su conjunto, tangible o no, y no solo las vidas y los relatos divinos. Esta ramificación de la cuestión se encontraría forzosamente con la naturaleza, el universo y las leyes físicas, lo que creó la necesidad de especializaciones de esa filosofía primaria: las ciencias.
Creando un mundo
De esta manera, entre el 600 y el 200 a. C., se da forma a la ética de la cultura occidental, se elaboran los preceptos en que se basará la teoría política y se conciben las hipótesis que construirán las ciencias modernas. En el punto álgido de este río de ideas están, por supuesto, Sócrates y el encauzamiento reflexivo que supusieron sus axiomas dialécticos. Planteamientos, preguntas, análisis, conclusiones y consecuencias conforman un sistema que posteriormente sistematiza Platón, quien señalará el hecho de que tanto los objetos como quien los observa están en constante cambio. Algo en lo que no coincidiría Aristóteles, quien trató de definir las características o leyes que sí son comunes y constantes.
Asomaban así indicios de ciencia que, de una u otra manera, estuvieron presentes en muchos filósofos griegos desde el principio, desde el siglo vi a. C., cuando en Mileto se dio la primera especulación científica que se conoce. En esta ciudad, situada en la actual costa turca del Egeo, Tales se hizo famoso por predecir un eclipse solar, con lo que realizó la primera aproximación a los misterios de la naturaleza desde el raciocinio. No se conservan sus escritos, pero de sus inquietudes daría fe su discípulo Anaximandro, a quien se tiene por la primera persona que intentó realizar un mapa del mundo.

En su afán explicativo, este pensador elaboró una teoría del origen del universo, la cual se basa en la lucha de dos opuestos, el calor y el frío, que acabarían separándose y formando una gran bola de fuego que, contraída y endurecida, daría lugar a la Tierra, rodeada por una niebla resultante de esta convulsión y esencia de la atmósfera. Este planteamiento le llevó a afirmar que los humanos no podían haber existido siempre como tales y que provenían de criaturas desarrolladas en el agua por efecto del calor.
Del mapa de Anaximandro nada se sabe; sin embargo, a finales de ese mismo siglo vi a. C., y también en Mileto, Hecateo recoge el testigo y describe el mundo como un gran círculo plano con centro en el Egeo. Este mar, que describe delimitado por el estrecho de Gibraltar y el Bósforo, separaría los dos semicírculos que forman el mundo: arriba quedaba Europa, abajo se situaba Asia.
Pitágoras y la fuerza de los números en el cosmos
Quizá cargado de todos estos conceptos, Pitágoras, que había nacido en el 570 a. C. en la isla de Samos, se traslada a Crotona, próspera ciudad de la Magna Grecia, en el sur itálico. Allí funda una secta que llegará a tener gran predicamento e incluso influencia gubernamental. Se trata de una espiritualidad que recoge el bagaje de anteriores filósofos griegos, pero añade el toque científico de los números como base de los elementos del cosmos y, consecuentemente, de muchos aspectos de la existencia. Y tras los números están las formas, que dicha secta define y llega casi a adorar. Números y formas darán lugar al famoso teorema de Pitágoras.
Sus seguidores, ya en el siglo v a. C., usarían estos conceptos para construir una teoría astronómica, según la cual el círculo que forma la Tierra gira en torno a su propio eje y sigue una órbita en torno al «gran fuego», del cual sería el cuerpo más cercano, seguido por la Luna, el Sol, los planetas y finalmente las estrellas. Nace así la célebre teoría de los círculos concéntricos que, ratificada posteriormente por Ptolomeo y aunque errónea, será canon indiscutible durante los siguientes 2000 años. Antes de este destacado astrónomo greco-egipcio del siglo ii, la idea sería ponderada en el iv a. C. por Eudoxo de Cnido, quien imaginó estas esferas transparentes y portadoras de cuerpos celestes a diferente velocidad y vinculados en grupos. La idea la recogería después Aristóteles y fijaría el número de esferas concéntricas en 55.
Desde esta noción de la Tierra como centro estático sobre el que gira todo lo demás, incuestionable para casi todos los pensadores griegos y posteriores hasta la irrupción de Copérnico, Hiparco de Nicea, ya en siglo ii a. C., realizará un estudio profundo de esos planetas y estrellas que sí se mueven y será el primero en dividir el día en veinticuatro horas.
Explicar todo lo posible
Pero mucho antes había llegado el momento de dejar un poco de lado la disposición de las cosas y escudriñar su composición. A mediados del siglo v a. C. Empédocles, natural de la Sicilia helena, llegó a la conclusión de que la materia está compuesta, en diferentes medidas, de tierra, aire, fuego y agua; la famosa teoría de los cuatro elementos, que permanecería vigente hasta el siglo xvii.
Aunque ciertamente errónea, esta concepción encendería el afán por la física: estudiar las cosas y sus comportamientos. Toda una atracción en este sentido supondría el descubrimiento de las propiedades magnéticas del ámbar y de la llamada piedra imán, que los griegos extraían en la región de Magnesia, situada al norte de Atenas, origen de la posterior nomenclatura.
La física empieza así a seguir su propio camino y, unas décadas después de Empédocles, Demócrito de Abdera afirma que toda materia está compuesta por partículas infinitamente pequeñas, indestructibles, eternas e indivisibles, que se unen entre ellas en diferentes combinaciones. Es el primer y admirable apunte de la teoría de los átomos. Y no solo eso: este pensador tracio también esbozó una hipótesis sobre el origen del universo, que definió como un movimiento caótico de estos átomos hasta que su colisión dio lugar a unidades mayores. Una teoría abiertamente desdeñada hasta la reciente llegada a escena del concepto del big bang.
Y son también los átomos los que conforman los elementos y criaturas de la naturaleza. Biología, medicina, zoología, anatomía y botánica están a punto de nacer. A principios del siglo iv a. C. se va dibujando un primer perfil de la biología, si bien Alcmeón, que vivió en Crotona en tiempos de la secta de Pitágoras pero sin aparente vinculación con ella, ya había hecho sus pinitos con anterioridad. Se le tiene por el primero que realizó disecciones y, aunque lo hizo en busca del lugar de la inteligencia, dio con los primeros descubrimientos de anatomía. En concreto halló las conexiones entre el cerebro y los ojos y entre la boca y los oídos.

Los síntomas y las causas
Sobre sus presupuestos y los de otros investigadores, Aristóteles, aunque siempre convencido de que el cerebro era el corazón, dio uno de los empujes más significativos a la biología. A la teoría de los cuatro elementos añadió el rango de combinaciones que a estos ofrecían las alternancias de frío, caliente, húmedo y seco. Desde tales esquemas, se aplicó con entusiasmo a ciencias como la zoología, siendo un entregado observador sobre todo de la vida marina en las costas griegas. Y en su intento de establecer una clasificación de los animales, se fijó en patrones de cambios y vínculos que, de alguna manera, esbozaban un primer perfil de la teoría de la evolución.
Se sabe de sus muchas anotaciones sobre plantas que, aunque se perdieron, están contenidas en Historia de las plantas, libro escrito por su discípulo favorito, Teofrasto, con clasificación y descripción de la vegetación de Grecia y de las tierras orientales que en su día habían sido conquistadas por Alejandro Magno.
De aquellos mundos, sobre todo de Persia, llegaron algunas ideas que ayudaron a Hipócrates, nacido en Cos en el 460 a. C., a sacar a la medicina de sus primitivas premisas. Su innovación fundamental y todavía vigente: no solo prestar atención a los síntomas, sino también a las causas. Tanto es así que siempre se le atribuyeron los principios que conforman el llamado juramento hipocrático, aunque investigaciones más recientes afirman que se basan en escritos posteriores.
Cuatro formas de ser
Ciertamente, esta permanencia secular no deja de asombrar y también atribular: ¿cómo es posible que en tantos siglos posteriores no se avanzase nada o muy poco? Dos milenios se mantuvo como texto médico de cabecera un libro atribuido a un tal Pólibo, que sería posterior a Hipócrates y que, inspirándose en la teoría de los cuatro elementos, establece que el ser humano está compuesto de cuatro sustancias o humores: sangre, bilis amarilla, bilis negra y flema. Según su proporción, una persona podía ser optimista, flemática, melancólica o colérica.
Todas estas derivaciones científicas de la filosofía griega serían muy bien acogidas en el siglo iii a. C. por los pensadores de Alejandría, mundo heleno en Egipto muy entregado al comercio y otras tareas de la economía, lo que precisaba planteamientos más prácticos. Lo que en Atenas era analizar, en esta bulliciosa ciudad era aplicar: entender para facilitar, desarrollar para ir más deprisa. Terreno abonado para aquellos investigadores más inclinados hacia la ciencia. Por ahí se removían los requerimientos de la boyante industria de los metales y sus aleaciones. Por ahí se auparían los principios de la química.
De la gran ciudad-puerto surgen Euclides y sus amplios y clarificantes escritos sobre geometría, que serán la biblia de esta ciencia hasta el siglo xix. Como igualmente sucederá con muchas de las fórmulas de Arquímedes, otro sabio alejandrino, que halló la manera de calcular el área de superficie y el volumen de esferas y cilindros. Sus libros e inventos continuarían siendo muy inspiradores.
De geometría y del mismo tiempo es el trabajo conocido de Aristarco en su isla de Samos. De él se afirma que, tras llevar a cabo varios estudios de astronomía, llegó a la inopinada y «escandalosa» conclusión de que la Tierra gira alrededor del Sol, idea por la que estuvo a punto de ser procesado. Ciertamente Copérnico, tiempo después, lo citaría como el primero que tuvo la «idea correcta».

La criba de Eratóstenes
Todos estos temas y anatemas circularían por los pasillos del Museo de Alejandría, donde Eratóstenes tenía el cargo de bibliotecario. Gran amigo de Arquímedes, este matemático, astrónomo y geógrafo aplicó su ingenio a diseñar un mapa de las estrellas o a la búsqueda de los números primos, para lo que utilizaría un método que todavía se conoce como la criba de Eratóstenes. Su logro más reconocido, no obstante, es el cálculo de la circunferencia de la Tierra, al que llegaría gracias a ser capaz de medir la inclinación de los rayos del sol. En el proceso, inventaría un aparato de medición astronómica llamado esfera armilar, que permaneció en uso hasta el siglo xvii. Asimismo, elaboró varios mapas y esbozó los conceptos de longitud y latitud.
Y ya estaban por ahí los romanos dominando el mundo. Y todos estos avances del pensamiento continuarían a la cabeza de la cultura, si bien poco evolucionaron: los dueños del Mare Nostrum los dieron todos por axioma y se dedicaron a lo suyo, que era lo práctico. Lo peor vendría tras ellos: el olvido de lo aprendido, la pérdida de muchos documentos, el atraso descomunal. Condena inicua y ostracismo fatal por siglos y siglos.
Cortesía de Muy Interesante
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