
“El amparo … pronto se desnaturalizó, hasta quedar, primero, convertido en arma política; y después, en medio apropiado para acabar con la soberanía de los estados… y la Suprema Corte estaba completamente a disposición del jefe del Poder Ejecutivo”
El 1 de diciembre de 1916, Venustiano Carranza presentó con estas palabras ante el Congreso su proyecto de Constitución, criticando los abusos del poder a la Constitución de 1857. Más de un siglo después, el amparo, la joya jurídica mexicana que durante casi dos siglos protegió a los ciudadanos frente al poder, ha muerto tal como lo conocíamos.
A partir del 1 de septiembre, bajo las nuevas reglas de la reforma judicial del partido en el poder, la nueva composición de la Suprema Corte y de otros órganos del Poder Judicial ha alterado radicalmente el equilibrio institucional. Con esta transformación, la justicia se ha politizado. Lo que antes era un contrapeso basado en jueces profesionales, formados en la independencia y con carrera judicial, hoy se convierte en un espacio marcado por la lógica de las urnas y las mayorías. Jueces y magistrados tendrán incentivos distintos: ya no la búsqueda de imparcialidad, sino la necesidad de complacer a corrientes políticas.
Para entender la magnitud de esta pérdida, es necesario recordar qué representaba el amparo. El amparo fue diseñado como un instrumento contramayoritario para que el individuo pudiera resistir a los abusos de un Congreso, un Ejecutivo o una autoridad administrativa. En el siglo XIX, Mariano Otero y otros liberales entendieron que un país frágil requería un mecanismo judicial que defendiera al ciudadano del Leviatán estatal. Esa innovación mexicana se exportó al resto de América Latina. Paradójicamente, hoy somos el país que renuncia a su propia creación.
Esta politización erosiona la esencia del amparo en dos sentidos. Primero, porque se debilita la neutralidad: un juez que depende del voto popular difícilmente dictará sentencias impopulares. Segundo, porque se rompe la predictibilidad: los litigantes ya no podrán anticipar que el tribunal actuará conforme a la ley, sino que dependerá del clima político. El amparo se contamina por intereses coyunturales.
Esto no es un debate abstracto. Las consecuencias son tangibles y afectarán a millones de mexicanos. La pérdida del amparo impactará en la vida cotidiana: ciudadanos que quieran defenderse de impuestos desproporcionados, comunidades que enfrenten expropiaciones arbitrarias, periodistas amenazados por actos de censura, empresas que disputen contratos estatales. Todos enfrentarán un panorama de incertidumbre.
El problema no es sólo técnico; es estructural. La modificación del amparo como lo conocíamos elimina uno de los contrapesos más poderosos del sistema. En un país donde el presidencialismo ha mostrado históricamente tendencias autoritarias, la justicia representaba el último bastión de protección ciudadana.
El amparo no murió de un día para otro. Fue debilitándose entre reformas, presiones presupuestales y narrativas de desprestigio contra jueces. Pero la reforma que transformó la integración de la Corte y el Poder Judicial es su certificado de muerte. La justicia, ahora politizada, ya no podrá cumplir su misión contramayoritaria.
México pierde así su mejor invento jurídico. Lo que nació para defender al ciudadano frente al poder se convierte en un simulacro hueco, dependiente de cálculos políticos. Y si el amparo ha muerto, la pregunta es inevitable: ¿qué nos queda frente al poder?
Las palabras de Carranza, pronunciadas hace más de un siglo, resultan hoy dolorosamente proféticas.
Te puede interesar
Cortesía de El Economista
Dejanos un comentario: