Secuelas de una guerra


La segunda mitad del siglo XX estuvo marcada por la guerra entre el comunismo y el mundo llamado libre. El comunismo más amenazante era el soviético, y se le veía infiltrado en todo, provocando un espionaje del más alto nivel y una inquisición constante para detectar células comunistas, como fue el “macartismo” norteamericano. La mayor parte de la sociedad compartía esta fobia, pues veía en el marxismo un peligro latente para las libertades humanas, en especial la propiedad privada.

También en la Iglesia católica surgió la angustia anticomunista, el temor a su expansión y la necesidad de prevenirla. Con el papa Paulo VI se modificó la actitud y se comenzó a buscar tender puentes entre la Iglesia y los gobiernos comunistas establecidos, mientras que, sobre todo en América Latina, la influencia del pensamiento social de Marx era ya sensible en diversas comunidades cristianas. La llegada del papa Juan Pablo II incluyó una alianza entre la Iglesia y los países libres para abatir el temible comunismo y depurar cualquier espacio donde éste se hubiese infiltrado.

La mayoría de los jerarcas políticos y religiosos pensaron que un recurso adecuado para enfrentar a este enemigo era fortalecer las posiciones de derecha, recurso que en Europa resultaba complicado, pero no en Latinoamérica. Esto suponía que en adelante los perfiles para la selección de líderes, casi en cualquier campo, deberían garantizar una comprobada postura derechista.

En el campo estrictamente político norteamericano, la estrategia no era solamente depurar sociedades o reclasificar liderazgos: debería pasarse a la acción directa o subrepticia ahí donde el comunismo había conquistado el poder, sea por bloqueos económicos, como el aplicado a Cuba, u organizando golpes de Estado, como el que tuvo lugar en Chile.

El Vaticano, por su parte, dejando atrás la postura de Paulo VI, buscó cuidadosamente la renovación de su jerarquía, a la vez que promovió y apoyó por diversos medios tanto a congregaciones como a líderes cristianos que se decantaran claramente por la derecha y aun por la extrema derecha, sobre todo porque la experiencia que el nuevo papa, Juan Pablo II, había tenido con el comunismo en su natal Polonia fue lo suficientemente traumática como para congelar cualquier posibilidad de entendimiento. Los horrores vividos en su país a consecuencia del marxismo triunfante y su repercusión en la vida de las comunidades católicas polacas eran una constante advertencia de lo que podía pasar en los países latinoamericanos.

La gran crisis, sin embargo, no surgió como consecuencia de esta lucha, sino en el momento en que algunos líderes católicos de derecha de muy alto nivel y connotación, protegidos por sus notables logros en esta guerra ideológica, comenzaron a ser acusados de delitos que se cometían hacia dentro de sus propias organizaciones, delitos ajenos por completo a cuestiones de pensamiento y que eran mucho más que debilidades morales. ¿Cómo proceder si, por otro lado, ocupaban posiciones capitales en la lucha contra la amenaza comunista y en el consecuente fortalecimiento de las derechas? ¿No se trataría de calumnias causadas por su éxito? Incluso averiguarlo abiertamente resultaba ofensivo para semejantes personajes, y las trágicas secuelas no se hicieron esperar. Pensar que estos criminales sobornaron a las autoridades para permanecer impunes es carecer de un pensamiento mucho más profundo y fundamentado. De Washington a Santiago de Chile, los derechistas en problemas por conductas inmorales no compraron protección: la vendieron a cambio de su incuestionable y bien almidonada postura de derecha.
 

Cortesía de El Informador



Dejanos un comentario: