Los costos incalculables de las estadísticas corruptas

CAMBRIDGE – Con las cifras del PIB y el empleo dominando los debates políticos, es fácil olvidar que no son verdades atemporales. De hecho, la forma en que medimos el progreso ha cambiado drásticamente con el tiempo. Los fisiócratas -economistas franceses del siglo XVIII que consideraban la agricultura la fuente de toda la riqueza- consideraban la producción agrícola el indicador económico más importante. La Unión Soviética, por su parte, se centró exclusivamente en la producción de bienes e ignoró por completo los servicios.

Lo que se ha mantenido constante, sin embargo, es que las estadísticas, como su nombre indica, siempre han sido herramientas del Estado. El Libro Domesday de 1086, encargado por Guillermo el Conquistador, sirvió como un estudio económico temprano que catalogaba las tierras, las propiedades y los recursos de su recién adquirido reino inglés. Siglos después, el libro de William Petty, Aritmética Política (1690) , intentó demostrar que la base impositiva británica era lo suficientemente sólida como para sostener su guerra contra Francia.

El concepto moderno de PIB se desarrolló en la década de 1930 y se consolidó durante la Segunda Guerra Mundial, ya que cumplía una función nacional. Mientras Alemania desarrollaba sus propios métodos para medir la capacidad económica, Estados Unidos y el Reino Unido obtuvieron una ventaja estratégica decisiva al ser los primeros en definir la producción total y compilar estadísticas fiables. Esto permitió a los Aliados maximizar la producción y gestionar con mayor eficacia los sacrificios exigidos a sus ciudadanos.

La crisis de deuda de Grecia de 2012 pone de relieve los peligros de los datos económicos poco fiables. Durante años, el país dependió de cifras infladas del PIB y niveles de deuda subestimados para obtener préstamos baratos en los mercados internacionales. Eurostat, el organismo estadístico de la Unión Europea, y otros organismos advirtieron que las estadísticas griegas eran engañosas, pero sus advertencias fueron en gran medida ignoradas, sobre todo porque los bancos estaban ansiosos por beneficiarse de las comisiones de los préstamos.

El resultado fue inevitable: un rescate de emergencia del Fondo Monetario Internacional, severas medidas de austeridad, una profunda recesión y agitación política. Una década después, el PIB de Grecia -medido ahora con precisión- apenas superaba el de 2012.

Una lección de este episodio -y de otros, como la manipulación de los datos de inflación por parte de Argentina a mediados de la década de 2000- es que los inversores internacionales deben considerar cualquier intento de socavar la integridad de las estadísticas oficiales como una señal de alerta. La historia demuestra que, si bien los gobiernos obtienen beneficios políticos a corto plazo manipulando las cifras económicas, los costos a largo plazo pueden ser enormes.

Por eso, los economistas se mostraron alarmados tras el despido de Erika McEntarfer, comisionada de la Oficina de Estadísticas Laborales, por parte del presidente estadounidense Donald Trump. La decisión de Trump de reemplazarla por E.J. Antoni, un leal inexperto, no hicieron más que avivar estas preocupaciones. La amenaza que estas medidas suponen para la confianza de los inversores es especialmente grave en Estados Unidos, que depende en gran medida del capital extranjero y de la fiabilidad de sus estadísticas nacionales como argumento clave para su venta.

Pero una amenaza igualmente grave, aunque más sutil, fue que socavar la credibilidad de los datos económicos debilita la eficacia del gobierno. Incluso una administración centrada en reducir el gasto público y los impuestos debe comprender la capacidad productiva y la base impositiva del país, especialmente en un contexto de crecientes tensiones geopolíticas y crecientes exigencias en materia de seguridad.

La campaña partidista de Trump contra las estadísticas no partidistas, marcada por drásticos recortes a los programas de recopilación de datos, limitó, por lo tanto, la capacidad de su administración para elaborar políticas eficaces y demostrar su éxito. Si bien las afirmaciones de “políticas basadas en la evidencia“ a veces son exageradas y a menudo contradicen las prioridades políticas, saber si las acciones del gobierno están funcionando sigue siendo invaluables.

Además, cuando los gobiernos empiezan a creer en sus propias cifras distorsionadas, las consecuencias pueden ser desastrosas. En 1987, un estudio de la CIA concluyó que, contrariamente a lo que creían muchos observadores occidentales, las cifras de crecimiento reportadas por la Unión Soviética eran generalmente precisas. Sin embargo, tras el repentino colapso de la URSS, se hizo evidente que esas cifras habían sido gravemente infladas. Corruptas por consideraciones políticas, las estadísticas soviéticas pasaron por alto indicadores críticos, como la escasez y la mala calidad de los bienes de consumo, enmascarando las profundas vulnerabilidades del régimen comunista.

Si bien no debemos ser ingenuos respecto de las presiones políticas que rodean cifras sensibles como la inflación y el empleo, las agencias estadísticas independientes y competentes mantienen a los gobiernos con los pies en la realidad y permiten a las empresas y a los inversores tomar decisiones informadas.

Lamentablemente, las estadísticas oficiales de la OCDE se encuentran en mal estado. Ante la reducción de presupuestos, las agencias tienen dificultades para adaptarse a los rápidos cambios tecnológicos y estructurales. Dado que ningún gobierno les va a otorgar más recursos, los estadísticos no tienen otra opción que modernizar sus procedimientos de recopilación y procesamiento de datos.

En ese sentido, el ataque de Trump a la infraestructura estadística estadounidense tiene un lado positivo: podría impulsar a los funcionarios a replantearse cómo miden el rendimiento económico y a adoptar nuevas tecnologías que faciliten la selección de cantidades masivas de información. Este cambio podría ser disruptivo, pero ya era hora.

La autora

Diane Coyle, profesora de Políticas Públicas en la Universidad de Cambridge, autora de Cogs and Monsters: What Economics Is, and What It Should Be (Princeton University Press, 2021) y The Measure of Progress: Counting What Really Matters (Princeton University Press, 2025).

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Cortesía de El Economista



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