De mansiones a inquilinatos: así viven 7.000 personas en antiguas casonas de Prado Centro, en Medellín

Medellín es la segunda ciudad con mayor cantidad de población migrante venezolana. Según cifras de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), en 2024 Medellín albergaba a cerca de 240.000 migrantes venezolanos, eso es cerca del 10% de su población, lo que la convierte en la segunda ciudad con mayor presencia de migrantes del vecino país solo superada por Bogotá.

Esa comunidad migrante ha llegado a una ciudad que no tiene la suficiente oferta de vivienda para que todos sus habitantes vivan bajo techo digno. Datos del Plan Estratégico Habitacional de Medellín (PEHMED) muestran que en 2023 el déficit cuantitativo alcanzó el 3,82 %, es decir que faltan unas 16.000 viviendas, mientras cerca de 96.000 hogares habitan en condiciones inadecuadas de habitabilidad. Ante ese panorama, un modelo de habitabilidad tan viejo como la propia ciudad tomó mayor relevancia convirtiéndose ahora en la única contención que evita que miles de personas duerman en las calles: los inquilinatos, la única alternativa de vivienda para miles de personas que no logran acceder al mercado formal. Y no hay otro barrio en Medellín que tenga tantos inquilinatos como Prado Centro.

En 2018 el Censo Nacional de Población y Vivienda del DANE registró 20.184 habitantes en el barrio Prado, de los cuales 8.727 eran venezolanos, es decir el 43 % de la población.

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Prado es el único barrio patrimonial de Medellín. Nacido a comienzos del siglo XX, se erigió como el lugar de ensueño de la élite medellinense. Una tras otra se fueron levantando mansiones por obra de los mejores arquitectos de la época que recreaban los estilos europeos tanto en las fachadas como en los jardines y ornamentos. La riqueza por el desarrollo industrial se reflejó siempre en Prado. Pero el cambio de dinámica de la ciudad hizo caer en desgracia al barrio.

Pero la construcción de grandes avenidas –como la Oriental y la Juan del Corral– y la ampliación de la vía La Paz terminaron aislando el barrio y convirtiéndolo en una “isla” rodeada de tráfico. También el Centro dejó de ser lo que era, el epicentro cultural, el referente social de la ciudad. Las familias que habitaban el Centro se fueron y entre ellas las que habían habitado por al menos tres generaciones las antiguas mansiones y casonas de Prado, dejando el barrio a la deriva y las casonas en deterioro. El auge de los inquilinatos según investigaciones de Fracoise Coupé comenzó su auge en los 90 en el Centro con la llegada masiva de desplazados por el conflicto armado que no les alcanzaba para instalarse en barrios populares. También con el aumento del comercio informal y con prácticas popularizadas como la expulsión de las familias de las personas con problemas de adicción. Así, ante la necesidad de sacarle alguna renta a esas grandes casas deshabitadas, esos caserones fueron fraccionados en piezas de arriendo, hasta que Prado llegó a concentrar cerca del 20 % de los inquilinatos de la ciudad.

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En 2006, sus 71 manzanas y 266 predios fueron declarados como Bien de Interés Cultural. Medellín no tiene centro histórico y salvo la declaratoria conjunta de Prado, el patrimonio de la capital antioqueña es un cúmulo inconexo de inmuebles. Por eso la existencia de Prado es fundamental para que Medellín no pierda del todo el hilo de su historia.

La arquitecta Pamela Pérez Palacio, magíster en Arquitectura de la Vivienda de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL) Sede Bogotá, constató cómo las casonas patrimoniales, pensadas para familias acomodadas, se transformaron en piezas de arriendo en donde se concentra la vida de varios hogares. Las casonas patrimoniales de Prado albergan actualmente unas 7.000 personas distribuidas en 175 inquilinatos (alrededor de 40 personas en cada uno).

Para su investigación, la arquitecta Pérez pasó 10 meses recorriendo el barrio Prado y entrando a los inquilinatos. Más que entrevistas formales, sostuvo conversaciones repetidas con inquilinos, administradores y vecinos para ganar confianza.

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Optó por observar la vida cotidiana y reemplazó las fotos –que generaban desconfianza– por bocetos, notas y cartografías manuales: esquemas en los que según la investigadora plasmaba los objetos, las divisiones improvisadas o la manera en que se organizaban los pasillos y patios, lo que le permitió representar gráficamente la intimidad de los espacios, sin invadirla­.

Ese trabajo cercano le permitió ver lo que las estadísticas no muestran: piezas que funcionan al mismo tiempo como dormitorio, cocina y sala, cocinetas improvisadas junto a la cama, pasillos que los niños convierten en patios de juego pese a la prohibición, y hogares que llevan generaciones habitando la misma casa.

“En los inquilinatos más pequeños se ven lazos fuertes de comunidad, como por ejemplo turnos para usar la cocina, familias que preparaban comida para varias personas y colaboración en el aseo de los espacios comunes. En cambio, en los más grandes hay un poco más de anonimato, las cocinas se trasladan al interior de las habitaciones y se desdibuja esa colectividad que da vitalidad y ayuda a disminuir la precariedad”, explicó Pérez Palacio.

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Es un trabajo que permite entender que el inquilinato no es un espacio de paso improvisado, sino una forma de vida con dinámicas propias: “encontré piezas que se arrendaban por $15.000 pesos en promedio. Aunque puede parecer caro comparado con un arriendo mensual en otro sector, este sistema responde a la realidad de personas que viven del día a día y no se pueden comprometer a pagar un mes por anticipado. Es una forma de resolver lo inmediato, aunque al final resulte más costoso”, señala.

Otro aporte de la investigación, de acuerdo con la arquitecta, fue mostrar cómo el patrimonio arquitectónico de Prado se resignifica al ser habitado. Las casonas, pensadas para ostentar estatus de la élite paisa, ahora están llenas de divisiones de madera, cortinas que reemplazan puertas y arreglos improvisados que permiten multiplicar el espacio. “Este uso revela una tensión entre la declaratoria patrimonial de 2006 y la urgencia de miles de personas por tener un techo”, agrega.

El trabajo también expuso la contradicción de la política pública: mientras desde 2016 Medellín cuenta con normas para formalizar los inquilinatos, en la práctica muchos propietarios prefieren mantenerlos en la informalidad para evitar sanciones o controles.

“La mayoría de las casas pertenecen a personas mayores que las recibieron en herencia o que alguna vez vivieron allí y hoy las arriendan por piezas. También hay casos de dueños que viven en el exterior o de personas que concentran varias propiedades y manejan los inquilinatos como un negocio. El bajo valor del metro cuadrado en Prado y las restricciones patrimoniales hacen que sea más rentable subdividir y arrendar que vender estas casonas”, indica.

La arquitecta Pérez plantea que la mirada sobre estos espacios debe cambiar: “lo que en otras ciudades se reconoce como modelos de vivienda compartida o coliving, aquí se estigmatiza como precariedad”. El aporte de su investigación es mostrar que, más allá de sus limitaciones materiales, los inquilinatos de Prado mantienen vivo un barrio que de otro modo estaría desierto.

La investigación refuerza los postulados de muchos habitantes del barrio que señalan que, a pesar de que parte de la población que habita los inquilinatos hacen parte de las dinámicas de inseguridad del sector, la mayoría de estas personas no solo ocupan los inquilinatos sino que habitan y se apropian de un barrio que de otra manera sería mucho más solitario. Esto contrasta con posturas de otras personas que adelantan proyectos nuevos como hoteles de lujo y espacios para uso turístico que consideran que el futuro del barrio debe ir hacia la eliminación de estos inquilinatos y la conversión de Prado en un distrito turístico y cultural, principalmente para extranjeros. Pero, entonces, la gran pregunta ante esta opción es, ¿y la ciudad tiene opciones de vivienda para estar personas que quedarían desarraigadas?

Cortesía de El Colombiano



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