Por qué la comparación con las viejas políticas industriales nubla más de lo que ilumina

Cada cierto tiempo, cuando se discuten medidas para fortalecer la producción nacional, reaparece el fantasma de la sustitución de importaciones. Se recurre a recuerdos de televisores que se descomponían y a la idea de que todo lo que se intentó en el pasado fracasó. Esa comparación puede ser ingeniosa en lo anecdótico, pero poco aporta para entender el presente. Más que iluminar el debate, lo oscurece.

El comercio internacional de hoy no se parece al de la posguerra. Entonces tenía sentido hablar de producir o importar bienes de consumo final. Hoy la realidad es otra: la mayor parte del intercambio son insumos, piezas y componentes que cruzan varias veces las fronteras antes de convertirse en un producto terminado. La discusión ya no es si México produce televisores o los importa, sino si logra mantener y ampliar su lugar en cadenas globales de valor cada vez más disputadas. Ajustar aranceles o políticas industriales en ciertos sectores no significa cerrar la economía: significa asegurar que el país capture más valor en los procesos donde ya participa.

Tampoco es exacto hablar de “el modelo de sustitución de importaciones” como si fuera una fórmula cerrada. Entre los especialistas, esa etiqueta está pasada de moda. Lo que hubo en realidad fue un proceso más complejo de industrialización encabezada por el Estado, que incluyó fases de sustitución, pero también promoción exportadora, creación de empresas estatales, regulación al capital extranjero y protección selectiva. Reducir todo ese entramado a la caricatura de productos caros y defectuosos equivale a rehuir el análisis serio.

Otra simplificación recurrente es dividir la historia en dos épocas opuestas: antes de la apertura, el fracaso; después de la apertura, el éxito. Ni todo lo bueno empezó con el libre comercio ni todo lo malo provino del proteccionismo. Muchos de los sectores y empresas que florecieron con la globalización no hubieran existido sin la base creada en décadas anteriores. El sector maquilador nació en los sesenta, antes del TLCAN, como una respuesta estatal al fin del Programa Bracero. La industria automotriz se instaló con estrictas reglas de contenido nacional y cupos. Empresas como Bimbo y Cemex crecieron al amparo de un mercado interno protegido, y gracias a ello pudieron después convertirse en multinacionales. Al revés, tampoco la apertura resolvió todos los problemas: desde mediados de los noventa la economía mexicana ha tenido bajo crecimiento y alta precariedad laboral.

Por eso el dilema entre “ISI malo” y “libre comercio bueno” es falso. Ningún país practica el libre comercio absoluto. Estados Unidos lo demuestra con el CHIPS Act y sus subsidios masivos a semiconductores y autos eléctricos; Europa hace lo mismo con su política verde. La cuestión para México no es escoger entre dos modelos puros —uno del pasado y otro idealizado—, sino encontrar la combinación de apertura y política industrial que permita aprovechar la coyuntura actual de reconfiguración global.

Discutir en serio significa reconocer esa complejidad: que el comercio hoy es de insumos, que la industrialización de posguerra no fue solo ISI y que los éxitos y fracasos no se distribuyen en bloques históricos opuestos. Quedarse en la comparación con las viejas políticas industriales, en cambio, nubla más de lo que ilumina.

México necesita una estrategia industrial y comercial a la altura del siglo XXI, no un debate público atrapado en caricaturas del siglo pasado. Si seguimos evocando televisores defectuosos para hablar de cadenas de valor globales, la discusión dirá más de la nostalgia de quien la plantea que de la realidad económica del país.

Cada cierto tiempo, cuando se discuten medidas para fortalecer la producción nacional, reaparece el fantasma de la sustitución de importaciones. Se recurre a recuerdos de televisores que se descomponían y a la idea de que todo lo que se intentó en el pasado fracasó. Esa comparación puede ser ingeniosa en lo anecdótico, pero poco aporta para entender el presente. Más que iluminar el debate, lo oscurece.

El comercio internacional de hoy no se parece al de la posguerra. Entonces tenía sentido hablar de producir o importar bienes de consumo final. Hoy la realidad es otra: la mayor parte del intercambio son insumos, piezas y componentes que cruzan varias veces las fronteras antes de convertirse en un producto terminado. La discusión ya no es si México produce televisores o los importa, sino si logra mantener y ampliar su lugar en cadenas globales de valor cada vez más disputadas. Ajustar aranceles o políticas industriales en ciertos sectores no significa cerrar la economía: significa asegurar que el país capture más valor en los procesos donde ya participa.

Tampoco es exacto hablar de “el modelo de sustitución de importaciones” como si fuera una fórmula cerrada. Entre los especialistas, esa etiqueta está pasada de moda. Lo que hubo en realidad fue un proceso más complejo de industrialización encabezada por el Estado, que incluyó fases de sustitución, pero también promoción exportadora, creación de empresas estatales, regulación al capital extranjero y protección selectiva. Reducir todo ese entramado a la caricatura de productos caros y defectuosos equivale a rehuir el análisis serio.

Otra simplificación recurrente es dividir la historia en dos épocas opuestas: antes de la apertura, el fracaso; después de la apertura, el éxito. Ni todo lo bueno empezó con el libre comercio ni todo lo malo provino del proteccionismo. Muchos de los sectores y empresas que florecieron con la globalización no hubieran existido sin la base creada en décadas anteriores. El sector maquilador nació en los sesenta, antes del TLCAN, como una respuesta estatal al fin del Programa Bracero. La industria automotriz se instaló con estrictas reglas de contenido nacional y cupos. Empresas como Bimbo y Cemex crecieron al amparo de un mercado interno protegido, y gracias a ello pudieron después convertirse en multinacionales. Al revés, tampoco la apertura resolvió todos los problemas: desde mediados de los noventa la economía mexicana ha tenido bajo crecimiento y alta precariedad laboral.

Por eso el dilema entre “ISI malo” y “libre comercio bueno” es falso. Ningún país practica el libre comercio absoluto. Estados Unidos lo demuestra con el CHIPS Act y sus subsidios masivos a semiconductores y autos eléctricos; Europa hace lo mismo con su política verde. La cuestión para México no es escoger entre dos modelos puros —uno del pasado y otro idealizado—, sino encontrar la combinación de apertura y política industrial que permita aprovechar la coyuntura actual de reconfiguración global.

Discutir en serio significa reconocer esa complejidad: que el comercio hoy es de insumos, que la industrialización de posguerra no fue solo ISI y que los éxitos y fracasos no se distribuyen en bloques históricos opuestos. Quedarse en la comparación con las viejas políticas industriales, en cambio, nubla más de lo que ilumina.

México necesita una estrategia industrial y comercial a la altura del siglo XXI, no un debate público atrapado en caricaturas del siglo pasado. Si seguimos evocando televisores defectuosos para hablar de cadenas de valor globales, la discusión dirá más de la nostalgia de quien la plantea que de la realidad económica del país.

Cada cierto tiempo, cuando se discuten medidas para fortalecer la producción nacional, reaparece el fantasma de la sustitución de importaciones. Se recurre a recuerdos de televisores que se descomponían y a la idea de que todo lo que se intentó en el pasado fracasó. Esa comparación puede ser ingeniosa en lo anecdótico, pero poco aporta para entender el presente. Más que iluminar el debate, lo oscurece.

El comercio internacional de hoy no se parece al de la posguerra. Entonces tenía sentido hablar de producir o importar bienes de consumo final. Hoy la realidad es otra: la mayor parte del intercambio son insumos, piezas y componentes que cruzan varias veces las fronteras antes de convertirse en un producto terminado. La discusión ya no es si México produce televisores o los importa, sino si logra mantener y ampliar su lugar en cadenas globales de valor cada vez más disputadas. Ajustar aranceles o políticas industriales en ciertos sectores no significa cerrar la economía: significa asegurar que el país capture más valor en los procesos donde ya participa.

Tampoco es exacto hablar de “el modelo de sustitución de importaciones” como si fuera una fórmula cerrada. Entre los especialistas, esa etiqueta está pasada de moda. Lo que hubo en realidad fue un proceso más complejo de industrialización encabezada por el Estado, que incluyó fases de sustitución, pero también promoción exportadora, creación de empresas estatales, regulación al capital extranjero y protección selectiva. Reducir todo ese entramado a la caricatura de productos caros y defectuosos equivale a rehuir el análisis serio.

Otra simplificación recurrente es dividir la historia en dos épocas opuestas: antes de la apertura, el fracaso; después de la apertura, el éxito. Ni todo lo bueno empezó con el libre comercio ni todo lo malo provino del proteccionismo. Muchos de los sectores y empresas que florecieron con la globalización no hubieran existido sin la base creada en décadas anteriores. El sector maquilador nació en los sesenta, antes del TLCAN, como una respuesta estatal al fin del Programa Bracero. La industria automotriz se instaló con estrictas reglas de contenido nacional y cupos. Empresas como Bimbo y Cemex crecieron al amparo de un mercado interno protegido, y gracias a ello pudieron después convertirse en multinacionales. Al revés, tampoco la apertura resolvió todos los problemas: desde mediados de los noventa la economía mexicana ha tenido bajo crecimiento y alta precariedad laboral.

Por eso el dilema entre “ISI malo” y “libre comercio bueno” es falso. Ningún país practica el libre comercio absoluto. Estados Unidos lo demuestra con el CHIPS Act y sus subsidios masivos a semiconductores y autos eléctricos; Europa hace lo mismo con su política verde. La cuestión para México no es escoger entre dos modelos puros —uno del pasado y otro idealizado—, sino encontrar la combinación de apertura y política industrial que permita aprovechar la coyuntura actual de reconfiguración global.

Discutir en serio significa reconocer esa complejidad: que el comercio hoy es de insumos, que la industrialización de posguerra no fue solo ISI y que los éxitos y fracasos no se distribuyen en bloques históricos opuestos. Quedarse en la comparación con las viejas políticas industriales, en cambio, nubla más de lo que ilumina.

México necesita una estrategia industrial y comercial a la altura del siglo XXI, no un debate público atrapado en caricaturas del siglo pasado. Si seguimos evocando televisores defectuosos para hablar de cadenas de valor globales, la discusión dirá más de la nostalgia de quien la plantea que de la realidad económica del país.

Cada cierto tiempo, cuando se discuten medidas para fortalecer la producción nacional, reaparece el fantasma de la sustitución de importaciones. Se recurre a recuerdos de televisores que se descomponían y a la idea de que todo lo que se intentó en el pasado fracasó. Esa comparación puede ser ingeniosa en lo anecdótico, pero poco aporta para entender el presente. Más que iluminar el debate, lo oscurece.

El comercio internacional de hoy no se parece al de la posguerra. Entonces tenía sentido hablar de producir o importar bienes de consumo final. Hoy la realidad es otra: la mayor parte del intercambio son insumos, piezas y componentes que cruzan varias veces las fronteras antes de convertirse en un producto terminado. La discusión ya no es si México produce televisores o los importa, sino si logra mantener y ampliar su lugar en cadenas globales de valor cada vez más disputadas. Ajustar aranceles o políticas industriales en ciertos sectores no significa cerrar la economía: significa asegurar que el país capture más valor en los procesos donde ya participa.

Tampoco es exacto hablar de “el modelo de sustitución de importaciones” como si fuera una fórmula cerrada. Entre los especialistas, esa etiqueta está pasada de moda. Lo que hubo en realidad fue un proceso más complejo de industrialización encabezada por el Estado, que incluyó fases de sustitución, pero también promoción exportadora, creación de empresas estatales, regulación al capital extranjero y protección selectiva. Reducir todo ese entramado a la caricatura de productos caros y defectuosos equivale a rehuir el análisis serio.

Otra simplificación recurrente es dividir la historia en dos épocas opuestas: antes de la apertura, el fracaso; después de la apertura, el éxito. Ni todo lo bueno empezó con el libre comercio ni todo lo malo provino del proteccionismo. Muchos de los sectores y empresas que florecieron con la globalización no hubieran existido sin la base creada en décadas anteriores. El sector maquilador nació en los sesenta, antes del TLCAN, como una respuesta estatal al fin del Programa Bracero. La industria automotriz se instaló con estrictas reglas de contenido nacional y cupos. Empresas como Bimbo y Cemex crecieron al amparo de un mercado interno protegido, y gracias a ello pudieron después convertirse en multinacionales. Al revés, tampoco la apertura resolvió todos los problemas: desde mediados de los noventa la economía mexicana ha tenido bajo crecimiento y alta precariedad laboral.

Por eso el dilema entre “ISI malo” y “libre comercio bueno” es falso. Ningún país practica el libre comercio absoluto. Estados Unidos lo demuestra con el CHIPS Act y sus subsidios masivos a semiconductores y autos eléctricos; Europa hace lo mismo con su política verde. La cuestión para México no es escoger entre dos modelos puros —uno del pasado y otro idealizado—, sino encontrar la combinación de apertura y política industrial que permita aprovechar la coyuntura actual de reconfiguración global.

Discutir en serio significa reconocer esa complejidad: que el comercio hoy es de insumos, que la industrialización de posguerra no fue solo ISI y que los éxitos y fracasos no se distribuyen en bloques históricos opuestos. Quedarse en la comparación con las viejas políticas industriales, en cambio, nubla más de lo que ilumina.

México necesita una estrategia industrial y comercial a la altura del siglo XXI, no un debate público atrapado en caricaturas del siglo pasado. Si seguimos evocando televisores defectuosos para hablar de cadenas de valor globales, la discusión dirá más de la nostalgia de quien la plantea que de la realidad económica del país.

Cortesía de El Economista



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