
El odio es una droga barata: cada humillación da un instante de euforia. Pero el miedo, su raíz, sólo se transforma cuando se observa.
Como escribió Spinoza, no odiamos porque comprendemos: odiamos porque tememos perder lo que sostiene nuestra existencia.
Lo aprendí también en una sesión de arte con un niño: me dibujó los monstruos que lo visitaban cada noche, decía, siempre escondidos detrás de la puerta. Temía ser devorado por ellos y desaparecer. Al ponerlos en papel, los vio con otros ojos: torpes, ridículos, con los pelos desordenados. Sonrió. Ya no eran una amenaza. Poco a poco se volvieron acompañantes extraños; luego los echaba de menos: ya eran amigos. Servían para hablarse a sí mismo. Esa intimidad lo sostuvo.
Lo que ese niño me mostró con sus dibujos es lo mismo que Jung llamó sombra. Esos terrores que no miramos se vuelven odios.
Jung lo llamó “sombra”, pero Hannah Arendt habló de “banalidad del mal”: ese costado oscuro que florece en lo común y corriente.
El arte hace el análisis: convierte al monstruo en interlocutor. El arte es análisis. El odio puro, en cambio, solo lo disfraza de enemigo y lo vuelve más grande.
Lo innombrado, lo banal, lo monstruoso: todos regresan si no los transformamos.
Lo que ocurre en un niño ocurre también en los pueblos. La lógica es la misma en lo íntimo y en lo colectivo. A mí me gustaría conocer los miedos que guarda cada líder de este país, verlos danzar como espectros ridículos. Pero nunca darles poder. Nombrarlos no es celebrarlos; es desactivarlos.
El arte no debe rendirse al poder. Cuando lo hace, se convierte en apología y pierde su fuerza.
Yo, como artista, nunca podría ofrecer mi voz para amplificar esa falsedad. A eso se le llama dignidad. Y responsabilidad.
El odio es mercancía. Y es la moneda más cotizada porque se alimenta de lo más primario que tenemos como especie: el miedo. El miedo a no subsistir, a perder la comida, el refugio, el territorio.
Los políticos lo saben: manipulan ese miedo como un banco invisible. Dividen, polarizan, convierten la ansiedad colectiva en moneda electoral. Cada insulto lanzado no es solo discurso: se convierte en un billete en circulación.
Para Schmitt, la política se definía por la distinción amigo/enemigo. El régimen actual y otros lo saben: multiplica esa división para mantenerse como árbitro único del conflicto.
“Nosotros, ellos” nos da la ilusión de pertenencia: un refugio, una protección. Pero es un espejismo. Cuando descubrimos que esos discursos están vacíos y que detrás solo hay cálculo y mentira, ocurre el verdadero despertar: salimos del sueño. Tal vez ahí comienza la posibilidad de construir comunidad de otro modo, sin necesidad de enemigos inventados, sin dividir la herida en bandos.
La ira es necesaria: es la emoción que más me gusta porque tiene la capacidad de transformación que necesitamos. No digo que no expresemos lo que detestamos, lo que nos hiere, lo que nos enoja. Al contrario: hay que hacerlo. Pero después de eso, ¿qué sigue?
El odio promete; la ira construye.
El odio promete; la ira crea.
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Cortesía de El Economista
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