
En días pasados tuve oportunidad de participar en el Congreso Internacional Agrícola celebrado en Guadalajara, Jalisco (CIA2025), en donde asistieron estudiantes y productores agrícolas de varios estados de la República, además de académicos, empresarios agropecuarios y representantes del sector público. Concretamente participé en un panel, junto con mi amigo Francisco Mayorga, cuyo solo título ya convidaba al debate: “Maíz y Agua: ¿Alcanzarán?” título también de esta columna en la que quiero recuperar las reflexiones que compartí con esa audiencia.
En primer lugar, hay claras evidencias de que la disponibilidad, tanto de maíz como de agua, es insuficiente en los tiempos actuales y todo indica que lo seguirán siendo en el futuro, debido a diferentes factores, como la incertidumbre climática.
Esa realidad indica que, para seguir produciendo los alimentos necesarios para una creciente población, es urgente dejar de incurrir en un alto costo ambiental; y es que, en efecto, el crecimiento demográfico demanda cada vez más alimentos, mientras que los recursos naturales necesarios para producirlos son finitos, preponderantemente el agua, los suelos agrícolas y la agrobiodiversidad.
La cantidad de agua en el planeta siempre ha sido la misma, lo que se ha incrementado es la población mundial y con ello la demanda del vital líquido para la agricultura, las zonas urbanas y la industria, incluyendo la generación de energía.
Respecto a la disponibilidad de agua, México, junto con Australia, los países Árabes, Perú e Italia están catalogados como las naciones que tendrán el más alto nivel de estrés hídrico mundial para el año 2050. De hecho, la disponibilidad per capita de agua en México ha disminuido, al pasar de 10,000 metros cúbicos en 1960, a 4,000 en el 2014 y será de menos de 2,000 para el 2030, cuando coincidentemente estaremos llegando a los 130 millones de habitantes. En 2020 el INEGI señalaba que uno de cada tres hogares en México no tenía acceso al agua potable, porque la demanda de agua había crecido más del doble en relación con la tasa de crecimiento poblacional. Cinco años después la situación no ha mejorado.
En el mundo el uso del agua se canaliza mayoritariamente a la agricultura, las ciudades y la industria. Globalmente, la agricultura utiliza el 75% del agua dulce del planeta, y lo mismo ocurre en México; sin embargo, en nuestra agricultura se desperdicia el 40% del agua para riego por falta de inversiones en tecnología, por la evaporación y por malas prácticas agrícolas. Adicionalmente, hoy ostentamos el cuarto lugar mundial como país que más extrae agua del subsuelo.
La huella hídrica (HH) es un indicador multidimensional del uso del agua dulce aplicada a la productividad agropecuaria nacional; al respecto comparto los siguientes datos: para producir un kilogramo (kg) de carne de res se necesitan 24,415 litros (l) de agua; para un kg de pepino 2,495 l; un kg de queso, 3,178 l; un kg de tomate 214 l, y para un kg de maíz son necesarios 1,222 l de agua. Cabe la pregunta; ¿podemos producir más alimentos con menos agua? La respuesta es positiva, pero solamente si aplicamos la tecnología de riego apropiada y el adecuado manejo del suelo agrícola.
Es necesario crear conciencia entre los agricultores de que se puede producir igual o más aplicando buenas prácticas agrícolas y que no solo se debe medir la productividad en toneladas por hectárea, sino también en volumen de agua consumida para obtenerlas. Prácticas de medición de la huella hídrica realizadas por la SADER en campos agrícolas de Michoacán durante la pasada administración demostraron que es factible ahorrar agua sin reducir los rendimientos.
La frontera agrícola nacional es de 22 millones de hectáreas, de las cuales 6.6 millones son de riego (30%); sin embargo, de este porcentaje el 75% es de “riego rodado” (dejar correr el agua por gravedad por la superficie del terreno). Este método es muy ineficiente pues se pierde hasta el 40% de agua por evaporación e infiltración.
Es de destacar que de la superficie con riego se obtiene el 45% de nuestros alimentos; esto significa que si no hay suficiente agua disponible en las presas o en el subsuelo -por ejemplo, debido a sequías prolongadas- se pone el riesgo la disponibilidad de alimentos en ese mismo porcentaje.
De las 6.6 millones de hectáreas de riego, 1.6 millones son altamente tecnificadas, empleando riego por goteo, micro riego, microaspersión, entre otros sistemas. Reconociendo que es poca la superficie tecnificada, el gobierno ha previsto sumar al final de su sexenio 200 mil hectáreas más a esta infraestructura, lo que permitirá liberar 2,800 millones de metros cúbicos de agua, que se podrán canalizar a otras necesidades, por ejemplo, a los centros urbanos. Urge continuar ampliando la superficie tecnificada de riego y de esa forma la agricultura podrá seguir liberando agua.
En la superficie que no es de riego (agricultura de secano), la disponibilidad de agua y, en consecuencia, el volumen de sus cosechas, dependen principalmente de las lluvias. Vale decir que esta situación afecta principalmente a los productores más pobres.
La producción nacional del maíz es, de alguna manera, un termómetro con el que se pueden medir las distintas capacidades productivas. En un año promedio, como lo que va del 2025 (incluye OI 24-25 y PV 25), los mexicanos consumimos 46.4 millones de toneladas de maíz, producimos 23.1 millones y para satisfacer toda la demanda importamos 23.6 millones, principalmente de Estados Unidos. Al importar tal volumen de grano, estamos implícitamente adquiriendo cientos de miles de millones de litros de agua lo que no es nada despreciable dadas las circunstancias.
Sabemos que es muy difícil remediar la escasa disponibilidad de agua, sobre todo cuando se debe a sequías prolongadas, pero sí se puede cambiar la forma en que manejemos los recursos hídricos ¿cómo? aplicando buenas prácticas agrícolas; incrementando riego tecnificado; creando conciencia con los productores sobre el ahorro del agua; evitando la pérdida de la cobertura forestal y promoviendo la captura de carbono con el adecuado manejo de los suelos.
Todos los actores vinculados al sector agroalimentario, pero sobre todo los jóvenes, deben involucrarse en las actividades productivas con una visión sustentable, moderna y basada en ciencia. Son parte de la esperanza para la agricultura nacional que requiere nuestro país.
Cortesía de El Economista
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