
Ahora sí, Claudia Sheinbaum cumple hoy un año en la Presidencia. No parecen 365 días, sino una eternidad. Heredó el peso de la cuatroté, a un expresidente que no se ve, pero se siente, una economía maltrecha, un país a merced de los cárteles a los que no ha podido contener ni frenar su nueva estrategia, una guerra entre criminales en Culiacán y la implosión en Morena por la corrupción y sus vínculos con el crimen organizado. Sheinbaum ha podido ver muy poco hacia delante porque trae sobre la espalda muchos encargos del pasado, que le impide volar libremente y construir su sexenio.
Son tanto los problemas que le dejó Andrés Manuel López Obrador y agregan la runfla de sus cercanos, con excesos que lastiman al expresidente y la golpean a ella, que Sheinbaum ha tenido como una alta prioridad en este primer año evitar que la imagen de su mentor sea ultrajada por las revelaciones de las chapucerías de sus hijos mayores y de sus más cercanos. Sheinbaum no tiene todavía el poder que debería ejercer, y tiene que comerse sapos para mantener la cohesión del movimiento y la gobernabilidad. Pero será cuestión de semanas, estiman sus cercanos, que esperan que enero les traiga, en muchos sentidos, un nuevo día.
La Presidenta gobierna en el filo de la navaja. En un extremo, la necesidad de mostrar que tiene un liderazgo propio, distinto, técnico y sereno. En el otro, la obligación de rendir tributo al hombre que la llevó al poder y que, aunque oficialmente retirado, no ha dejado de influir en cada respiro de la política nacional. El ex presidente no está en Palacio Nacional, pero su sombra sí. Se filtra en las mañaneras, en los discursos y declaraciones, en los programas sociales y en la obediencia reverencial de gobernadores, legisladores y líderes de Morena que responden más al fundador de la cuatroté que a la Presidenta.
Sheinbaum se sienta en la silla de Palacio Nacional que aún cruje con el peso de su antecesor. El equilibrio es de acróbata. Si Sheinbaum se inclina demasiado hacia la continuidad, corre el riesgo de ser vista como la administradora de un legado ajeno, una encargada que solo sostiene lo que otros construyeron. Si, por el contrario, intenta imponer un sello propio con demasiada fuerza, puede romper el delicado pacto con el obradorismo duro, que aún controla estructuras políticas, presupuestos y lealtades.
La dicotomía le causa sabores agridulces. En la última encuesta mensual que publicó El Financiero este lunes, Sheinbaum se mantiene estable en su aprobación, con un poderosísimo 73% de aceptación, cinco puntos mejor de lo que alcanzó López Obrador en su primer año de gobierno. El jefe de encuestas del diario, Alejandro Moreno, explicó que el “factor clave” para mantener ese nivel fue su desempeño durante la ceremonia de El Grito, donde Sheinbaum, en efecto, hizo una conmemoración republicana e incluyente, contra las frivolidades y ocurrencias, las exclusiones y su ausencia de la falta de visión de Estado de su antecesor.
No obstante, las herencias de López Obrador han cobrado facturas. La gente ya empezó a sentir el impacto de la mala economía que le dejó, que produjo una caída de cinco puntos en solo un mes sobre cómo la está manejando, y una caída drástica en la aprobación (53%) contra la que tenía en abril (74%). La corrupción que explotó en las entrañas del régimen en el último mes, aumentó sus negativos en 19% en 30 días, reprobando el 75% de los mexicanos la manera como está lidiando con ella. Es similar el tema de la seguridad, pese a los anuncios diarios de lo bien, afirman sus voceros, que lo están haciendo: 54% dicen que lo está haciendo mal, y 74% considera que el gran ganador es el crimen organizado.
En su primer año, Sheinbaum endureció el régimen y lo llevó al ideal que siempre quiso López Obrador: una economía centralizada, un poder vertical sin contrapesos, un Poder Judicial a modo, un Legislativo sometido, y la militarización de la seguridad, algo que solo hacen los gobiernos de derecha en el mundo, sigue intacta. Pero al mismo tiempo busca diferenciarse en el lenguaje: habla de medio ambiente, de mujeres, inversión privada y de transición tecnológica, que son temas que López Obrador nunca priorizó. No es ruptura, sino matices; no es una contrarrevolución, sino gestos calculados.
Sheinbaum está convencida ideológicamente que el proyecto de López Obrador es el correcto, por lo que su frase de “poner el segundo piso a la transformación” no es algo para tomar como un guiño a su mentor o propaganda. La Presidenta cree ciegamente en él, aunque al mismo tiempo, el verdadero desafío que tiene para poder gobernar e ir construyendo el país que quiere heredar, es que López Obrador no ha desaparecido. Habla con ella de manera regular personal y telefónicamente, envía mensajes, se hace presente. No gobierna, pero tampoco se ha ido. Mientras su sombra persista de forma tan extensa, el margen de maniobra de Sheinbaum será limitado, con la espada de Damocles de la revocación de mandato en 2027.
Gobernar bajo la sombra del antecesor es gobernar a medias. El poder no se comparte, porque no es poder, pero es su realidad. No puede sacudírselo. El desgaste que le produce la permanencia del senador Adán Augusto López como jefe de la bancada de Morena, al que no puede destituir, es el último ejemplo. Tener a cinco leales a su mentor, no a ella, dentro de las seis carteras estratégicas del gabinete, es otro. El primer año de Sheinbaum ha sido, en este sentido, un acto de equilibrio constante, un juego de funambulista donde cada movimiento está condicionado por el miedo a incomodarlo, a darle municiones a sus adversarios, o a caer en el abismo de la confrontación con quien sigue siendo el verdadero jefe político del movimiento.
Ese es el dilema de Sheinbaum al comenzar su segundo año de gobierno. O se atreve a caminar bajo el sol, con todos los costos que eso implica, o seguirá moviéndose en la penumbra de una sombra que no es la suya. El equilibrio puede darle oxígeno, pero terminará sin respirar. Puede darle tiempo, pero no destino.
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Cortesía de El Informador
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