
La serie más popular en Netflix México hoy es Las muertas, la adaptación de Luis Estrada de la novela de Jorge Ibargüengoitia, el escritor guanajuatense que supo, con ironía feroz, desnudar el absurdo de la vida pública mexicana. “Algunos de los acontecimientos que aquí se narran son reales. Todos los personajes son imaginarios”, advierte al inicio.
El genio de Ibargüengoitia y el humor negro de Estrada nos recuerdan que en México el pasado nunca pasa. Las hermanas Balandro dialogan con autoridades, jueces y militares en escenas que parecen arrancadas de las páginas de un periódico de hoy: corrupción, impunidad, desapariciones, violencia. Como si el tiempo se hubiese estancado. La tragedia que la sátira expone con precisión es la repetición, el eterno retorno de lo mismo.
En paralelo, la política real escribe su propio guion. Esta semana, la discusión gira en torno al primer año de la presidenta Claudia Sheinbaum. Aún es temprano en el sexenio y la primera mujer en dirigir el país carga no sólo con las tragedias que resuenan en Las muertas, sino también con la pesada herencia de su mentor y con la incomodidad de enfrentar a una contraparte estadounidense despótica, caprichosa y abiertamente misógina.
Aunque reconoce la utilidad de la crítica, una lectora suele decirme que mis textos tienden al pesimismo. Al evaluar algunos de los aspectos más relevantes de este primer año, intentaré, pues, un ejercicio equilibrado:
En seguridad, conviene admitir que abandonar —sea por convicción o por presión externa— la fallida consigna de “abrazos, no balazos” es un acierto. Pero (porque siempre lo hay), los resultados son insuficientes y fragmentados. En unas cuantas entidades, como Aguascalientes y Querétaro, la violencia retrocede, mientras que en otras la vida cotidiana asemeja demasiado un escenario donde la violencia es regla y la impunidad hábito.
A propósito de la arraigada cultura de la impunidad, erradicarla exige desmontar un entramado de complicidades que se extiende desde las periferias violentas hasta la élite política. El caso del senador Adán Augusto López —ese a quien el expresidente llama hermano— es ejemplo y lastre. Sheinbaum insiste en defenderlo, y con ello confirma que en el juego del poder las lealtades personales pesan más que cualquier cosa.
Donde no hay duda sobre el retroceso es en el terreno de la justicia. La elección de jueces y la inminente reforma a la Ley de Amparo no reparan un edificio ya resquebrajado, sólo ensanchan sus grietas. Ahí el principal foco rojos de este arranque. Y es que el compromiso ideológico de la presidenta amenaza con convertir al sistema judicial en ficción.
En lo económico, es cierto que no hay recesión, pero el panorama es preocupante. El gasto público rebasa los ingresos, la inversión retrocede, Pemex pesa en las finanzas del Estado y el pronóstico de crecimiento, inferior al 1%, es demasiado magro.
En energía, sector estratégico por definición, hay señales de apertura al capital privado, pero las reglas del juego son opacas y el impasse se prolonga. El apagón de la semana pasada en el sureste —dos millones de personas a oscuras— confirma que la red eléctrica es, sencillamente, insuficiente.
Finalmente, la relación con Estados Unidos y la revisión del Tratado. El desafío definitorio de Sheinbaum. Porque en México podemos tolerar apagones, impunidad o políticos corruptos, pero lo que no se perdona es una crisis económica. El límite está en el bolsillo, ahí donde la paciencia ciudadana se agota y donde se juega la estabilidad de un gobierno.
Con todo, si uno es generoso, puede describir el año uno de Sheinbaum como un lienzo de claroscuros. A diferencia de la literatura, aquí no se requiere prólogo. Sabemos que los personajes son reales, que los acontecimientos ocurren, y que lo único ficticio suele ser el discurso oficial.
Cortesía de El Economista
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