La nueva historia de Marcelo Birmajer: Plutarco y Pancracio

Al gato, Julián lo había querido llamar Pancracio; pero entonces por algún motivo el nombre le pareció de mal agüero y lo dejó en Plutarco, cuyas implicancias desconocía, puesto que Julián ignoraba por completo los antecedentes, los trabajos o la importancia del sabio griego.

Agustín tenía apenas cuatro años cuando el gato se incorporó espontáneamente a la familia, visitándolos sin permiso por la terraza, y quedándose cada vez un poco más. Ni Elena ni Julián habían pensado en concebir otro hijo; de modo que Plutarco se sumó como lo más cercano a un hermanito que Agustín conocería. Era un gato bueno y reo a la vez, con su pasado terracero, su salvajismo urbano; pero una ternura inusitada con el niño, más que con los padres. En algún sentido, Plutarco le recordaba a Julián a su esposa Elena.

Elena era de las esposas del grupo de amigos la más consistente. No la más llamativa ni despampanante ni exuberante. Pero sí la más bella, secretamente atractiva. Esa discreción garantizaba un perímetro de inmunidad. El sortilegio de una belleza envuelta en un halo de seriedad no solemne. No se podía cifrar en un detalle. Era el tono del cuerpo, ese estar específico, el efecto inusualmente favorable del paso del tiempo. Las actitudes, los gestos, el aura. Su modo de prodigar y sentir el amor. Julián lo sabía y replicaba. La amaba como la amaba.

En parte, esa cápsula de amor mantenía al matrimonio alejado de los peligros y los escollos de la cotidianeidad, de las ciencias sociales, de los pronósticos sentimentales. Nadie sabía nada y cada uno era la ciencia del otro.

Un día, a sus ocho años, Agustín dijo que Plutarco no era Plutarco. En el primer señalamiento, o como se llamara esa convicción del niño -porque no era una duda, era una revelación para Agustín-, Julián pensó que quizás el gatito simplemente hubiera envejecido y a Agustín le costara aceptarlo. Pero ni la apariencia del gato, ni la edad de Agustín, ameritaban semejante malentendido. Plutarco era Plutarco, era evidente. Ni había subido otro gato similar, ni se había modificado el gato original. No se le ocurriría ni a Julián ni a Elena hacerle un adn al gato. Pero Agustín estaba completamente convencido de que el gato no era su gato.

Se negó a llamarlo Plutarco. Comenzó a llamarlo el otro gato. No con la sofisticación de los vendedores de humo de la otredad, sino con la sencillez de un niño que busca la definición más certera para una situación o experiencia. También buscaba a Plutarco. Y quizás eso era lo más doloroso para los tres. Tampoco pensaron en asistir a algún tipo de tratamiento. Sólo permanecieron diciéndole al niño, a su único hijo, la verdad: ese gato sí era Plutarco, y no entendían por qué Agustín pudiera ponerlo en duda.

Julián enhebraba en su silencio un par de historias al respecto; una de Stephen King, Cementerio de animales. En esa novela un gato regresaba de la muerte y ya no era el mismo. Simétricamente opuesta a la historia que tejía Agustín con Plutarco. También Dedo Negro de Hijitus, el villano que podía asumir cualquier identidad ajena, hasta que lo denunciaba la yema de su dedo negro pulgar, invariable, como el meñique de Los Invasores de David Vincent. Pero Plutarco era Plutarco: ni había muerto y regresado, ni le encontraron el mínimo signo de que no lo fuera. ¿Qué le pasaba a Agustín?

En rigor, el niño cursaba con todo éxito su escolaridad, tenía buenos amigos y amigas; era un buen lector y espectador. Excepto por ciertos momentos de introspección, propios por otra parte de los buenos lectores, no había otra dificultad que la del gato.

Algún anochecer en la terraza, Julián pensó que quizás aquel nombre al que había acudido solo en su magín, nunca aplicado, Pancracio, ejercía un efecto esotérico en la memoria o percepción de su hijo, como un dilema o enigma que se trasladara de una imaginación a la otra, sin puentes de sustancia ni racionalidad.

Por aquellos días en que se le había cruzado el nombre Pancracio, dos conocidos, algunas décadas mayores que Julián, habían fallecido repentinamente. También aquella circunstancia lo alejó del primer nombre selecto.

En la terraza, tomando mate con una pava que sólo usaba bajo el cielo abierto nocturno, reflexionaba sobre el nombre nunca aplicado al gato, la muerte, la finitud. Que no siempre eran las mismas cosas. Por ese espacio de una libertad inusitada en plena ciudad, el misterio de la fauna de la terraza, atravesaban murciélagos, pájaros inesperados, aviones que parecían pájaros en perspectiva, nubes siempre maliciosas, y una cantidad incalculable de ovnis, todo tipo de luces y platos voladores que nadie jamás registraría. El universo era de una vastedad que no solo la ciencia del siglo XXI no había logrado siquiera rozar, sino que había dado lugar a unos disparates amparados en una supuesta ciencia, que superaban a lo ancho y a lo largo cualquier chorrada de los ufólogos.

Julián no pretendía entender. Las estrellas no ocupaban siempre el mismo lugar. Las constelaciones variaban su dibujo sin pedir permiso. Pero no sabía qué decirle a Agustín, y tampoco quería concederle esa percepción. No quería tranquilizarlo diciéndole que efectivamente era otro gato. En algún momento decidió proponerle que pensara lo que quisiera, que ya no trataría de convencerlo de lo contrario, pero que supiera que él, Julián, sabía, no creía, sabía, que era Plutarco, el gato, y no otro gato. De todos modos Agustín no dejó de preguntar por su gato.

El mediodía en el que Elena le descerrajó el final, y Julián supo que ya no viviría con Agustín, por algún motivo Pancracio -como se había resignado a llamar en su silencio al gato falso inventado por Agustín-, y el verdadero Plutarco, le vinieron a la cabeza. Elena eligió un día claro, con el sol alto, para dar tiempo a que la noticia no los desvelara. Ya no lo amaba. No había nada que Julián pudiera hacer. Y entonces, como cuando se le había ocurrido que el nombre para el gato era Pancracio, y al instante lo había descartado, se le ocurrió también que esa no era Elena, que había otra Elena, que habitaba en la misma pero no era.

Nadie le creería, pero él no dejaría de creerlo. Ni siquiera podría subir a la terraza para esperarla, porque ya no viviría en un sitio con terraza, ni tendría gato, ni Plutarco, ni Pancracio.

Cortesía de Clarín



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