
El personaje era una maravilla en la política. Nadie se le acercaba en carisma. Cada encuesta ponía en evidencia su insuperable popularidad y dejaba en claro que el proceso electoral sería sólo un requisito, pues en cuanto anunció su candidatura él ya había ganado la elección.
Esta percepción de triunfo no estaba desconectada de la realidad. El domingo 7 de julio de 2015, cinco de cada 10 votos fueron para él. Con más de 337 mil boletas marcadas con su nombre, aplastó y humilló a los nueve “rivales” que pretendían gobernar Guadalajara: la joya de la corona.
¿Su nombre? Enrique Alfaro Ramírez.
“La ola naranja”, cabecearon pomposamente los medios de comunicación, pues el prestigio de la marca Alfaro puso en el poder al partido Movimiento Ciudadano en Zapopan, con Pablo Lemus al frente; lo hizo en Tlaquepaque, con María Elena Limón como la primera alcaldesa electa en ese municipio, y refrendó en Tlajomulco con Alberto Uribe Camacho.
El personaje formó su propio sello de calidad y éste se impuso al partido. Y sólo con eso, la realidad política de la Zona Metropolitana de Guadalajara se transformó. El alfarismo había llegado.
El 1 de octubre de 2015, el carisma en persona rindió protesta y prometió un cambio radical respecto al estilo de sus predecesores. Ahora sí había alcalde, dijo. Adiós a la crisis urbana y social, anunció con estridencia. No más policías para los compas, sino para las calles, prometió.
Diez años después, el único cambio fueron los nombres de quienes reparten las cuotas de poder.
De la presidencia tapatía, Alfaro saltó a Casa Jalisco y desde ahí intentó pelearle reflectores al mismísimo López Obrador. Mientras tanto, tejió su propio ecosistema: Ismael del Toro, Hugo Luna, Clemente Castañeda, Verónica Delgadillo… y, claro, Pablo Lemus, que pasó de aliado a aspirante incómodo.
La maquinaria funcionó tan bien que hasta logró blindar a los suyos con leyes hechas a la medida: escoltas vitalicias, protección institucional y privilegios que nos recuerdan a lo peor del viejo régimen.
Pero la herencia que Alfaro dejó en Guadalajara no es un estilo distinto de gobernar, sino un manual corregido y aumentado de las mismas prácticas que prometió enterrar. A 10 años del alfarismo, la ciudad vive colapsada: basura sin control, vialidades reventadas, agua que se esconde en cada estiaje y ríos que se vuelven trampas mortales en la temporada de lluvias.
Y todo esto, bajo un sello que ya tiene nombre propio: Movimiento Inmobiliario, un partido que confunde desarrollo con cemento y ciudadanía con negocio.
Lejos de liberarse, Guadalajara quedó atrapada en la burbuja de una marca política que se desgasta al mismo ritmo que multiplica las torres de departamentos. Los partidos de oposición, más ocupados en golpeteos baratos que en ofrecer un modelo alternativo de ciudad, no han sido ni contrapeso ni contranarrativa: puro ruido.
Ante esta realidad, la primera presidenta electa de Guadalajara, Verónica Delgadillo, tiene frente a sí la oportunidad de romper -o perpetuar- esa marea. Hoy presume de cercanía con la gente y un discurso de limpieza, aunque siempre acompañada de cámara y filtro para redes sociales. Si no logra romper la burbuja digital en la que su propio equipo la encierra, el riesgo de que termine siendo más influencer que alcaldesa es alto. Y a este punto, es un costo que no puede asumir.
Ciertamente, hoy Guadalajara tiene un sello distinto al que le impusieron los panistas a principios de siglo XXI o el que plasmaron los priistas durante el desgastante y eterno sexenio de la corrupción con Enrique Peña Nieto al frente. Lo malo es que este sello mantiene a Guadalajara literalmente ahogada en esa “ola naranja” que se atrevieron a presumir como el elixir de la refundación.
A 10 años de distancia, la ola naranja no parece un fenómeno pasajero. Es un oleaje que cubrió la ciudad y que nadie ha podido (¿o querido?) detener. Guadalajara respira con dificultad entre basura, agua contaminada y concreto. La pregunta no es si Alfaro cumplió lo que prometió -sabemos la respuesta, pues ni siquiera vive en el país-, sino si la ciudad sobrevivirá al costo de haber confundido el carisma con la gobernanza y el cambio con el reciclaje de las mismas viejas mañas.
Cortesía de El Informador
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