The life of a showgirl de Taylor Swift y Stove de Lana del Rey: sibilas contemporáneas, amas del zeitgeist

Justo hoy estaba leyendo las críticas al nuevo álbum de Taylor Swift, The life of a showgirl. Hay balón dividido. La controversia: mientras a los fans les parece un triunfo, varios críticos en redes sociales opinan que cómo es posible que una mujer a cuatro años de cumplir los cuarenta siga cantando como niña de prepa. A estos últimos sólo podría decirles que la cultura pop funciona como si todos siguiéramos en prepa. La vida es una prepota gigante en la que no siempre encajamos. Si algo bueno puedo decir de Swift es que conoce a su público, muchos de ellos adolescentes y jóvenes adultos, a los que siempre hace sentir bienvenidos. Es un faro para ellos, su sibila contemporánea.

Disclaimer: no soy una gran fan de Taylor. No es culpa de ella sino mía. Adolescente tardía que soy, su estilo se aleja del rock alternativo que sigo oyendo como si fuera 1999. Hay entre ella y yo una distancia aduanal que nomás no puedo librar. Me pasa otro tanto con Billie Eilish: su álbum debut me encantó, los que ha lanzado a continuación me parecen totalmente desconectados de mi experiencia vital. No coinciden nuestras neurosis.

Pero a todo esto, ¿escuché el Showgirl y me voy a atrever a opinar? Sí y sí. A ver, a la primera escuchada me gustó. A los álbumes buenos hay que darles su vueltita. De pronto das el golpe, como si fumaras un buen cigarro. Sin esfuerzo te encuentras tarareando un track. Alto: ya estoy emocionalmente involucrada. De pronto espero la llegada de esta o aquella canción. Si eso me sucede, como supongo le sucede a todo mundo, el disco me gusta. Cuando son varios tracks los que me capturan, ya sé que me gusta mucho y en mi opinión nada humilde puedo decir que se trata de un buen disco. Letras, riffs, buenos coros y ganchos, colaboraciones exitosas. Todos los músicos de sesión tocando en una armonía celeste: grande.

Todo eso me parece presente con Showgirl. No sé si sea el mejor o el peor disco de Taylor Swift, me falta contexto. Pero creo que es un gran acierto. Suelta aquí y allá buenas líricas. En la canción que da título al álbum, la voz cantante (que a mí me suena bien, por cierto, aunque a mucho crítico de ocasión le parece faltona, mala en comparación con producciones anteriores. Repito: no sé, me falta marco teórico) se encuentra con una diva que le dice que la vida en el show no es para cualquiera que sea “softer than kitten”. Y a una rubita con cara de princesa una no la considera dura. No voy a subestimar a Taylor Swift: ha desarrollado un caparazón a prueba de balas.

Eso lo demostró cuando sacó todos esos álbumes “Taylor’s version”. Se enfrentó a una industria que absorbe almas como si estuviera dirigida por dementores. Y ganó. Con la Eras Tour se comió el mundo de un mordisco. Sus fans se vistieron de su era favorita para manifestar cómo la música de Swift ha tocado su vida. Hicieron brazaletes de amistad —unas pequeñas pulseras de cuentas que hacen referencias a canciones taylorianas— y los intercambiaron con amables extraños a los que hermana su amor por Taylor. Los swifties son un público dedicado. Hasta el insigne Arturo Saldívar, ex juez de la Suprema Corte y swiftie confeso, anduvo por ahí en los conciertos chilangos. A la vejez viruelas.

Si alguien entiende el zeitgeist, es Swift. Nadie le dice cómo hacer las cosas. Poderosa como ninguna figura pop en este momento, Swift ha demostrado en la última década (hell, en los últimos cinco años) que la libertad creativa todavía existe… si la puedes comprar. Oigan, la critican mucho por ser millonaria, como si los artistas pop exitosos no lo fueran. Qué bueno que use su dinero para hacer su carrera a la medida. Lo celebro.

Me puse a pensar quiénes serían las cohortes de Taylor Swift. Sabrina Carpenter, con quien canta el track “The life of a Showgirl”, podría ser una aunque su carrera todavía es incipiente y tiktoquera. Billie Eilish podría ser otra, aunque más oscura. Me encanta Olivia Rodrigo porque suena a la música con la que crecí en los noventa (me ubicó en mi provecta edad cuando dijo que su álbum Guts fue inspirado por la música que oye su mamá). Por supuesto, Miley Cyrus, que merece asiento aparte.

Pero mi favorita y superior a todas ellas es Lana del Rey. Lectores, acepto mi sonambulismo cultural: apenas empecé a escuchar con atención a Lana el año pasado. Mis prejuicios de rockera de trasnoche hicieron que la música “moderna” me causara suspicacias. Idiota como soy, me perdí de los grandes discos de Del Rey en su prime. No la vi en concierto cuando tuve la oportunidad, tonta, tonta Concha.

Sí, estoy obsesionada con Lana del Rey. Digamos que Taylor Swift, por su influencia y omnipresencia, podría compararse con el Bob Dylan de la época sesentera revolucionaria, la del folk y la música de protesta. En esos años Dylan era el amo. Pero llegamos a 1965 y Dylan se hartó de todo eso y dijo que no, su carrera le pertenecía a él, no a los que le decían qué hacer: comenzó a hacer rock. La trayectoria de Lana del Rey me recuerda a esta segunda época dylanesca.

Así como a Swift nadie le dice cómo hacer sus cosas, Lana del Rey ha encarnado una iconoclasia poco vista en este siglo tan criticado por producir estrellas adocenadas, prestas para ser consumidas y vomitadas por Spotify/TikTok en un santiamén. Arrivederci.

Lana es otra cosa. “Ride” y “Born to die” son pequeñas inmensas sinfonías sobre la autodestrucción. “Summertime sadness” y “This is what makes us girls” tienen una cualidad cinematográfica extraordinaria. “A&W” es potente como una borrachera de buró. El vértigo kamikaze a lo Del Rey no tiene comparación. Está ahí parada sola en una cima que pocas figuras logran escalar.

Lana del Rey tiene toda esta narrativa alrededor de su vida, una historia de alcoholismo precoz y adolescencia complicada, un título universitario en teología y una fe sin quebrantos en Jesús el cristo. Sabrán los dioses si todo eso es cierto, los verdaderos artistas crean un halo cuasi religioso alrededor de su vida y no seré yo la que juzgue a Lana. Si las drogas la hacen escribir así no hay queja. Implota, Lana, cae sacrificada en el altar pop.

Los discos recientes de Lana del Rey me gustan menos que sus álbumes tempranos. Pero no puedo negar su maestría, su poder. En especial el Norman fucking Rockwell es producto de una artista consciente de su alcance. La dupla de Lana con el productor Jack Antonoff puede estar entre las más celebradas de la música contemporánea.

Un vaivén como suele suceder su carrera, Del Rey promete álbumes que no acaba de amarrar. Le pasó con el disco que iba a lanzar en mayo de este año. Publicó en Instagram (y después borró) un video en el que les informaba a los fans que el disco no iba a estar para la fecha prometida y que ya nos contaría luego para cuándo. La fecha de lanzamiento sigue siendo un misterio, lo que se sabe es que será en 2026. El álbum ha cambiado tres veces el título; el nombre más reciente es Stove. Volátil como ciertos artistas, el asunto puede cambiar en cualquier momento. La voluble Lana promete y cumple, pero hay que tenerle paciencia.

Me imagino que mientras más joven la audiencia, más prontitud se necesita. Pero no sé, no pierdo la esperanza en este público joven (o todavía joven: la generación z, fans principales de Taylor Swift y Lana del Rey, ya tienen sus buenos 30 años) que todavía puede mantener la atención para escuchar un disco entero. Swift y Del Rey como sacerdotisas contemporáneas. Brindo por ellas y su público.

Cortesía de El Economista



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