
“Vosotros los que leéis aún estáis entre los vivos; pero yo, el que escribe, habré entrado hace mucho en la región de las sombras. Pues en verdad ocurrirán muchas cosas, y se sabrán cosas secretas, y pasarán muchos siglos antes de que los hombres vean este escrito” Con tales palabras, Edgar Allan Poe completó su texto Sombras, todavía sin saber que le esperaba una trágica y temprana muerte, el 7 de octubre de 1849.
Nacido en Boston, Massachusetts en 1809 y para siempre ligado al terror, la oscuridad, los espíritus y la muerte, fue hijo de David Poe, actor de ascendencia irlandesa y de Elizabeth Arnold, también actriz. Su padre desapareció pronto, la madre murió cuando tenía dos años y su destino se fue sellando. El niño Edgar, de hermosos rizos negros y enormes ojos, fue acogido por el escocés John Allan, próspero mercader de tabaco y su mujer Frances. Dice la leyenda de su vida que a los cinco años recitaba versos aprendidos de memoria a las damas sureñas que acudían a tomar el té por las tardes y por las noches aprendía de su nodriza cánticos característicos de los afroamericanos. Hecho que, según sus biógrafos, influyó en la magia rítmica de obras suyas como “El cuervo”, “La máscara de la muerte roja” y “Annabel Lee”. Después, toda la familia Allan se fue a Inglaterra y el joven Edgar recibió esmerada educación en dos internados, y a los 15 años regresó a los Estados Unidos. Allí, se enamoró por primera vez, le rompieron, enterraron y emparedaron el corazón muchas veces, y un velo oscuro cayó sobre su vida irremediablemente.
Sin embargo, también apareció la luz de su talento como escritor y creencias definitivas: la convicción de que la poesía era la máxima expresión de la literatura, un interés por lo oculto y lo aterrador, su dominio extraordinario del ritmo y el sonido, ensayos que se hicieron famosos por su sarcasmo, conocimiento e ingenio y, su primer premio, de 50 dólares, por el relato “Manuscrito hallado en una botella”. Todo ello con cierta fama que lo llevaría a cambiar, sin pretenderlo así, la Historia de la literatura. Lo comprueban innumerables textos suyos como el cuento “Los crímenes de la calle Morgue” que lo convirtió en el fundador del género de misterio y policíaco y su única novela Las aventuras de Arthur Gordon Pym, rebasó, con su crudo realismo, a muchos escritores que también alcanzarían fama y grandeza: Cuentan, por ejemplo, que Charles Baudelaire, llegó a exclamar: “La primera vez que abrí un libro de él, vi con espanto y arrobamiento no sólo temas por mí soñados… sino frases por mí pensadas y por él escritas veinte años antes.”
Tras un repaso atento de su obra, los elementos de los que Poe echaba mano para expresar la melancolía, el horror, el infierno que, inevitable, se devela poco a poco, terminan atrapando a quienes lo leen. Porque escribió toda obra con un plan maestro. Será porque también fue un gran crítico literario y dedicó muchas noches a reflexionar sobre la naturaleza y el método de la composición, desdeñando lo superficial, aunque aspirara a lo profundo. Así lo dijo en uno de sus ensayos: “Ver con claridad la maquinaria —las ruedas y engranajes— de una obra de arte es, fuera de toda duda, un placer, pero un placer que sólo podemos gozar en la medida de que no gozamos del legítimo efecto a que aspira el artista. Y, de hecho, con demasiada frecuencia sucede que toda reflexión analítica sobre el arte equivale a reflejar a la manera de los espejos del templo de Esmirna, que representan deformadas las más bellas imágenes”.
Lo mismo sucedió con sus propias interpretaciones sobre la vida y la muerte. En un principio fue el miedo. No poder recordar si había existido un sólo momento donde la tranquilidad le hubiera dado tregua. Acaso, sólo cuando los vapores del alcohol, la paz del láudano, la cegadora oscuridad de la noche le impedían ver la faz siniestra de todos los demonios de su espíritu y escribiendo, para consolarse, que “los que sueñan de día son conscientes de muchas cosas que escapan a los que sueñan solo de noche”.
Trabajaba con regularidad y era constante, pero a veces, la fatalidad le tocaba el hombro y le empañaba todo con un helado aliento. “A la muerte se le toma de frente con valor y después se le invita a una copa”, decía siempre, bromeando, a sus amigos de Richmond. Pero aquella noche no solo había aceptado la invitación a tomar un trago: había caminado con varios adentro, tropezándose, por la torcida perspectiva de aquel sombrío callejón de Baltimore, carcajeándose de todas sus dialécticas fantásticas, del cielo al infierno, de la piedad al desprecio, del amor a la vida al horror por la muerte, en una larga travesía que nada más duró un instante. Por un segundo sólo existió la luna histérica. Y entonces ocurrió. El sombrío caballero sureño, el poeta, resolvió para siempre el problema más grande de su vida: colapsó en plena calle y se fue con la muerte.
Cortesía de El Economista
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