
En la medida en que el gobierno se involucra en cada vez más actividades, absorbiendo una fracción creciente de los recursos escasos con los que cuenta la economía, particularmente si no son parte de aquellas que justifican su existencia, los individuos van perdiendo libertad económica y el país experimenta una reducción en su potencial de crecimiento económico.
La libertad económica la podemos entender como aquel estado en el cual los derechos privados de propiedad están eficientemente definidos en el marco legal, así como garantizados y protegidos por un poder judicial efectivamente independiente e imparcial. Además, los poseedores de estos recursos son libres para decidir cómo los utilizan (restringido a que en el ejercicio de tal libertad no atenten contra los derechos de propiedad de terceros), así como también son libres para involucrarse en un contrato que transfiera el derecho de propiedad sobre estos recursos en transacciones voluntarias en mercados que operan en un contexto de competencia.
Lo anterior viene a colación porque durante los últimos siete años el gobierno se ha ido involucrando en cada vez más actividades alejadas de sus funciones legítimas, desatendiendo las que sí le corresponden, mientras que simultáneamente ha modificado el marco institucional, tal que ha aumentado la incertidumbre sobre la garantía judicial de los derechos privados de propiedad y reducido la libertad de elección de los individuos y de las empresas.
Empezando con la mayor participación del gobierno, destaca su creciente involucramiento en la producción de bienes privados, es decir, aquellos que cumplen con las dos condiciones: exclusión en el consumo (si no se paga por el bien no se puede consumir) y rivalidad en el consumo (la unidad consumida por un individuo no puede ser consumida por otro). Aquí tenemos, además de gasolina y electricidad, gas LP, servicios postales y telegráficos, transporte aéreo y ferroviario de pasajeros y de carga (Mexicana, el Tren Maya, el Transístmico y los que piensa construir el actual gobierno), aeropuertos, autopistas de cuota, hoteles, café, chocolates, sal y litio.
A estas empresas gubernamentales, al considerarse que operan bajo la premisa de contribuir al malentendido “bien común”, no se les exige que generen utilidades y, por lo mismo, no existe el incentivo para que operen eficientemente, más aún cuando varias de estas están aisladas de las reglas de mercado y de la competencia. Una de las consecuencias de esto es que, al no operar técnica y económicamente de manera eficiente, llevan a que para la economía en su conjunto haya una asignación socialmente ineficiente de recursos que deriva en un valor agregado producido menor y también en menores tasas de crecimiento.
Otra de las consecuencias es que todas estas empresas operan con pérdidas que requieren de transferencias para cubrirlas. Esto implica que, para un monto dado de ingresos públicos (tributarios y no tributarios), el gobierno tiene que reducir la cantidad y la calidad de servicios públicos como salud, educación, seguridad, mantenimiento de infraestructura, etcétera. Por otra parte, si el sector público se endeudara para cubrir las pérdidas, desplazaría al sector privado del mercado financiero, por lo que la inversión privada caería al igual que el crecimiento económico. Además, como no generan utilidades para reinvertir, su expansión está limitada a la disponibilidad de recursos fiscales.
En lo que toca al marco institucional, las modificaciones que se le han hecho al mismo han derivado en un conjunto de reglas del juego más ineficientes, con la consecuente pérdida en el bienestar de la sociedad y también en una reducción en el potencial de crecimiento de la economía. Aquí destacan tres.
La primera es el uso discrecional de reglamentos cuando no es posible modificar la legislación correspondiente, tal como lo hizo López en el sector energético, particularmente en lo que toca a electricidad y, en el mismo sector, lo que hizo el gobierno actual para “darle la vuelta” a la restricción legal de participación privada en la generación. Otro caso es la imposición discrecional de aranceles. Que el sector privado esté sujeto a cambios arbitrarios en las reglas reduce la certeza requerida para invertir.
El segundo es la desaparición de los órganos autónomos (INAI, Cofece e IFT). Estos cambios en el marco institucional le permiten al gobierno, por una parte, ser todavía más opaco en el uso de recursos públicos y esconder posibles actos de corrupción y, por otra, actuar discrecionalmente en el manejo de las reglas a las cuales se sujetan los diferentes mercados en cuanto a su estructura (competencia, monopolio, oligopolio, etcétera), lo cual también reduce la certeza requerida para operar e invertir.
El tercero es la reforma judicial que le quitó la independencia al Poder Judicial y lo subordinó, de facto, al Poder Ejecutivo. A esto hay que agregar ahora la reforma a la Ley de Amparo, que elimina la suspensión provisional y reduce casi a cero la probabilidad de ganar definitivamente un amparo. Esto elimina la seguridad legal y jurídica de la propiedad privada y genera un fuerte desincentivo a la inversión privada.
No sorprende que el PIB por habitante no haya crecido durante el sexenio pasado ni que tampoco lo haga en este.
Cortesía de El Economista
Dejanos un comentario: