
Ha llegado el día en que nuestro silencio será más elocuente que las palabras que ayer callaron las bayonetas.
Elena Poniatowska, La noche de Tlatelolco.
Desde que la política es política y los conflictos y revoluciones la ocupan para informar, debatir y despertar la atención, la caricatura ha sido crucial en el arte de magnificar y poner en evidencia la realidad de la manera más crítica y comprensible gracias a las imágenes que expenden su mensaje de la mano de las pocas palabras que las titulan.
Encabezado únicamente con un “¿Por qué?”, el cartón que Abel Quezada publicara el 3 de octubre de 1968 en Excélsior, profetizó un lamento que, a cincuenta y siete años de la matanza, nos alcanza tan vigente y atinado que pareciera exclamar: no se vale vivir en un país como el que vivimos, ni aceptar lo que hoy normalizamos.
Al profundizar en la contundencia de Quezada Calderón, pienso en las horas que siguieron a la masacre y trato de empatizar, sin conseguirlo, con los padres de los que nunca volvieron y con los testigos de la masacre y el lavado al amanecer, de la sangre que manchó para siempre la Plaza de las Tres Culturas.
Imagino también al dibujante que, incapaz de caricaturizar la crueldad de estado y su impune desenlace, eligió la simplicidad de un rectángulo negro y plano para gritar y denunciar y la muerte de tantos jóvenes, pero también la inacción y la injusticia.
Se nos ha dicho que el tiempo cura y muchas veces diluye la verdad. La realidad es que el 2 de octubre no se olvida, porque ese día se rompió México. Quizá de ahí la negrura del Excélsior y su urgencia por mostrar la invasiva y total oscuridad de los relatos bíblicos, una oscuridad parecida a la de las plagas de Egipto, cuando Moisés rogaba por la libertad para su pueblo a un necio Faraón que se hundía y hundía a los suyos en la ceguera del que no quiere ver.
Porque la mayor parte de nuestras tragedias suceden y se repiten porque nos negamos a ver, a reconocer lo que pasa y a tomar responsabilidad. En México existimos a pesar de nuestra tremenda incapacidad de asumir que el desbordamiento de la violencia dio origen a la falta del Estado de Derecho, mismo que propició la institucionalización del crimen organizado y, donde casos como el de Ayotzinapa y el reclutamiento forzado, el entrenamiento criminal, la tortura, el tráfico de órganos, la trata y la muerte del Rancho Izaguirre acabaron por ser la norma y no la excepción.
A estas alturas, lo único que me parece increíble en un país donde se violentan igual las calles que los monumentos y las glorietas, es que Tlatelolco haya sido vandalizado a pesar de ser el sitio emblemático de la memoria y la reflexión de la noche del 2 de octubre.
Hay símbolos intocables y el Centro Cultural Universitario de Tlatelolco en uno de ellos.
¿Quiénes son exactamente los manifestantes? ¿Tan poco saben de la historia para atreverse a lastimar uno de los espacios más representativos de la resistencia pacífica, la lucha y la denuncia del país?
Todo indica que los atacantes forman parte del grupo conocido como “Bloque negro”. Un grupo que, según Jacobo Dayán, director Centro Cultural Universitario Tlatelolco, tiene como foco a la UNAM, algo que debería indignarnos y hacernos despertar: los museos y la cultura son fuente de crecimiento y avance de los países y no se tocan, por que donde se lastima el conocimiento, se negarán los derechos de las personas.
Mucho hemos permitido y si bien existen cosas que como sociedad ya no podemos detener como lo son la avalancha de muerte y violencia que asolan al país y que le corresponden al Estado, todavía podemos indignarnos con lo sucedido el pasado 2 de octubre y defender como podamos la cultura.
Quizá ese sea nuestro único legado.
Cortesía de El Economista
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