Medio Oriente vive por estas horas un clima de ansiedad y de expectativa como hacía varios años que no ocurría. El acuerdo entre Israel y Hamas podría auspiciar un ciclo novedoso y esperanzador, aunque no exento de tensiones y quiebres o, por el contrario, podría convertirse en un nuevo fracaso que termine arrastrando a todos los actores involucrados en una de las peores tragedias que ha conocido la humanidad desde los tiempos de la Segunda Guerra Mundial.
Dos factores fundamentales habrían incidido en el interés de Donald Trump por propiciar un acuerdo de paz en este momento. En primer lugar, el ataque de Israel a Doha ocurrido el pasado 9 de septiembre generó un repudio unánime en el mundo árabe e islámico pero, sobre todo, en la Casa Blanca.
Qatar es uno de los principales socios políticos y comerciales de los Estados Unidos en el escenario siempre conflictivo de Medio Oriente e, incluso, con ambiciones por intervenir exitosamente en la escena de la alta diplomacia global, un club muy selecto ocupado únicamente por grandes jugadores o por actores con una clara inserción geopolítica.
La iniciativa aparentemente inconsulta de Netanyahu en contra del equipo negociador de Hamas establecido en la capital qatarí habría sido interpretada como el traspaso de un límite preciso que sólo podría provocar un descontrol todavía mayor en medio de una guerra que amenaza con expandirse y con golpear a territorios neutrales e, incluso, a países aliados a los Estados Unidos.
Trump es consciente de que un gobierno desbocado y guiado sólo por una racionalidad bélica podría alterar en un corto plazo el proyecto de firma de una nueva serie de “Acuerdos de Abraham”, con un número mayor de países árabes que acepten el horizonte de negocios multimillonario propuesto por el magnate republicano a cambio del reconocimiento del Estado israelí.
La reciente Asamblea de las Naciones Unidas que tuvo lugar en los últimos días de septiembre habría sido el foro en el que presidentes, monarcas y jeques de diversos países árabes habrían expresado su temor frente a la ofensiva israelí y el pedido para que Washington le pusiera un freno a un aliado cada vez más autónomo e incómodo.
Por otro lado, y desde la política estadounidense, incidió la gradual pero persistente pérdida de apoyo por parte del partido Republicano, que históricamente se ha mantenido alineado con la derecha israelí, a diferencia de las posturas más volubles por parte de los demócratas, que suelen reunir los mayores respaldos por parte del así denominado “voto judío”.
Recientemente, representantes republicanos marginales, pero con amplio predicamento en las bases electorales del trumpismo conocido como MAGA (Make America Great Again), como son los casos de Thomas Massie y, más aún, Marjorie Taylor Greene, obtuvieron una amplia repercusión con sus exigencias para que Estados Unidos dejara de financiar la guerra en Gaza.
Pero lo más llamativo es el cambio de tendencia que se estaría produciendo en la joven generación republicana y en el respaldo cada vez menor a la política israelí ante Palestina. Diversas encuestas publicadas durante este año dan cuenta de esta transformación, en la que confluyen no tanto los motivos humanitarios frente a la diezmada población gazatí, sino el desarrollo de un creciente antisemitismo en la nueva derecha que identifica a Israel como la causa última de los conflictos internacionales por los que Estados Unidos debe romper su natural aislacionismo.
Marcado por factores internos y limitado por condicionamientos externos, el gobierno de Estados Unidos ideó un mecanismo de intercambio de rehenes por prisioneros que no prevé, al menos en un corto plazo, la creación de un entorno de pacificación entre Israel y Hamas.
Las principales dudas se centran en el día después, en la reacción de Netanyahu y, sobre todo, de sus socios de extrema derecha en el gobierno israelí. Por su parte, la dirección política de Hamas no planteó ninguna resistencia a aceptar el desarme y la disgregación de la organización terrorista, un proceso que de todos modos ya venía ocurriendo en el medio de la guerra y de la destrucción.
La gran pregunta de fondo sigue siendo qué ocurrirá con Gaza y quién la gobernará, apoyado por una fuerza multinacional que tampoco resulta claro qué países la integrarán y, fundamentalmente, cómo se relacionarán con Israel. En segundo lugar, cómo se reconstruirá el tejido de una sociedad golpeada al mismo tiempo por Hamas y por el gobierno israelí. Por último, cómo se sostendrá a futuro un territorio sin un relevo generacional para encargarse de las más básicas labores de intervención estatal, y con la Autoridad Palestina sumida en un profundo descrédito.
En medio de incontables dudas e incertidumbres, existen determinadas circunstancias y factores válidos y certeros. La principal es que la derecha (y, más aún, la ultraderecha) ha sabido administrar la problemática del terrorismo y de la violencia a su favor. Trump termina este proceso fortalecido, y Netanyahu deberá reconstruir el frente interno con la extrema derecha para continuar en el gobierno. Sin embargo, ambos establecieron las condiciones necesarias para arribar a un escenario que, si no es el de pacificación, al menos, sí resulta de negociación y de búsqueda de consensos, con el apoyo indisimulado de un conjunto de jeques árabes como garantes del proceso.
Por otro lado, y salvo unas pocas excepciones en las que intentaron aportar soluciones concretas (como en la política de aislamiento internacional hacia Israel), las izquierdas oscilaron entre la urgente y necesaria denuncia de las atrocidades cometidas por el ejército israelí, y un consignismo capaz de aglutinar y de movilizar, pero estéril en cuanto a la factibilidad de sus propuestas políticas.
El análisis complejo en cuanto a relaciones de fuerza, sectores en disputa e intereses y motivaciones de los distintos actores intervinientes terminó siendo en gran medida desplazado por visiones maniqueístas, sustentadas en la división moral entre “buenos” y “malos” y, todavía más, entre “víctimas” y “victimarios”, que terminaron por cercenar las lecturas críticas y propositivas sobre la compleja dinámica política de Medio Oriente a cambio de las consabidas fórmulas expuestas, una y otras vez, desde posiciones neoconservadoras y regresivas.
En medio de los llamados a boicots, embargos y sanciones sin mayor efecto práctico sobre la realidad económica de Israel; a través de “flotillas humanitarias” con despliegue mediático pero sin incidencia real en la política a favor de Palestina; a partir de fatigosas diatribas en contra de la naturaleza “inherentemente” perversa del sionismo como una ideología colonialista, expansionista, supremacista, europeísta, etc.; o frente a la meneada “necesidad” por recuperar el territorio actualmente israelí, “desde el río hasta el mar”, lo cierto es que las izquierdas resignaron capacidad de intervención en favor de sectores de poder y del establishment global con un interés concreto por delinear el mapa de Medio Oriente de acuerdo con sus propias ambiciones y requerimientos.
Y, en este contexto, tampoco sorprende que resurgieran los peores fantasmas de la judeofobia, justificada ahora en la violencia ejercida por Israel en contra de los palestinos, y que atraviesa por igual a sectores de la derecha como así también de la izquierda. Pese a todo, hoy se puede afirmar que el saldo es positivo. En medio de la guerra y del terrorismo, el acuerdo entre Israel y Hamas constituye un triunfo inobjetable de la diplomacia, en defensa de la vida y como freno a cualquier acto de barbarie, provenga de donde provenga.
Cortesía de Página 12
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