La última semana, Vladimir Putin participó de la Conferencia anual de Valdai, el Centro de Investigación ruso dedicado a evaluar y monitorear los aspectos geopolíticos de las relaciones internacionales. En ese evento, el mandatario subrayó que el fin de la posguerra fría tiene como características centrales el dinamismo y la complejidad: “Nada está decidido de antemano, todo puede tomar un rumbo inesperado (…) Es fácil perder los puntos de referencia en este inmenso espacio multipolar. (…) Los cambios son rápidos e inesperados; a veces se producen de forma repentina, en una fracción de segundo. Dado que es imposible preverlos y prepararse completamente para ellos, hay que ser capaz de reaccionar instantáneamente, en tiempo real”. El presidente de la Federación Rusa advirtió que el aparente desorden supone la génesis de una nueva configuración basada en equilibrios imprecisos y frágiles que implican altos niveles de volatilidad e incertidumbre.
Probablemente, quien expresa con mayor elocuencia dicha complejidad, sea Donald Trump, quien –de forma contradictoria y caótica– se presenta con peroratas de pacificación mientras practica políticas represivas al interior de su país, amenaza a opositores, impulsa bloqueos en el Caribe e insiste con guerras arancelarias. Las repetidas amenazas comerciales a la República Popular China, el chantaje financiero a la Argentina –para que los fondos de inversión ligados a Scott Bessent se beneficien con las burbujas especulativas–, y la ampulosidad del anunciado Cese del Fuego en Cercano Oriente, hablan a las claras de una administración exaltada y confusa. Hamas e Israel aprobaron el plan de veinte puntos presentado el 29 de septiembre, e inmediatamente el Pentágono dispuso el traslado a Gaza de 200 efectivos a cargo del titular del Comando Central de Estados Unidos (CENTCOM), Almirante Brad Cooper. Dichos militares, informó el expanelista televisivo –y actual secretario de Guerra– Peter Brian Hegseth, serán responsables de la Coordinación Militar encargada de “proporcionar seguridad y apoyo humanitario”, junto a fuerzas combinadas de Egipto, Qatar, Turquía y los Emiratos Árabes Unidos. En síntesis, una nueva base militar sumada a las aproximadas 750 distribuidas en los cinco continentes.
Otra de las evidencias de la complejidad reinante, expresiva del fin del modelo unipolar que caracterizó a la posguerra fría, queda plasmada en el comunicado difundido por el Movimiento de Resistencia Islámica, Hamas: “Apreciamos enormemente los esfuerzos de nuestros hermanos mediadores de Qatar, Egipto y Turquía. También valoramos los esfuerzos del presidente estadounidense Donald Trump, que buscan lograr el fin definitivo de la guerra…“. El agradecimiento al presidente estadounidense es una de las muestras más acabadas de la derrota militar, sustentada en las prácticas genocidas denunciadas por el Tribunal Penal Internacional, que también imputó de crímenes de lesa humanidad a los herederos de la Hermandad Musulmana. Un alto dirigente de Hamas declaró ante el reconocido periodista Jeremy Scahill –autor de Blackwater, los ejércitos mercenarios–, que la aceptación del plan de Trump supuso para Hamas una encrucijada inapelable: “Es una rendición total o continuar la guerra”.
La fase inicial del plan trumpista supone el intercambio de rehenes israelíes por presos palestinos, la retirada parcial de las fuerzas militares de Tel Aviv, el ingreso de ayuda humanitaria para los gazatíes y el inicio del protectorado anglosajón sobre Gaza. Este periodo inicial de la tregua no puede eludir los tres escenarios que ofrece el futuro de la región: (a) la concreción de un país soberano e independiente palestino, capaz de integrar Cisjordania y Gaza con autodeterminación y soberanía plena; (b) la continuidad del apartheid sobre la población palestina en Cisjordania, incluyendo un sitio permanente sobre Gaza; o (c) la concreción de un Estado multinacional y multiétnico integrado, donde convivan en igualdad de derechos los palestinos e israelíes. La primera de las opciones es la única que garantizaría una paz duradera. La segunda ubicaría a Israel como un Estado paria. La tercera, a la luz de la masacre reciente, no resulta viable ni para palestinos ni para israelíes.
Trump tendrá un rol central en estas posibles derivas. Y es probable que algunas de ellas estén emparentadas con sus políticas domésticas, motivadas por la xenofobia, el racismo y la persecución de opositores. Durante las últimas semanas, el rubicundo magnate ordenó el despliegue de tropas de la Guardia Nacional en Chicago –la tercera ciudad más poblada de los Estados Unidos– y en Portland, para impedir las protestas contra las redadas que lleva a cabo el Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, por su sigla en inglés), específicamente contra latinoamericanos y caribeños. Las declaraciones del gobernador de Illinois, Jay Pritzker, que caracterizó dicha militarización como una violación del federalismo, motivó la respuesta amenazante del alto funcionario de la Casa Blanca, Stephen Miller, quien advirtió que se aplicará la Ley de Insurrección, aprobada en 1807. El último miércoles, Trump afirmó que “Pritzker y el alcalde de Chicago, Brandon Johnson, deberían estar en la cárcel por no proteger a los oficiales de ICE”. Pritzker le respondió afirmando que era un “dictador desquiciado”.
La animadversión contra todos los inmigrantes que no son anglosajones o nórdicos se expresa también en la racialización interna. Los estadounidenses afrodescendientes son el 14 por ciento de la población de los Estados Unidos. Sin embargo, la actual administración solo cuenta con el 2 por ciento de funcionarios pertenecientes a ese colectivo. Durante la presidencia de Joe Biden alcanzaban el 21 por ciento de los designados. Con Barack Obama el 13 y con George W. Bush (Jr.) el 8. “No se necesita un análisis muy sofisticado para leer lo que esto significa”, señaló Cathy Albisa, ex vicepresidenta de Race Forward, una organización que promueve la equidad racial.
Las redadas internas, el racismo apenas disimulado y la megalomanía arrogante se combinan con la polarización política y las derivas económicas que empiezan a generar dudas en el núcleo duro de los votantes republicanos. El cierre parcial del gobierno federal, producto de la falta de aprobación del presupuesto, exhibe una debilidad intrínseca del sistema político estadounidense, que castiga sobre todo a los grupos más vulnerables al negarle la atención sanitaria. Alrededor de 73 millones de personas, incluyendo adultos y niños de bajos ingresos, tienen coberturas médicas que se han suspendido o discontinuado producto del cierre parcial. La pulseada protagonizada por Trump contra los demócratas incluye despidos de empleados federales y clausura de agencias completas, sobre todo en estados gobernados por opositores. El cóctel explosivo se completa con una deuda pública que alcanza los 37 billones de dólares, un 122 por ciento del PBI estadounidense, que se incrementa en un billón de dólares cada tres meses. ¿Qué puede salir mal?
Cortesía de Página 12
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