Salomé, una de las óperas más inquietantes y radicales del siglo XX, regresó triunfalmente al Teatro Colón después de veintiséis años, en una nueva producción de notable coherencia estética dirigida escénicamente por Bárbara Lluch y musicalmente por Philippe Auguin, con un elenco excepcional.
Lluch no busca una “lectura actualizada” en el sentido más obvio, sino algo más perturbador: que el mito se vuelva espejo. Su puesta, situada en un ambiente fascista de los años ’30, muestra a Herodes y Herodías como una pareja decadente, intoxicada por su propio poder, mientras una adolescente se desplaza entre ellos como víctima y detonante. Esta Salomé no es la femme fatale de la tradición decadentista, sino una sobreviviente deformada por el abuso: una criatura que reproduce los gestos de la violencia que la formó.
La puesta simbolista se distingue por una economía de recursos que potencia con inteligencia el drama. El espacio escénico, diseñado por Daniel Bianco, es un dispositivo circular que gira y se eleva en distintos niveles, evocando los círculos del infierno dantesco: cada rotación parece arrastrar a los personajes hacia su degradación moral.
En el centro, la cisterna donde Jochanaan permanece encerrado se convierte en el núcleo físico y simbólico de la obra: el pozo del deseo, del poder y de la corrupción. Lluch logra un notable contraste entre el espacio abstracto y la densidad emocional de los personajes, la frialdad geométrica del entorno, rodeado de la suavidad metálica de finas cadenas, amplifica la violencia de los cuerpos y la vulnerabilidad de los afectos.
El vestuario de Clara Peluffo aporta una lectura psicológica precisa. Salomé aparece al inicio cubierta y contenida, protegida de la mirada abusiva de Herodes; en el clímax, cuando reclama la cabeza del profeta, está vestida igual que él, en un gesto inquietante que revela su identificación con el poder y con la figura del padre-padrastro. Es la imagen de una víctima que repite el gesto del opresor.
La iluminación de Albert Faura tuvo un papel decisivo en la construcción del clima psicológico de la puesta. La omnipresente luna -leitmotiv poético de la obra- encuentra así su correlato visual: una presencia espectral que refleja los miedos y las alucinaciones de los personajes, iluminándose de rojo en el clímax antes de volver a un blanco glacial.
De fiesta, mientras la barbarie avanza
El fascismo como marco visual no es un traslado histórico, sino una metáfora de la banalidad del mal: una fiesta que continúa mientras la barbarie avanza. En esa clave, la célebre danza de los siete velos deja de ser un cliché erótico para transformarse en un teatro de la memoria.
Lluch introduce una niña y una adolescente que encarnan a Salomé en distintos momentos de su vida, narrando la corrupción progresiva de su inocencia. Lo que antes fue apoteosis del deseo se vuelve aquí genealogía del trauma. El diseño coreográfico de Mercè Grané aportó una lectura de gran sutileza dramática: lejos de lo decorativo, reveló -con precisión y contención- la fractura emocional que atraviesa a la protagonista.
Lo más inquietante de esta Salomé no es su brutalidad, sino su compasión. Lluch se atreve a mirar a una víctima convertida en verdugo, sin justificarla ni condenarla. El beso a la cabeza de Jochanaan deja de ser un acto de lujuria para convertirse en un intento desesperado de entender el amor en un mundo donde el amor se confunde con la corrupción y la violencia.
El final alcanza una intensidad casi mística. La música de Strauss se eleva sobre el silencio moral de los personajes. La adolescente, sola en escena, abraza la cabeza del profeta como si abrazara su infancia perdida. Sobre esa imagen, el descenso de una mano gigantesca que señala desde lo alto parece una metáfora del juicio, tanto divino como humano, o tal vez de la conciencia colectiva que observa y juzga el espectáculo de la transgresión.
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“Salomé”, en el Colón
Las actuaciones y la orquesta
Ricarda Merbeth compuso una Salomé de presencia vocal y escénica imponente, más cercana a la autoridad trágica que a la provocación adolescente. Su fraseo preciso y su emisión de acero, siempre por encima de la masa orquestal, revelaron una comprensión profunda del personaje: fascinación, horror y deseo entrelazados con una madurez interpretativa excepcional.
Nancy Fabiola Herrera (Herodías) aportó una presencia devastadora, más humana que monstruosa, y Norbert Ernst delineó un Herodes de asco y patetismo, tan grotesco como trágico. Ambos exhibieron un desempeño vocal de gran solidez y carácter, plenamente integrado al drama.
Egils Siliņš, como Jochanaan, en cada una de sus intervenciones impuso autoridad y magnetismo que reforzó la dimensión profética del personaje. Su emisión firme y su línea de canto sobria transmitieron la convicción del predicador como la humanidad del hombre recluido. Fermín Prieto, como Narraboth, aportó lirismo y fragilidad, con un timbre claro y flexible que hizo de su breve papel un momento de alto dramatismo.
El resto del elenco -Daniela Prado (Paje), los grupos de judíos (Santiago Martínez, Pablo Urban, Iván Maier, Andrés Cofré, Iván García), nazarenos (Sergio Wamba, Marcelo Monzani, Agustín Albornoz, Claudio Rotella) y secundarios (Walter Schwarz, Mariana Carnovali)- ofreció un trabajo coral de precisión y expresividad, que sostuvo el equilibrio entre lo sagrado y lo grotesco.
La Orquesta Estable del Teatro Colón, bajo la dirección de Philippe Auguin, alcanzó un nivel excepcional. Su lectura de Strauss fue de claridad arquitectónica y tensión continua: los planos orquestales se desplegaron con transparencia sin perder densidad ni dramatismo. Auguin privilegió el pulso narrativo antes que el impacto inmediato, logrando una expansión hipnótica del sonido. Bajo su batuta, la orquesta reveló tanto el erotismo febril como la violencia latente en la partitura.
Ficha
Calificación: Excelente
Música: Richard Strauss Libreto: Hedwig Lachmann, basado en la obra teatral “Salomé” de Oscar Wilde Intérpretes: Orquesta Estable del Teatro Colón Dirección musical: Philippe Auguin Dirección de escena: Bárbara Lluch Diseño de escenografía: Daniel Bianco Diseño de vestuario: Clara Peluffo Iluminación: Albert Faura Coreografía: Mercè Granè
Elenco: Ricarda Merbeth, Carla Filipcic (Salomé); Norbert Ernst (Herodes); Nancy Fabiola Herrera, Adriana Mastrángelo (Herodías); Egils Siliņš, Hernán Iturralde (Jochanaan);: Fermín Prieto, Darío Leoncini (Narraboth) y otros. Próximas funciones: miércoles 29, jueves 30 y viernes 31 de octubre a las 20, domingo 2 de noviembre a las 17 y martes 4 de noviembre a las 20 Sala:Teatro Colón
Cortesía de Clarín
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