La operación policial más letal de la historia de Río de Janeiro dejó al menos 132 personas muertas, según el recuento de la Defensoría Pública publicado este miércoles, tras el despliegue de unos 2.500 agentes en los complejos de favelas de Penha y Alemão, en el norte de la ciudad. El Gobierno regional, encabezado por el bolsonarista Cláudio Castro, defendió la intervención como un “éxito” contra el Comando Vermelho, una de las principales facciones criminales de Brasil, que tilda de organización “narcoterrorista“, a la Trump. La magnitud del operativo, la ausencia de coordinación con el gobierno federal y el discurso que lo enmarca revelan un trasfondo político más complejo, donde se cruzan los intereses del bolsonarismo, el control territorial en las periferias y la retórica del “narcoterrorismo” que la derecha busca instalar a escala regional. Para profundizar en esas tensiones, Página/12 dialogó con Sabina Frederic, ex ministra de Seguridad de la Nación y especialista en políticas de defensa y seguridad en América Latina, quien analizó el papel de las milicias, las relaciones de poder detrás del operativo y el modo en que la violencia estatal en Brasil se inscribe en una disputa política de alcance continental.
-¿Cómo interpreta esta intervención policial?
-Me parece que hay varios planos para entender lo que pasó, para explicar la masacre. Por la cantidad de muertos, es la peor de las últimas décadas en Brasil, incluso supera a Carandirú, que fue además el origen del PCC, el Primer Comando de la Capital, la organización de narcotráfico más poderosa del país.
-¿Cuál es el origen de la violencia?
-El Comando Vermelho nace en los años 70 en la cárcel de Cándido Mendes, en Isla Grande (Río de Janeiro). Durante la dictadura, allí convivían guerrilleros presos con delincuentes comunes, y se produjo una transferencia de saberes: los presos políticos enseñaron organización y los comunes, supervivencia criminal. Controlan buena parte de los presidios, sustituyen en algunos casos al propio servicio penitenciario, y esa estructura se mantiene desde los años 80. Para comprender realmente lo que ocurre hoy, hay que mirar otro fenómeno, poco conocido en Argentina: el de las milicias. No son grupos paramilitares en el sentido tradicional, no están conducidos por las Fuerzas Armadas ni por la Policía Militar, sino que están integrados por expolicías, policías estatales, a veces exmilitares o civiles. En los últimos 25 o 30 años fueron ganando terreno y hoy controlan cerca del 50 por ciento de los territorios dominados por organizaciones criminales. Actúan muchas veces como fuerza de choque contra organizaciones como el Comando Vermelho.
-¿Qué tan peligrosas son esas organizaciones?
-Se convirtieron en verdaderas organizaciones de amedrentamiento: secuestran y extorsionan a narcotraficantes y controlan servicios básicos en las favelas, gas, Wi-Fi, cable, agua, a cambio de una tasa. Muchos las llaman directamente “organizaciones de exterminio”, ya que actúan presionando al narco para apropiarse de sus ingresos mediante la violencia. Son grupos de poder muy vinculados con el bolsonarismo. Recordemos el caso de Marielle Franco, la concejala de Río asesinada por milicianos relacionados con ese sector político.
-¿Puede leerse esta operación como un intento de restarle poder al narcotráfico para fortalecer a las milicias?
-Hay dos elementos centrales: uno político y otro de poder económico. Por un lado está la disputa por los negocios criminales de los que el bolsonarismo también usufructúa. Esta masacre podría responder a la lógica de debilitar al Comando Vermelho en ese territorio para habilitar el avance de las milicias. Desde 2007 o 2008, las milicias enfrentan y extorsionan a las organizaciones más poderosas, las debilitan y luego negocian su regreso a cambio de dinero. Es una forma de extractivismo criminal, una trama de corrupción difícil de imaginar en Argentina. En ese contexto, lo que hizo Cláudio Castro fue una operación extremadamente cruenta y riesgosa, sin mediación judicial, que terminó con más de 130 muertos en un verdadero estado de excepción. No es un hecho aislado: en 2010 hubo un ataque parecido en el Complejo Alemão. Estas operaciones generan inseguridad en todo Río, porque quienes viven y trabajan en esos complejos sostienen buena parte del turismo y del servicio doméstico del centro.
-¿Cómo jugaron las tensiones políticas de Brasil en la masacre?
-Ahí entra el segundo elemento. Castro pertenece al partido de Bolsonaro, que viene obstaculizando al oficialismo en todas las instancias posibles. Y este domingo, Lula da Silva se reunió con Donald Trump en Malasia para negociar la suspensión de los aranceles sobre Brasil que Trump había impuesto como penalización a la “persecución política” contra Bolsonaro. El encuentro fue favorable a Lula. Pero dos días después ocurre la masacre. Es llamativo, sobre todo porque Lula no estaba en Brasil. El hijo de Bolsonaro salió a defender al gobernador y a criticar al gobierno federal, aunque los ministros de Lula afirmaron que no hubo ningún pedido de apoyo. Para que el gobierno nacional pueda intervenir, el gobernador debería haber activado la figura de “garantía de ley y orden”, algo que nunca ocurrió. Por eso es falso que el gobierno federal lo haya “dejado solo”. Hasta ofreció el sistema carcelario para alojar detenidos. Mientras tanto, las organizaciones sociales y de derechos humanos en Río están movilizadas, exigiendo la renuncia del gobernador, que reivindica el operativo como un “éxito” en la lucha contra el “narcoterrorismo”.
– Esta posición de “lucha contra el narcoterrorismo” ¿busca alinearse con Estados Unidos o es más bien una interna política?
-Es difícil imaginar una intervención extranjera en Brasil: el país tiene una fortaleza enorme, regional y global. Pero sí, esa narrativa de los “narcoterroristas” se alinea con el enfoque de Trump y con su cruzada en el Caribe. Creo que el trasfondo del operativo es político: desafiar la negociación de Trump con Lula. El mensaje bolsonarista sería “nosotros representamos la lucha contra el narcoterrorismo, mientras Lula protege a los narcotraficantes”. Es el mismo discurso que usa Uribe en Colombia. Lula, durante sus primeros gobiernos, trató de pacificar las favelas con las Unidades de Policía Pacificadora (UPP), una política que redujo la violencia, sobre todo en el marco de los grandes eventos (Panamericanos, Mundial, Olimpiadas). Pero Brasil no tuvo un proceso de justicia social como el peronismo en Argentina. La pobreza allá está asociada a la desafiliación total del Estado, a una miseria sin memoria de derechos.
-¿Y qué pasa con el problema en nuestro país?
En Argentina tenemos otros problemas, pero no esa historia de exclusión brutal. Lo que hay en Argentina es otra cosa: una terminal de lavado de activos del Comando Vermelho, descubierta en 2023 por la Policía Federal en la Operación Crypto. Se descubrió una base en Nordelta, y se estima que lavaron unos 420 millones de dólares con vínculos en Bolivia y China. Eso muestra la importancia de fortalecer la investigación financiera. Pero la escala y la desigualdad en Brasil son mucho mayores. Es el país más desigual de América Latina, y esa desigualdad alimenta todo este fenómeno. Es un país que abolió la esclavitud tardíamente, casi en los años 30, y sigue siendo profundamente racista. Hoy escuché a Benedita da Silva, una diputada afrodescendiente del PT de 80 años, que vivió la mayor parte de su vida decir que el operativo fue también una expresión del racismo estructural del Estado brasileño. En las favelas vive población afrodescendiente y mestiza, históricamente excluida, y son los primeros en caer víctimas de la violencia.
Entrevista: Mateo Nemec
Cortesía de Página 12
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