Desde los años 90, una epidemia de abuso de opiáceos arrasa en Norteamérica, donde estos analgésicos se han convertido en una adicción para un numero creciente de pacientes. Por ello, desde hace unos años, los gobiernos han aumentado los fondos de investigación para buscar enfoques alternativos contra el dolor.
Hace un par de años, Mathieu Roy, psicólogo de la Universidad McGill (Canadá), pidió una de esas ayudas para explorar una idea al alza: usar la música para reducir el sufrimiento. De allí ha surgido una investigación que se acaba de publicar en ‘Pain’, la revista de referencia en estudios sobre el dolor y el trabajo confirma en parte lo observado anteriormente: la música tiene un poder real de reducir el dolor físico. Pero desmiente que exista algo como el “efecto Mozart”, el supuesto poder balsámico de cierta música específica, y en particular de la del genio alemán.
No hay un género o un compositor que funcione mejor que otros para todo el mundo. Hay una música analgésica para cada persona y los investigadores han encontrado una manera de identificarla: se trata de aquella que se acompasa con un ritmo interno característico de cada individuo.
El compás interior
Estudios previos habían encontrado que cada persona tiene un ritmo espontáneo de producción de la música (SPR en sus iniciales inglesas). En otras palabras, si se le pide a una persona que cante una canción (por ejemplo, ‘Twinkle twinkle’) sin darle más indicaciones ni patrones, lo hará con un ritmo característico personal, distinto al de otras personas. Las diferencias pueden ser grandes: una persona puede cantar la misma canción espontáneamente hasta el doble de rápido que otra.
“Este ritmo esponténao varía un poco durante el día. Por ejemplo, es más rápido por la mañana y más lento por la noche. Pero se mantiene bastante coherente en cada persona de un día para otro”, explica Roy. “Es un resultado bastante conocido: es como si la gente tuviera una especie de ritmo interno ideal”, comenta Josep Marco, profesor de psicología de la Universitat de Barcelona, no implicado en el trabajo.
El origen del fenómeno no está claro. “El ritmo espontáneo tiene algo de correlación con la velocidad con que uno habla o camina. Podría estar relacionado con oscilaciones internas de nuestro sistema nervioso, que usamos para percibir el tiempo”, aventura Roy.
Tolerancia al calor
El primer paso del experimento publicado en ‘Pain’ es determinar ese ritmo espontáneo en 60 estudiantes sanos de la Universidad McGill. Para hacerlo, los voluntarios usan un pulsador con el cual tienen que marcar el ritmo de una canción sencilla.
Luego, el equipo les pide que elijan su género musical preferido entre cuatro opciones. Entonces, les da a escuchar una canción de ese género, modificada de tal forma que su ritmo coincida con el espontáneo de cada persona. Luego se repite con una versión un 15% más lenta y un 15% más rápida.
Mientras escuchan la música, los investigadores les aplican un calor intenso en la parte interior del antebrazo izquierdo. En cada caso, el equipo mide lo que tardan en alejar el brazo para evitar el dolor. También les preguntan la intensidad del sufrimiento en una escala de 0 a 100.
El mayor nivel de tolerancia al dolor se produce justamente cuando la música escuchada se acompasa con el ritmo interno. “Los efectos son pequeños, de unos diez puntos en la escala del dolor, cuando el ritmo es el interno respecto a cuando no lo es. Pero es un efecto estadísticamente fuerte”, observa Roy. Aún más importante, esta reducción del dolor no se da si el voluntario no escucha nada o si escucha una versión artificialmente desordenada de la misma canción. Es realmente la música lo que hace efecto.
El poder de la música
El resultado se suma a un cúmulo de evidencias sobre el poder analgésico de la música. Los metanálisis (estudios que combinan los resultados de muchos experimentos distintos) revelan que la música tiene un efecto entre pequeño y moderado sobre la reducción del dolor. “La música no puede reemplazar un analgésico, pero sí puede reducir su cantidad”, afirma Sean Young, investigador de la Universidad de California en Irvine.
Young es coautor de un estudio que encontró que escuchar jazz improvisado puede reducir la ansiedad y el dolor en voluntarios que habían sido entrenados a apreciarla. “Quizás la improvisación puede conducir las personas a experimentar su vida de una forma parecida”, aventura el científico.
“Los pacientes que escuchan música en situaciones como el postoperatorio pueden necesitar menos analgésicos. La música es un tratamiento adicional prometedor”, afirma Antonia Becker, investigadora del Erasmus MC University Medical Center (Rotterdam).
Becker es coautora de un estudio [https://www.nature.com/articles/s41598-024-72882-2] que ha comprobado que no existe un género mágico bueno para todo el mundo. “En nuestro experimento, el género que más reducción del dolor produce es el que el paciente indica como su preferido”, afirma Emy van der Valk Bouman, coautora del estudio con Becker.
La verdad sobre los faquires
Todas estas evidencias redundan en lo sujetivo que es el dolor. “Los faquires pueden manipular su dolor. Incluso hay evidencias de soldados heridos en el campo de batalla que reprimen el dolor lo suficiente hasta alcanzar la enfermería”, explica Roy. El dolor también tiene una declinación social. “En nuestros estudios, las personas con menos educación experimentan el dolor más pronto”, afirma van der Valk.
Sin embargo, no estan claros qué mecanismos cerebrales entran en juego con la música. Hay un componente de efecto placebo: la mejora que se experimenta por el sencillo hecho de saber que uno está recibiendo una terapia, aunque no es en sí efectiva. También hay un componente de distracción, pero hay más que eso. “Escuchar música activa circuitos de recompensa asociados con el placer”, concluye Marco.
Cortesía de El Periodico
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