
Las protestas en Michoacán por el asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, han ido en aumento. Comenzaron en ese municipio, bisagra entre Tierra Caliente y la región purépecha, se extendieron a Morelia, luego a Apatzingán, después a Pátzcuaro y ahora a Lázaro Cárdenas. En zonas controladas por los cárteles de las drogas, fue más grande la indignación que el miedo. El Gobierno de Alfredo Ramírez Bedolla no lo está entendiendo: si la gente encara a las armas, enfrentarlo es lo de menos. No sirve a sus gobernados, pero sigue estorbando.
Las protestas han sido una amalgama de cuerpos sociales. Las clases medias, los universitarios, los campesinos, los transportistas, los productores, las asociaciones comerciales y las patronales, convirtiendo el coraje de los uruapenses en rabia nacional. Javier Tejado escribió en su columna de El Universal que en solo 48 horas el volumen de mensajes sobre el asesinato de Manzo sumaba el 70% de los registrados en 21 días por el campo de exterminio en Tehuchitlán: 1.6 millones, 65% de ellos negativos, y solo 2% positivos. Definitivamente, como concluyó, “es la peor crisis mediática y digital” del Gobierno de Claudia Sheinbaum.
¿Será acaso el asesinato de Manzo el catalizador de una revuelta ciudadana contra la inseguridad y las autoridades? Su crimen ha sido un galvanizador social en Michoacán, pero es muy pronto para saberlo. Sin embargo, cuando la indignación rebasa al miedo, es porque el costo de callar se vuelve más alto que el de actuar. Es cuando el ciudadano deja de temerle al castigo, a la cárcel, al desprestigio o incluso a la muerte, porque el hartazgo ya lo anuló. Eso es lo que representa Manzo, el crimen político -en las condiciones en que vivimos en México, la política está intrínsicamentente mezclada con la delincuencia organizada- de mayor impacto desde el de Luis Donaldo Colosio, en 1994.
Parece una contradicción, porque la ejecución de Manzo fue por negarse a callar, por gritar y exigir al Gobierno que lo apoyaran, porque él no transaría con el crimen organizado. Pero lo que mostró es que fue la voz de quienes optaron por el silencio y de aquellos a los que no escuchaban. Su muerte mostró los síntomas de hastío y les contagió su valor para que, en Michoacán, un Estado del que se han apropiado las organizaciones criminales, salieran a las calles mostrando, por ahora, que su desesperación por el abandono de las autoridades, es más grande que el miedo.
Y cuando el miedo deja de ser un freno, se convierte en gasolina. En ese instante, se rompe dentro de la persona y dentro del sistema el equilibrio entre autoridad y obediencia. Lo estamos viendo en Michoacán, donde hace 20 años el gobernador Lázaro Cárdenas solicitó el apoyo del Gobierno porque La Familia Michoacana se estaba apoderando del Estado y comenzó lo que hoy se conoce como “la guerra contra las drogas”. Fue sangrienta, pero en mayo de 2011 comenzaron sus resultados: la violencia comenzó a bajar. De esto nadie parece acordarse, pero lo que es inocultable es que Cárdenas no murió. Manzo, que pidió lo mismo pero se lo negaron, terminó asesinado.
El miedo es un instrumento de control. Los gobiernos lo saben y lo administran. Pero cuando ese miedo se desgasta y deja de funcionar, el poder entra en crisis. ¿En cuántos Estados está pasando? O quizás la pregunta adecuada es en cuántos no. Cuando la represión, la amenaza y la mentira pierden eficacia, la sociedad empieza a moverse sola, sin líderes, sin permisos ni temor. Sinaloa es el mejor ejemplo del último año; Michoacán ya enseñó sus intenciones.
El punto en que la indignación rebasa el miedo no se anuncia; se va gestando. Se acumula en silencio: en la injusticia impune, en la humillación cotidiana, en la corrupción descarada, hasta que un hecho, como una muerte, actúa como detonante. Entonces, lo que parecía resignación se transforma en rabia organizada. Esa es la verdadera alarma para cualquier gobierno. No el grito, sino el silencio que lo precede, porque cuando la gente deja de tener miedo, el poder deja de tener control. Y a partir de ahí, todo puede pasar.
Lo vimos el domingo, cuando Ramírez Bedolla fue al velorio de Manzo en Uruapan, una señora lo abofeteó. Esa línea se ha cruzado varias veces aquí. Cuando los normalistas de Ayotzinapa salieron a las calles para ser escuchados por la desaparición de sus 43 compañeros. Cuando ante la indiferencia del Estado, las madres buscadoras cavan con sus propias manos en el enorme cementerio clandestino en el que se ha convertido México, Cuando comunidades enteras se arman para defenderse del crimen, como en Guerrero y Michoacán. En todos esos casos, la indignación venció al miedo, no por valentía, sino por desesperación.
La violencia no surge de la nada. Es hija de la impotencia. Nace cuando la palabra ya no sirve, cuando las instituciones fallan, cuando la justicia no llega y cuando la autoridad no escucha. México vive atrapado en esa espiral desde hace años. El ciudadano que enfrenta la burocracia sin respuesta, el joven que no encuentra oportunidades, los trabajadores a los que ignoran, la comunidad que denuncia sin ser atendida. Todos comparten un sentimiento: la sensación de que nada cambia. Y cuando nada cambia, algunos optan por hacer que cambie a golpes.
En el fondo, la violencia es una forma de desesperación. Es el grito de quienes ya no creen en nada ni en nadie. Y más grave, es un síntoma de que el sistema político ha dejado de ser un espacio de resolución de conflictos. Cuando la gente recurre a la fuerza, es porque siente que las vías institucionales están cerradas. La responsabilidad primaria es de los gobiernos que, con su ineptitud y su soberbia, incuban la ira social. En un país donde la justicia tarda años y la impunidad es la regla, nadie puede sorprenderse que la gente explote. Y mientras el poder siga actuando como si no pasara nada, seguirá cosechando lo que sembró: frustración, resentimiento y rabia.
Nota: En la columna de ayer, se identificó al general Héctor Francisco Morán como comandante de las 21 Zona Militar, con sede en Morelia. El general fue relevado recientemente por el general Juan Bravo.
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Cortesía de El Informador
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