El viernes 31 de octubre, en su residencia arábiga de Florida, el presidente Trump organizó una fiesta de millonarios al estilo del Great Gatsby -antes del Great Crash de 1929-. Mientras 42 millones de personas no sabían qué iban a comer debido al cierre del gobierno (el socialismo siempre reparando lo que el capitalismo nunca pudo solucionar), papi Trump servía el espectáculo de una jovencita en bikini dentro de una enorme copa de champagne.
El martes de la semana siguiente hubo elecciones para la gobernación de dos estados y una elección trascendente en California, la que tendrá un impacto en la cámara baja en Washington para las elecciones de 2026. Las tres elecciones fueron triunfo demócrata. En Nueva Jersey y en Virginia, ganaron dos mujeres, para la furia de la Casa Blanca. Como narcisista patológico que es, ante la derrota Trump declaró: “El cierre del gobierno y el hecho de que yo no estaba en las papeletas fueron las dos razones por las que los republicanos perdieron las elecciones”.
Sin embargo, el triunfo más importante fue el de la alcaldía de Nueva York. Que un candidato demócrata gane en las elecciones de Nueva York por más del 50 por ciento de los votos no sería nada significativo si el ganador no fuese Zohran Mamdani.
Estas elecciones tuvieron la mayor participación en una elección de alcaldía desde 2001. Mamdani ganó a pesar de que las corporaciones inundaron las arcas de su rival demócrata, Andrew Cuomo, derrotado meses antes por el mismo Mamdani en las elecciones internas. El exgobernador fue apoyado por Trump y Elon Musk.
Musk se había burlado del socialismo del musulmán, quien había propuesto que los autobuses de la ciudad no cobrasen pasaje. Mamdani no sólo le recordó que Cuomo le había regalado cientos de millones a Musk en recortes impositivos, más de lo que costaría un transporte público gratuito para los trabajadores, ahogados por los bajos salarios y los alquileres de tres mil dólares.
Más que significativo, la importancia simbólica (psicológica e ideológica) del triunfo de Mamdani supera cualquier hecho concreto. Desde el marco de la política de las identidades que, en Estados Unidos, domina el circo político desde al menos fines de los años 90s, muchos han señalado con aprecio y desprecio su condición de joven de 34 años, de inmigrante de Uganda, de musulmán y de hijo de un profesor y una productora de cine de India.
En la arena ideológica, Mamdani se identificó sin disimulos con el socialismo y sin tartamudeos con los derechos humanos en Palestina y contra el genocidio en Gaza. A pesar de estar en campaña electoral, dijo que, si Netanyahu pisaba Nueva York y él era el alcalde, ordenaría su detención. El poderoso lobby sionista abrió sus arcas, pero una gran proporción de judíos de Nueva York (39 por ciento) que consideran que Israel ha cometido un genocidio en Gaza, apoyaron la candidatura de Mamdani.
El “peligro del mal ejemplo” (es decir, el ejemplo de cualquier opción diferente al capitalismo ortodoxo) ha sido, por muchas generaciones, central en la obsesión de los responsables de las políticas exteriores de Estados Unidos basadas en la demonización y bloqueo de cualquier posible alternativa en el Sur Global, desde Lumumba en el Congo y Allende en Chile hasta Muammar Khadafi en Libia.
Si algo no tiene Mamdani es timidez política, vergüenza ideológica, cobardía moral. Se ha enfrentado al hombre más temido por propios y ajenos, el presidente Trump, con un desparpajo que sentará el ejemplo tan temido de cómo la izquierda debe enfrentar el avance cleptocrático de los privatizadores neoliberales: sin hacer buena letra, sin pedir permiso, de frente y sin maquillaje.
“Si alguien puede mostrar a Donald Trump derrotado -dijo Mamdani en la TV-, es la ciudad que lo vio nacer… Así que, Donald, ya que sé que estás viendo esto, te digo: sube el volumen y escucha”. Mamdani rompió el tablero. Bernie Sanders lo apoyó cuando ya no necesitaba apoyo moral. Días antes de las elecciones, Obama -quien por años gambeteó todos los ataques de Trump a fuerza de bromas y silencios- lo llamó para ofrecerse como su consejero, si ganaba el gobierno de NYC.
Las propuestas de Mamdani son concretas y chocan de frente con el dogma: regreso a los impuestos para los millonarios (ahora multibillonarios) para financiar obras y servicios básicos de los cuales Nueva York necesita de forma urgente; regulación de alquileres; construcción de viviendas estatales; crear supermercados públicos en cada barrio; crear guarderías públicas para niños; subir el salario mínimo de los trabajadores; proteger los derechos laborales y sindicales; entre otras medidas, para las cuales necesitará aliados en el City Council y en el Congreso del Estado.
No sólo Trump, sino el mismo sistema se siente obligado a bloquear el corazón del poder financiero capitalista. Lo prometió Trump, pero le resultará más difícil que hacerlo con una colonia o con una república bananera. La diferencia siempre estuvo en que todas estas amenazas contra el “mal ejemplo” fueron aplastadas sin ninguna restricción ética, moral o legal. Ahora, que ese ejemplo proceda desde dentro mismo del corazón del capitalismo, residencia de Wall Street, se convierte en un problema mayor y difícil de tratar.
Washington no puede bombardear Nueva York. A Trump le quedan opciones clásicas: antes de las elecciones (como en Argentina) amenazó con un bloqueo de los recursos federales -a pesar de que Nueva York, como California, subsidian los estados conservadores del Sur-, la vieja política hacia países como Cuba y Venezuela.
La segunda opción es una invasión militar, estilo repúblicas bananeras antes de la Segunda Guerra Mundial o tipo República Dominicana (1965), Granada (1983) o Panamá (1990). Aunque esta opción parezca impensable, siempre hay atajos. No debemos olvidar que la militarización de Chicago y Los Ángeles fue solo un ensayo y, sobre todo, el intento de proceder por la vieja estrategia de acostumbrar a una población a través de dosis graduales de algo que, de realizarse de forma abrupta, no sería tolerado.
La tercera opción que tampoco debe estar fuera de la mesa de los estrategas, es la clásica opción de la Guerra Fría: desestabilización de un gobierno democrático y remoción del líder por un golpe de Estado.
Mamdani no puede ser candidato a la presidencia por su nacimiento. Pero va quedando claro que las dos figuras jóvenes más importantes de los partidos dominantes, J.D. Vance y Mamdani, representan dos extremos nunca vistos desde hace más de un siglo. Es probable que la elección de Mamdani sea ese punto de inflexión que muchos estuvimos esperando en los últimos dos años.
La historia podría seguir de la siguiente forma: en noviembre de 2026, los demócratas recuperan las dos cámaras del Congreso. Los cálculos indican que es improbable que los demócratas logren la mayoría en el Senado en 2026. Si este milagro se produjese (un evento que aliene a algunos republicanos, como ya se vio en el caso de Palestina), en 2027 podrían someter a impeachment a un presidente ya sin sus facultades físicas e intelectuales. Improbable porque, para destituir al presidente, sería necesario dos tercios del senado. Improbable, no imposible.
Si la improbabilidad se diese (algo común en la historia) ese mismo año seríamos testigos de dos posibles resultados opuestos: la destitución y una reacción militarista o dictatorial más directa de la Casa Blanca, seguida de un conflicto mayor.
Cortesía de Página 12
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