
En mi colaboración anterior hablé de cómo México ha renunciado a ser potencia mientras se enamora cada vez más del populismo. Hoy, los datos confirman que esa renuncia ya no es simbólica: es económica.
Recientemente, el Inegi puso en cifras lo que muchos sentimos en el bolsillo. El PIB del tercer trimestre de 2025 cayó 0.3%, tanto en comparación con el trimestre previo como con el mismo periodo del año pasado. En otras palabras, no solo no estamos creciendo: la economía es marginalmente más pequeña. Y si entendemos que sin crecimiento no hay desarrollo posible, una contracción, por mínima que sea, solo dificulta aún más las cosas.
El dato sería grave por sí solo, pero lo es más cuando se desmenuza. Las actividades primarias, es decir, el campo, crecieron 3.2% y son lo único que da señales de vida, a pesar del descontento de productores y de los abusos en su contra, no solo desde el gobierno, sino también desde el crimen organizado. Paradójicamente, son ellos quienes han dado oxígeno a la economía mexicana en los últimos meses. En cambio, la industria cayó 1.5%, su peor tropiezo desde 2023, y los servicios apenas avanzaron 0.1%. Un país que sobrevive por la agricultura mientras la manufactura y el comercio se frenan no está transformándose… está retrocediendo.
Durante los primeros nueve meses del año, la economía mexicana apenas creció medio punto porcentual. Medio punto. Una economía del tamaño de México -cuyo gobierno presume aspirar a colocarla entre las diez más grandes del mundo- debería mostrar un dinamismo evidente, reflejado en el empleo y la confianza. Pero en lugar de eso, las cifras se achican y los discursos se inflan.
Y hablando de confianza, la empresarial se desplomó. El Indicador Global de Opinión Empresarial de Confianza cayó a 48.6 puntos, su nivel más bajo en ocho meses, y todos los sectores están por debajo del umbral de optimismo. En construcción, la confianza está en 45.8 puntos, prácticamente en el subsuelo; en manufactura, 49.1; en comercio, 47.9; y en servicios, 49.2. Ninguno supera la línea que separa el terreno de la desconfianza del de la confianza en la situación del país.
Peor aún: el componente que mide si es “un buen momento para invertir” se hundió a niveles históricos. En manufactura, 36.9 puntos; en construcción, 19.8. Cualquier gobierno que entendiera la economía sabría que eso no se traduce en aplausos, sino en advertencias. Pero aquí, en la tierra de los “otros datos”, la caída de la inversión se convierte en discurso triunfalista.
La paradoja mexicana es que la retórica del crecimiento no se sostiene en la realidad productiva. Mientras se celebran obras faraónicas y promesas de bienestar, el aparato económico se oxida. No hay incentivos para invertir, las reglas cambian cada semana, los proyectos productivos se sustituyen por subsidios, y el gasto público se orienta más al aplauso que a la eficiencia.
La consecuencia es clara: el país se está quedando sin motor. La industria no despega, los servicios se estancan y la agricultura, por sí sola, no puede cargar con toda la economía. Es como pretender que un ciclista gane una carrera de motocicletas… con una llanta ponchada y sin manubrio.
Aun así, se insiste en que todo va bien. Se habla de estabilidad, de recuperación, de confianza, del famoso Plan México, que en el papel suena prometedor, pero en la realidad nadie encuentra. Sin embargo, las cifras del Inegi -que son las oficiales y no las de ningún opositor- dicen otra cosa: México está estancado. Y un país que no crece, tarde o temprano, empieza a deteriorarse desde dentro.
Mientras el mundo ajusta sus estrategias para atraer inversión, mejorar competitividad, elevar productividad y fortalecer instituciones, nosotros seguimos atrapados en la ilusión del discurso. Un discurso que promete grandeza, pero oculta destrucción institucional y clientelismo.
El sueño de potencia se ha vuelto rutina de conformismo, el famoso “ya merito…” del ideario mexicano de antaño. Y si algo muestran los datos de este trimestre, es que el país intenta avanzar con los pies atados, mirando el retrovisor y aplaudiendo la inmovilidad.
De esta forma, seguimos viviendo entre cifras que brillan… y bolsillos que no alcanzan.
*El autor es académico de la Escuela de Gobierno y Economía y de la Escuela de Comunicación de la Universidad Panamericana.
Cortesía de El Economista
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