Hablar de resiliencia en salud es hablar de cuidado

En los últimos años, la palabra resiliencia se ha usado en conferencias académicas, discursos institucionales y hasta en manuales de autoayuda. Durante la pandemia se volvió un mantra en todo el mundo: había que ser resilientes, las sociedades debían volverse resilientes, los sistemas de salud tenían que demostrar fortaleza. Sin embargo, cuanto más se pronuncia la palabra, más parece desdibujarse su sentido.

¿De qué hablamos cuando mencionamos la resiliencia en salud? ¿De resistencia, de adaptación, de sobrevivencia? O, tal vez, de una forma de cuidado.

El término proviene del latín resilire, que significa rebotar o volver de nuevo. Francis Bacon fue el primero en utilizar el sustantivo resilience en inglés en el siglo XVII (1627), aplicándolo a la filosofía natural para describir el rebote de los ecos. Posteriormente, la física y la ingeniería incorporaron formalmente la palabra a su lenguaje para describir la capacidad de ciertos materiales de absorber energía durante una deformación y recuperar luego su forma original. Un acero que se dobla sin romperse o un caucho que vuelve a su forma al estirarse representan ese sentido original. Era, en ese contexto, una medida de elasticidad, un rasgo mecánico y neutro a finales del siglo XIX

Décadas después, los psicólogos, impulsados por investigadores como Michael Rutter, comenzaron a usar la palabra para referirse a la capacidad humana de sobreponerse a la adversidad o al trauma. Algunos investigadores observaron que había niños, a pesar de haber crecido en entornos adversos, lograban desarrollarse de forma saludable. Así que la noción original se convirtió en fuerza vital. Lo humano introduce un elemento que la física no contempla: la memoria, la experiencia, la posibilidad de aprender del dolor. La resiliencia ya no era elasticidad; era plasticidad. No consistía en regresar al punto de partida, sino en reconstruirse desde la herida.

Esa comprensión vital se amplió casi al mismo tiempo que en la psicología, cuando la ecología adoptó el término para describir la capacidad de los ecosistemas de absorber perturbaciones sin colapsar, tal como propuso C. S. Holling en su célebre estudio sobre resiliencia y estabilidad de los sistemas naturales (1973). Un bosque o una laguna resiliente no regresan a su estado anterior, sino que los seres vivos se reorganizan, cambian, encuentran nuevos equilibrios. Esa noción influyó en las ciencias sociales y a la salud pública, donde se comenzó a pensar en comunidades y sistemas que pueden adaptarse, resistir crisis y transformarse sin perder su función esencial. Un paso decisivo del término fue proponer un sentido de supervivencia colectiva.

Posteriormente la palabra ingresó al discurso político y económico y empezó a usarse como una fórmula de optimismo forzado. Durante la pandemia de COVID-19 se habló incansablemente del término. Esta ambigüedad ha sido señalada por David Alexander (2013), quien advierte que, si bien la palabra tiene una rica historia, su sobreuso puede ser “peligroso o al menos potencialmente decepcionante” si se le pide que sea un modelo o paradigma para todo. En teoría, se trataba de reconocer la capacidad de adaptación ante la catástrofe. En la práctica, esa narrativa se transformó en una demanda a la población: resistir sin quejarse, adaptarse sin cuestionar.

Esa distorsión abona a resistencias en su uso, sobre todo en contextos donde las políticas públicas confunden la capacidad de recuperación social con la resignación. En México, y en buena parte de América Latina, la palabra resiliencia ha sido discutida y, a menudo, rechazada por sus connotaciones ideológicas y políticas. A veces se la usa para justificar la adaptación sin cambio, pero también puede ser una invitación a sostener la vida en común. Hablar de resiliencia desde el cuidado significa justamente eso: recuperar su sentido humano, el de recomponerse con otros.

Desde ahí conviene distinguir entre resiliencia y resistencia. La primera se ha popularizado como la capacidad de adaptarse y continuar pese a la adversidad; la segunda, en cambio, implica una postura activa ante lo que oprime o hiere. En español, el término conserva una raíz ajena, más cercana a la cultura anglosajona de la adaptación que a la tradición latinoamericana de la resistencia. Como ha señalado Martín Caparrós, “prefiero hablar de resistencia, no de resiliencia: resistir es oponerse, no sólo adaptarse”. Esa diferencia es esencial. Una sociedad o un sistema de salud no deberían limitarse a soportar las crisis, sino transformarlas desde la acción colectiva. La resiliencia no significa conformidad, sino una forma de resistencia solidaria: sostener la vida sin renunciar a cambiar lo que la daña.

Llevada al extremo, la resiliencia roza con la lógica darwiniana de la “supervivencia del más apto”. Pero la salud pública no puede regirse por esa ley. Un sistema de salud fuerte no es el que selecciona a los más aptos, sino el que cuida a los frágiles. En lugar de preguntar quién aguanta más, deberíamos preguntarnos cómo se sostiene la vida cuando todo se tambalea.

Aquí es donde la palabra cuidado ofrece una clave fundamental. Joan Tronto (2024) definió el cuidado como todo lo que hacemos para mantener, continuar y reparar el mundo de modo que podamos vivir en él lo mejor posible. Cuidar no es solo un acto afectivo; es una responsabilidad moral. Desde esa perspectiva, la resiliencia deja de ser una virtud individual —sé fuerte, adáptate— para convertirse en una práctica colectiva: cuidémonos mutuamente para sostener la vida. En el terreno de la salud, esto significa que no basta con resistir la crisis; es necesario reorganizar el sistema de salud en torno al cuidado, empezando por quienes cuidan. ¿De dónde sacarán fuerza las instituciones si los cuidadores están rotos?

Durante la pandemia los hospitales colapsaban, los recursos escaseaban y miles de profesionales trabajaban en condiciones extremas. Muchos fueron llamados “héroes”, pero esa palabra, igual que resiliencia, a veces representa una trampa. El héroe soporta, no se queja, se sacrifica. Pero difícilmente alguien puede vivir permanentemente en el sacrificio. Una ética del cuidado, en cambio, reconoce la vulnerabilidad como parte de lo humano y entiende que cuidar también implica dejarse cuidar. Cuidar no es solo proteger al otro, sino reconocer que todos dependemos de alguien. No pensarlo como una cualidad individual, sino como un acto compartido.

Desde la salud pública, esta idea cobra una relevancia particular. Durante las crisis —epidémicas, ambientales o sociales—, la respuesta más eficaz no solo proviene de la infraestructura o la tecnología, sino de la confianza y de la cohesión del tejido social. La capacidad de adaptarse y transformarse se construye con vínculos de cuidado: con redes de apoyo, con comunicación clara, con empatía institucional.

Boris Cyrulnik (2002) lo resume con una frase: “nadie se reconstruye solo”. La capacidad de recuperarse dice, es “el arte de renacer gracias a los vínculos”. No es un don biológico ni una virtud interior, sino una relación: surge cuando alguien nos mira, nos escucha, nos acompaña. Por eso, la resiliencia en salud no es solo cuestión de protocolos o estructuras hospitalarias, sino de tejido humano. Un hospital verdaderamente resiliente no es el que tiene más tecnología, sino el que cuida las condiciones emocionales y relacionales de quienes lo habitan. La fortaleza del sistema depende del cuidado recíproco que sostiene a sus miembros.

Si seguimos este hilo, llegamos a una conclusión inevitable: hablar de resiliencia en salud es, en el fondo, hablar de cuidado. Pero cuidado y resiliencia no son sinónimos. El primero nombra una actitud moral y de acompañamiento; el segundo, un proceso de adaptación. El cuidado pone en el centro la relación; la resiliencia, el cambio. Juntos, pueden formar una ética para los tiempos inciertos: resistir cuidando, adaptarse sin deshumanizar, transformar sin olvidar.

Desde ahí, la resiliencia revela que no es un estado de equilibrio, sino una forma de vida en constante reorganización. Los sistemas de salud, al igual que los ecosistemas, se constituyen en redes vivas en las que cada elemento depende de los demás. Su capacidad de adaptación no consiste solo en resistir, sino en reorganizarse dentro de esa trama de interdependencias. La ética del cuidado, en ese sentido, es la dimensión humana de esa complejidad: el modo en que damos sentido a los cambios que nos atraviesan.

Tal vez por eso la palabra sigue viva, a pesar de malentendidos y tergiversaciones. Porque, en el fondo, nombra algo que necesitamos profundamente: una manera de seguir adelante sin perder el sentido humano. Cuando la resiliencia se une al cuidado, deja de ser un cliché para convertirse en una práctica ética. Nos recuerda que no hay salud posible sin vínculos. Y que, en tiempos de crisis, la verdadera forma de resistir no es endurecerse, sino seguir cuidando solidariamente.

Referencias recomendadas

  • Alexander, D. E. (2013). Resilience and disaster risk reduction: an etymological journey. Natural Hazards and Earth System Sciences, 13(11), 2707-2716.
  • Cyrulnik, Boris. (2022) Los patitos feos. La resiliencia: una infancia infeliz no determina la vida. Gedisa. Barcelona.
  • Holling, C. S. (1973) Resilience and Stability of Ecological Systems. Annual Review of Ecology and Systematics, 4(1), 1–23.
  • Tronto, Joan. (2024) Democracia y cuidado. Rayo Verde Editorial Barcelona-

*El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington.

Las opiniones vertidas en este artículo no representan la posición de las instituciones en donde trabaja el autor.

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Cortesía de El Economista



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