
STANFORD/LOS ÁNGELES – Resulta tentador plantear la rivalidad económica chino-estadounidense como un enfrentamiento entre ingenieros y juristas, como hace el analista chino-canadiense Dan Wang en su nuevo libro Breakneck: China’s Quest to Engineer the Future. Pero se trata de una dicotomía falsa, porque el derecho es una característica crucial del capitalismo estadounidense.
Ya hemos oído antes el argumento de abogados contra ingenieros. Hace cuarenta años, el auge económico de Japón provocó inquietudes similares, articuladas en el famoso libro del sociólogo estadounidense Ezra Vogel Japan as Number One: Lessons for America. Los comentaristas se preocupaban de que Estados Unidos estuviera sumido en pleitos mientras las mejores mentes de Japón resolvían problemas e impulsaban el meteórico crecimiento de su país. Sin embargo, durante las décadas siguientes, Estados Unidos, con su gigantesca industria legal, superó a Japón por un amplio margen.
El pánico actual ante un competidor económico asiático es igualmente injustificado y contraproducente. Invocando la seguridad nacional y la competencia con China, la administración de Donald Trump está llevando a cabo intervenciones cada vez más anticapitalistas y legalmente dudosas en la industria privada, con costes potencialmente altos para el dinamismo estadounidense.
Consideremos el torbellino de acuerdos alcanzados este verano. Tan solo 11 días después de que el consejero delegado de Intel, Lip-Bu Tan, se reuniera con Trump, la Casa Blanca anunció que el Gobierno estadounidense había adquirido una participación del 10% en la empresa.
La administración Trump también se aseguró una “acción de oro” en US Steel como condición para su venta a Nippon Steel; forjó una asociación multimillonaria entre el Pentágono y el productor de tierras raras MP Materials; y negoció acuerdos de reparto de ingresos con los fabricantes de chips NVIDIA y AMD a cambio de suavizar las restricciones a la exportación. Apple, por su parte, prometió otros 100,000 millones de dólares en inversiones estadounidenses a cambio de una desgravación arancelaria.
Ninguna de estas sorprendentes medidas fue aprobada por el Congreso, ni ha sido impugnada ante los tribunales. Las empresas estadounidenses han permanecido en silencio, aparentemente acobardadas por la intimidación de Trump a universidades, bufetes de abogados y otras instituciones. Aunque la rapidez de la negociación podría verse como una virtud, es mejor entenderla como una señal de advertencia, porque este tipo de intervenciones se apoyan en fundamentos jurídicos poco sólidos.
Consideremos la “acción de oro” que el gobierno estadounidense ha tomado en US Steel. La administración Trump justificó su intervención canalizándola a través del Comité de Inversiones Extranjeras en Estados Unidos (CFIUS, por sus siglas en inglés), que está facultado para revisar las adquisiciones extranjeras que puedan amenazar la seguridad nacional. Sin embargo, las condiciones del acuerdo -proteger los salarios de los trabajadores, bloquear el traslado de una sede y obligar a nuevas inversiones de capital- sugieren que se trata menos de una cuestión de seguridad que de un uso oportunista del proceso del CFIUS para promover los intereses de los poderosos sindicatos siderúrgicos.
Del mismo modo, la inversión del gobierno en la empresa de tierras raras MP Materials se basó en una lectura expansiva de la Ley de Producción de Defensa de la época de la Guerra Fría. Los críticos sostienen que la administración utilizó los poderes de emergencia para eludir los requisitos normales de contratación pública federal.
En la misma línea, los acuerdos de reparto de ingresos con los fabricantes de chips NVIDIA y AMD se asemejan mucho a un impuesto a la exportación que podría ser impugnado por inconstitucional. Incluso si la administración argumentara que estas ventas quedan fuera de la definición de “exportaciones” porque los chips se fabrican en Taiwán, aún se enfrentaría a un obstáculo legal formidable: la Ley de Reforma del Control de Exportaciones de 2018 prohíbe explícitamente al gobierno cobrar tarifas a cambio de licencias de exportación.
El acuerdo con Intel no es menos polémico. La Ley CHIPS y de Ciencia proporcionó incentivos para la construcción de nuevas plantas de fabricación de semiconductores en los EU, sin embargo, Intel ha obtenido exenciones de algunas de esas obligaciones a cambio de otorgar al gobierno una participación en el capital.
Los críticos también señalan posibles conflictos con otras leyes federales que prohíben a los organismos adquirir participaciones sin autorización explícita del Congreso. Sostienen que las inversiones sin precedentes de la Administración en empresas privadas fuera de una crisis nacional requieren un mandato claro del Congreso.
No se trata de meras objeciones técnicas. El capitalismo de Estado sin ley que Trump está forjando introduce riesgos significativos. Si las empresas empiezan a esperar rescates o favores especiales, pueden tener un comportamiento más imprudente. Además, el capital puede dirigirse no hacia las mejores ideas, sino hacia proyectos con conexiones políticas. Los gestores pueden ver perturbada su planificación por los caprichos impredecibles de la Casa Blanca. Y los inversores pueden mantenerse al margen, sabiendo que sus beneficios podrían sacrificarse en aras de las prioridades políticas.
La propia Intel hizo sonar discretamente la alarma en su declaración a la SEC tras el acuerdo, advirtiendo de que, dada la falta de precedentes, “es difícil prever todas las consecuencias potenciales” de que el gobierno se convierta en un accionista significativo de una empresa privada. Traducción: “Esto podría acabar mal”.
El propio historial de China indica que el capitalismo de Estado, si bien es capaz de movilizar recursos para suministrar infraestructuras y promover el crecimiento, también crea graves patologías. Ha engendrado una corrupción desenfrenada, despilfarro y medidas represivas periódicas que socavan la confianza en los mismos sectores que el gobierno trata de promover. Estados Unidos corre el riesgo de reproducir estas disfunciones si sigue el mismo camino.
Sin duda, EU necesita urgentemente canalizar recursos hacia las infraestructuras, la fabricación y la innovación, y un excesivo procedimentalismo puede obstaculizar la inversión y dificultar las respuestas a las amenazas a la seguridad nacional. Pero los objetivos políticos meritorios deben perseguirse dentro de los límites de la ley y a través de procesos transparentes, no por un poder ejecutivo que inventa normas sobre la marcha, cierra acuerdos opacos con empresas favorecidas y erosiona la previsibilidad que sustenta los mercados estadounidenses.
El Estado de Derecho, por imperfecto que sea, proporciona un grado necesario de previsibilidad y responsabilidad a los agentes del mercado y del gobierno. Abandonarlo en aras de ganar la rivalidad geopolítica con China no hará sino socavar una fuente clave de la fortaleza de Estados Unidos.
El autor
Curtis J. Milhaupt es catedrático de Derecho en la Facultad de Derecho de Stanford y miembro, por cortesía, del Instituto Freeman Spogli de Estudios Internacionales de la Universidad de Stanford.
La autora
Angela Huyue Zhang, catedrática de Derecho de la Universidad del Sur de California, es autora, más recientemente, de High Wire: How China Regulates Big Tech and Governs Its Economy ( Oxford University Press, 2024).
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Cortesía de El Economista
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