La nueva historia de Marcelo Birmajer: El capitán sin cabeza

En este período de mi oficio, curso la prioritaria responsabilidad de no escribir chorradas. La historia que sigue podría comenzar comparando la realidad con la ficción, o enhebrar algún epigrama sobre la casualidad y el destino. Tanto una como otra reflexión me hubieran dejado en un desfiladero resbaloso rumbo a la chorrada. Despleguemos, pues, los hechos, cuya contundencia nos libra de la filosofía barata.

En el mismo momento en que una productora mexicana me encargaba un borrador de una película de terror en un crucero; me enteré de que mi buen amigo y maestro, Jorge Fernández Díaz, embarcaba en un crucero literario, para mayo del 2026, en lo que será un seminario marítimo, de Borges a Conrad, a lo largo de diez días, de Trieste a Roma. Traté de imaginarme algo mejor, pero no lo conseguía. Sólo podía enfrentar, con el auspicio de su cotejo, el fantasma de la cubierta en blanco, para cubrir de sangre y horror mi travesía clase B.

Dos apostillas antes de seguir con los meros acontecimientos. Una es que efectivamente Fernández Díaz, además de eximio escritor y periodista –sólo este año ganó el Premio Nadal y el Cavia, los dos más importantes, respectivamente, en el idioma español-, es un docente excepcional. Ha formado camadas de periodistas, con una generosidad sin tregua. La otra es que mi única experiencia previa en el rubro había sido mi propio viaje en crucero, como humilde albañil de la palabra, en la pretérita fecha de inicios de los noventa, por encargo, como en este mismo caso fílmico azteca. Narré aquella desventura oportunamente (para leerlo, hacer click aquí).

Consulté a Jorge qué opinaba respecto a que mi aquelarre tuviera como protagonista nocivo a un asesino serial gore. No inventaría algo nuevo: un homicida morboso a la manera del de Siete pecados capitales o Jack el Destripador. Pero, como siempre, lo más difícil de manufacturar en estos casos es la motivación, la trama y el final. Las escenas pueden ser impactantes, las imágenes, paganas; los efectos especiales, soberbios. Pero si no hay una buena historia, o el final decepciona, nada de lo anterior me reconforta.

Le pregunté también a Díaz si no le molestaba que mi pesadilla a bordo transcurriera durante un curso de literatura en once puertos del Mediterráneo. El Once, como Jorge sabe, tampoco me resulta ajeno. Se me ocurría que la primera víctima pudiera ser el capitán. Los grumetes, el timonel, incluso el personal gastronómico, suelen acuñar rencores. Como dijo hace décadas un discreto sabio de mi exclusivo conocimiento: el liderazgo genera oposición.

La cabeza aparecería en lugar de la bandera del navío. Cuando bajara el burgomaestre del palo mayor, sosteniendo respetuosamente por el cabello erizado la prueba del delito, informaría exclusivamente a las autoridades pertinentes.

Debían decidir, como los jefes comunales de Tiburón, si hacerlo público. ¿Interrumpir por una sola cabeza la odisea, o privilegiar el viaje de placer por sobre la precaución? La disyuntiva que enfrentamos todos desde el Paraíso a la fecha.

Se imponía el concepto pasatista del segundo al mando, intitulado: planificador de viaje. “Como nos aconseja con el escarmiento el tango”, decía el segundo al mando, “no vamos a arriesgarlo todo por una cabeza”.

La docente, en la ficción una erudita símil Beatriz Sarlo, maliciaba que algo se salía de la apacible rutina marítima, pero prefería no alterar el clima sin certezas previas. Del capitán, los responsables explicaban que había sido llamado a reparar un emergente conflicto conyugal. La idea devenía de mi anterior relato. Ninguno de los pasajeros dudaba. Un touch de humor, clásico en las películas de terror.

La catedrática sentía un apego extra por el capitán, ya que al recibirla a bordo, en una charla previa a zarpar, éste le había confesado su frustrada vocación de escritor, agregando con un suspiro resignado: nunca está dicha la última palabra.

La segunda cabeza resultaba de un marinero. Quizás el más amable de la tripulación. El encargado de preguntar a los pasajeros si deseaban un vaso de limonada helada con jengibre fresco, de azuzarlos a bailar, a participar de los juegos grupales.

Entonces la docente asumía el rol de detective, a la manera de Agatha Christie, no a través de un Poirot, sino de esos telefilmes en los que la propia autora es también la investigadora. Pero en el contexto de una bacanal macabra. En el tercer puerto, se hacía correr entre los pasajeros en tierra la especie de que, en vez de un conflicto conyugal, marinero y capitán hubieran huido a una serena, casi como náufragos, isla adriática.

La docente concatenaba su clase sobre la literatura policial femenina -PD James, Patricia Highsmith, la propia Christie- con un monólogo interno, ajeno a los entretenidos concurrentes, respecto de quién pudiera estar matando y por qué.

Al regresar al barco, luego del paseo por una ciudad volcánica, la ensayista distinguía en signos arameos, en sangre, la inscripción Por Qué. Tras la cena, sopa de tortuga, aguacate y langosta, el cocinero informaba a nuestra misma detective de otra leyenda carmesí, el inmortal epigrama de Condorito, el personaje del chileno Pepo, también en arameo: Exijo una explicación.

El arameo, uno de los idiomas bíblicos, legado de El Exorcista.

Como tercer crimen, le hacían algo espantoso al burgomaestre.

Ahorro las descripciones, impropias de una luminosa página matutina de sábado. Según Hemingway, el autor debe conocer el Iceberg completo, y sólo mostrar la superficie. Aunque quizás la metáfora del iceberg no sea la más adecuada en esta ocasión.

En cualquier caso, con la tercera víctima la ensayista devenida detective se proponía, o encontrar al culpable o vocear sin reparos el final del viaje. Decidía, como una madre protectora, a favor de la salud en desmedro del esparcimiento. Pero daba con el culpable antes de verse obligada a imponer el toque de queda. La clave estaba en la tercera frase en arameo: Nunca lo hubiera pensado.

El capitán no había sido asesinado: era el asesino. Había fingido la suya izando una cabeza ajena -arteramente seccionada en tierra firme-, oculta en la valija diplomática. Labrada con la habilidad de los Hannibal, complementada con el cuerpo uniformado decapitado, a los legos no les había restado duda.

Conocedor de los interminables recovecos del barco, el capitán “sin cabeza” se mantenía oculto como un polizón.

Su afán de ser escritor había derivado en componer un libro con las últimas palabras de una multitud de individuos: comenzando por sus subordinados. La salvedad consistía en que apuraba las últimas palabras del emisor determinando ipso facto el fin de su existencia. Pretendía publicar un breve opúsculo, unas ciento cincuenta páginas, con esta técnica. Partía de la base de que la mayoría de las frases previas al deceso revestían relevancia. Error de amateur. Pero no le había salido tan mal. Por dos motivos segaba solo la vida de su plantel: uno, por la inquina ineludible generada por la convivencia. Dos, por su responsabilidad para con los pasajeros.

Los productores rechazaron mi idea con una amabilidad incuestionable. No sé por qué me pareció percibir, en mi querido amigo Fernández, que me había privilegiado con su silenciosa aquiescencia a lo largo de mis devaneos, una cierta expresión de alivio.

Cortesía de Clarín



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