
Las opciones frente al crimen para los jóvenes en México se han vuelto dramáticamente estrechas y peligrosas. Y las de las autoridades se reducen, cada vez más, a recuperar territorio, fortalecer capacidades y restablecer el orden en regiones donde el Estado se ha replegado. Miles de jóvenes desaparecidos son hoy el testimonio brutal e inaceptable de la insuficiencia de nuestros servicios de seguridad y justicia. Las historias de extorsión, violencia y muerte se han vuelto habituales en los pasillos universitarios, en comunidades rurales y en ciudades que, como Uruapan, han alcanzado un punto crítico que desató una indignación legítima.
Al mismo tiempo, el entorno geopolítico introduce presiones inéditas. El 13 de noviembre, el secretario de Defensa de Estados Unidos, Pete Hegseth, anunció la puesta en marcha de una operación militar destinada —según sus palabras— a “expulsar a los narcoterroristas del hemisferio occidental”. La declaración se produjo en medio de crecientes tensiones con Venezuela tras los bombardeos a presuntas narcolanchas en el Caribe y el Pacífico, acciones que han dejado decenas de muertos. Paralelamente, el presidente Trump ha insinuado haber tomado ya una decisión respecto a una posible intervención militar directa en territorio venezolano.
México no es ajeno a esta nueva atmósfera. Se han intensificado los operativos contra el crimen organizado en Sinaloa y Michoacán, en un ambiente social marcado por el asesinato de Carlos Manzo, crimen que elevó la presión sobre autoridades federales y estatales y expuso, nuevamente, las fracturas en la estrategia de seguridad.
En menos de un año, el escenario ha cambiado profundamente. Pasamos de una estrategia dirigida a contener y reducir la capacidad operativa de los grupos criminales —tratándolos como un fenómeno de seguridad pública— a la visión estadounidense que plantea abiertamente desmantelar, aniquilar y eliminar a quienes clasifica como narcoterroristas. Este giro ocurre en paralelo al deterioro acelerado de la seguridad en amplias franjas del territorio nacional, donde el miedo, la extorsión y las desapariciones forman parte de la vida cotidiana y alimentan una creciente inconformidad social.
La percepción de que el problema se dejó crecer hasta volverse inmanejable se propaga con rapidez, tal como sucedió en Estados Unidos con su crisis migratoria. Y cuando la percepción de insuficiencia domina, la presión política por medidas más contundentes se vuelve inevitable.
La muerte de Carlos Manzo simboliza ese hartazgo. Su esposa exigió que las autoridades federales intervengan en las zonas rurales de Michoacán —en la sierra, donde los grupos criminales operan con descaro— y no solo en las ciudades, donde el Estado conserva presencia operativa. El desafío es monumental: cubrir el territorio con fuerza suficiente, capacidad logística y coordinación institucional real. Porque la sensación de un Estado rebasado no solo erosiona la credibilidad pública, sino que multiplica la percepción de abandono.
La movilización de miles de jóvenes —etiquetada como parte de la Generación X— confirma que hemos llegado a un punto clave. Muchos ya no están dispuestos a esperar que los procesos institucionales avancen lentamente mientras sus compañeros desaparecen o son asesinados. Sus opciones frente al crimen son cruelmente binarias: adaptarse a un entorno dominado por drogas y violencia, o enfrentar el riesgo de agresiones, desapariciones y represalias.
En muchas instituciones de educación superior, los relatos de extorsión, abusos, desapariciones y consumo extremo de sustancias se han vuelto parte de la conversación cotidiana. Nuestra juventud enfrenta simultáneamente una crisis de seguridad y otra de salud pública, ambas detonadas por la expansión territorial y social del crimen organizado.
Los tomadores de decisiones operan hoy dentro de un margen cada vez más reducido. La presión social, las expectativas del gobierno estadounidense y el crecimiento acelerado de la violencia imponen la necesidad de reforzar la estrategia con mayor fuerza, mayor coordinación interinstitucional y un control territorial más amplio y sostenido.
Las opciones frente al crimen ya no son únicamente cuestiones técnicas ni operativas: son definiciones de Estado. De sus resultados dependerá el perfil del futuro mexicano.
La sociedad exige resultados. Los jóvenes claman por sobrevivir. Y el entorno geopolítico presiona para actuar. El desafío que enfrentamos ya no es solo político. Es institucional, estructural y sin precedentes.
Cortesía de El Informador
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