
Si todo marcha como se ha ido adelantando a cuentagotas, en los próximos días el gobierno presentaría su propuesta de reforma para reducir la jornada laboral en México a 40 horas semanales.
Por el calendario y los tiempos legislativos, todo indica que la intención es que la reforma sea aprobada por ambas cámaras del Congreso de la Unión antes del 15 de diciembre, fecha en la que concluye el periodo ordinario de sesiones. Parece poco tiempo para una discusión tan relevante, pero el gobierno tiene los votos suficientes para garantizar que el proceso no se alargue y que salga rápido, así lo hizo hace un año con la reforma para regular el trabajo en apps de viajes y reparto.
La intención es buena, pero se desconocen muchos detalles importantes. Por conversaciones con personas que han participado en las mesas convocadas por la Secretaría del Trabajo, ya hay avances para uniformar el criterio y duración de las jornadas diarias y modificar las reglas sobre la gestión de las horas extra, pero hay varios detalles relevantes que el gobierno se ha reservado.
La gradualidad ya está definida. Si se cumplen los planes, la reducción comenzará el 1 de mayo de 2026 y tomará cinco años llegar a las 40 horas. México se sumaría así a una amplia lista de países que han caminado en este sentido y haría suya la Recomendación 116 de la OIT sobre este tema, aprobada desde hace seis décadas. Sin embargo, el cómo sigue siendo un terreno lleno de incógnitas.
Uno de los mayores pendientes es el económico. La reducción de la jornada traerá gastos adicionales que las empresas no pueden ignorar. El Centro de Estudios Económicos del Sector Privado calcula que los costos laborales pueden subir entre 22 y 36%, sobre todo en las micro, pequeñas y medianas empresas. Hasta ahora, el gobierno no ha dicho si ofrecerá incentivos fiscales o si permitirá una deducibilidad más amplia en prestaciones y previsión social.
El segundo punto es si habrá pruebas piloto para medir el impacto en productividad y rotación de personal antes de generalizar el cambio. En México no se ha hablado de algo parecido. Una fase de ensayo permitiría ajustar tiempos y detectar los sectores más vulnerables.
También falta definir qué pasará con las jornadas especiales. Hay actividades que no encajan en un esquema uniforme de 40 horas, como minería, transporte, turismo o salud, incluso el sector público en general. La ley actual permite modalidades distintas, pero no se sabe si la nueva reforma mantendrá esa flexibilidad.
La Secretaría del Trabajo ha insistido en que la reforma será consensuada, pero no hay claridad plena de cómo vienen los cambios. Los sectores han sido escuchados, aunque no hay compromisos firmados ni acuerdos públicos sobre el contenido final. Esa distancia entre diálogo y decisión será clave para entender el tono con el que arranque la implementación.
El país enfrenta una paradoja. Hay un amplio consenso social en torno a la necesidad de reducir las horas de trabajo, pero una profunda incertidumbre sobre cómo hacerlo sin poner en riesgo la operación de las empresas. Y no es para menos, pues de acuerdo con datos de la ENOE, el 73% de las personas con un empleo asalariado en el país labora más de 40 horas a la semana.
Además, México trabaja más y produce menos que la mayoría de los países de la OCDE, lo que sugiere que el problema no está necesariamente en las horas laborales. La reforma, si se diseña bien, podría ser una oportunidad para mejorar procesos y calidad de vida. Si se improvisa, puede convertirse en una fuente más de desigualdad entre sectores. Mucho más en un contexto de incertidumbre económica global.
La reducción de la jornada laboral será un paso histórico, pero lo que está en juego no es sólo el número de horas. Es la manera en que el Estado acompañe al sector productivo, cómo proteja a los trabajadores y qué tan seria sea su apuesta por una economía más equilibrada. De hecho, con su proyecto, el gobierno definirá su visión del trabajo en el siglo XXI.
Cortesía de El Economista
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