La olla de presión social y un Gobierno que no sabe leer el vapor


Hay quienes insisten en ver las protestas como problemas y nunca como advertencias. Como si miles de personas salieran a las calles por deporte extremo o por nostalgia del caos.

En realidad, las protestas cumplen una función social elemental: son los despresurizadores de la olla. La metáfora viene a cuentas porque cuando la presión se acumula en exceso, la tapa tiembla, el metal vibra y el ruido avisa.

Si funciona, esa válvula libera lo justo para evitar la explosión. Las movilizaciones ciudadanas hacen exactamente eso: permiten que la presión, el hartazgo y la frustración escapen lo suficiente para evitar que la violencia sea sistémica. Por eso quien intenta clausurar la válvula no logra orden, sino estallidos.

Y justo eso fue lo que ocurrió en la “marcha por la paz” del 15 de noviembre. Tanto en Ciudad de México como en Jalisco, el Gobierno toleró la protesta mientras era un desfile de buenas conciencias, pero ante el primer conato de violencia, que en esta ocasión fue provocado por un grupo mínimo que pomposamente llamaron el “bloque negro”, las autoridades salieron a repetir la narrativa añeja del enemigo externo, de agitadores profesionales, de acarreados en camiones, de movimientos porriles que llegaron de otro Estado pero que nadie vio llegar.

Como una persona que paga impuestos, se pensaría que éstos no sólo se aprovechan en nómina, sino en inteligencia. E, inocentemente, imaginar que ese aparato de inteligencia podría identificar a esos grupos antes de que avienten la primera piedra.

Pero no.

En Jalisco y en Ciudad de México, la reacción llegó mucho después: atropellada, desordenada, y con un saldo de detenidos que incluye a personas que ni siquiera estaban en el epicentro del disturbio. Esta vez, la Policía no detuvo responsables: recogió gente. La muestra es que, de 40 detenidos en Guadalajara, 32 quedaron en libertad tras pasar cinco días en prisión.

Y la represión, una palabra de la que huyen todas las administraciones sin importar el lado al cual se inclinan, por supuesto que tiene efectos colaterales.

Lo peor es que, en medio de todo eso, la Comisión Estatal de Derechos Humanos decidió jugar al equilibrista sin red. Primero, según el Gobierno, habría “corroborado” que todo el operativo se realizó conforme al protocolo. Después, la propia Comisión declaró que no, que sí hubo violencia, que sí hubo irregularidades.

Así, una institución que debería ser brújula se convirtió en veleta. Y cuando la veleta gira según el viento del poder, no orienta: estorba.

Cerrando la analogía, esta olla de presión social necesita controles, válvulas, contrapesos, y no un aparato estatal que cierre todo, mienta a conveniencia y luego pida que confiemos en que “todo se está manejando bien”. Las protestas no son el problema. El problema es un Estado que sólo aparece tarde, mal y con una lista de detenidos que exhibe más torpeza que justicia.

Cortesía de El Informador



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