Juana Molina en La Trastienda: la vanguardia que puede bailar tu perra

Una gacetilla propone: “DOGA, el nuevo álbum de estudio de Juana Molina, el octavo larga duración de su carrera y su primero de nuevas composiciones en ocho años, tardó casi seis años en gestarse. Fue como preparar una comida para seis comensales con ingredientes para un ejército. La abrumadora cantidad de grabaciones paralizó a Juana hasta el punto de que, en un momento dado, pensó que no habría forma de hacerlo”.

Y, la verdad, es que leer eso a uno lo salva de no minimizar todas esas anotaciones realizadas en el auto-grupo de Whatsapp, esa relativamente nueva libreta de anotaciones de los que cubrimos recitales. En especial, por esto que vuelvo a extraer: “Fue como preparar una comida para seis comensales con ingredientes para un ejército”. En La Trastienda, alguna de esas tres noches de presentar el disco en acaso el mejor lugar para sonar y escucharse que puede tener un músico convocante en esta ciudad, tipeé algunas cosas que recién hoy puedo descifrar.

Si recuerdo la primera sensación: la necesidad de comer alguna vez una torta hecha por Juana Molina puede ser rescindida por su forma de componer y encarar la música en vivo, apenas y sobradamente acompañada por el excelente baterista Diego López De Arcaute. Para las recetas, se sirve de sus propias fuentes: sonidos generados que luego son loopeados, deformados e incorporados como prestación vital. Como dicen ahora en los programas gastronómicos, r e s e r v a r.

Lo mismo sucede con las imágenes, en los notables visuales presentados, una gelatina de Molina y Arcaute pasados por el ojo de la cerradura de la psicodelia reposteril. Y ella, que tiene un traje peludo y canino acorde al concepto del disco, se me encapricha como una trufa desbordada de coco. Ralladura en lo externo y su inspirado coco rallado y limado en esa cabeza que va en otra frecuencia. Otras cosas que anoté porque ya vengo jugado: “canciones en baño Molina”, “Yiya Murano en reversa” y “sonidos como micro ondas”. Hacia el final, cuando casi se despide con Cosoco, incluida en Halo (2017), todo se vuelve rojo y se encara una cabalgata eléctrica que hace anotar: “como una porción de Red Velvet (Underground)”, en alusión al histórico grupo de Lou Reed y John Cale.

La música de Juana Molina no es oscura ni esnob ni elitista. En todo caso, ella se mueve y gira en un mismo patio mientras el resto de los artistas retroceden varios pasos cualitativos que incluso les deparan popularidad y estadios. Es bailable, tiene introspección y humor, evade solemnidades y posturas. Doga tiene la misma virtud que sus anteriores discos, el de hacer creer que es el mejor, como si continuara mejorando su propia receta, y de eso se tratara, al fin, su ejercicio vital. Hay folclore de dos orillas (el padrinazgo espiritual del uruguayo Eduardo Mateo y el trance de baguala cósmica que a veces huele), pop, ritmo, delirio y música espacial, como el que generan esos extraños sonidos de sintetizadores que cierran Rina Soi, y de paso el disco.

El show del viernes comenzó y terminó con bloopers. Un destiempo y un sermón simpático a una máquina que se traba, respectivamente, aunque en ambas instancias podían haber sucedido sin que el público lo notara como un error. Y no es un achaque al respetable, familiarizado con la soltura que la cantante asume su complejo juego sin red ni solemnidades. En el medio hubo un concierto como los que ya no hay, a cargo de la única Juana Molina posible.

Cortesía de Clarín



Dejanos un comentario: