
La realidad, por más que se maquille en mañaneras y tuits, acaba imponiéndose. Y los datos de los primeros tres trimestres de 2025 son devastadores: la economía mexicana no solo perdió el dinamismo postpandemia; se frenó en seco.
Las cifras del Inegi confirman lo que muchos advertimos: el crecimiento será raquítico, rondando 0.2 o 0.3% en el mejor escenario. Estamos, técnicamente, en un estancamiento que coquetea con la recesión. El dato de empleo de ayer lo refuerza, la creación de empleo en lo que va del año es la más baja en una década. Pero el origen del problema y sus causas, aunque algunos insisten en atribuirlo al vecino del norte, son plenamente internas.
La narrativa oficialista intenta vender que el freno se debe a un entorno global adverso o a la incertidumbre electoral en EU. Nada más lejos de la realidad. Como señaló el lunes Alejandro Werner —una de las voces más lúcidas en economía—, no podemos culpar al vecino del norte. De hecho, la economía estadounidense es lo único que hoy nos mantiene a flote.
Si México no ha caído en una contracción profunda es, irónicamente, gracias a su integración comercial con EU. Las exportaciones son el único motor encendido, sostenidas por una demanda externa que, aunque se modera, sigue comprando lo que producimos. Si acaso, EU nos está evitando una catástrofe mayor.
Los motores internos están apagados. El consumo privado —que en 2023 y parte de 2024 sostuvo el barco gracias a aumentos salariales y remesas— hoy está estancado. Las familias agotaron sus ahorros y la inflación, aunque contenida, sigue erosionando el poder adquisitivo. Pero el dato más alarmante es la inversión, la cual está colapsada. La formación bruta de capital fijo cae desde junio del año pasado, con descensos mensuales consecutivos y una contracción anual cercana al doble dígito en maquinaria y equipo. La inversión pública se desplomó, como suele ocurrir al inicio de sexenio, y la privada —pese a cifras optimistas de Inversión Extranjera Directa— está en niveles históricamente bajos.
Las empresas no están invirtiendo y no es una conspiración del mercado. Lo dicen a diario los medios financieros nacionales e internacionales: es la incertidumbre jurídica, el costo directo de haber dinamitado las reglas del juego.
La reforma judicial, aprobada al vapor y ejecutada con una tómbola vergonzosa, envió una señal inequívoca al capital: en México la ley dejó de ser ley para convertirse en voluntad política. Las modificaciones a la Ley de Amparo, que dejan a ciudadanos y empresas sin defensas efectivas frente a la arbitrariedad, terminaron de sepultar la confianza.
Nadie arriesgará capital a largo plazo en un país donde un juez elegido por popularidad y no por capacidad puede desconocer contratos o validar expropiaciones de facto bajo un marco institucional diseñado para concentrar poder, no para impartir justicia. El nearshoring requería certeza, energía y Estado de Derecho; hoy no ofrecemos ninguna de las tres.
Si la presidenta no modifica su plan de gobierno ni envía señales claras de rectificación jurídica, estamos encaminados a un estancamiento secular que hará que el sexenio y medio de la 4T se recuerde como una nueva “década perdida”. Como en los años 80, con 10 años de crecimiento nulo per cápita y una generación de oportunidades desperdiciadas.
La mesa está puesta para el fracaso económico, no por falta de potencial, sino por un suicidio institucional. La economía no funciona con discursos ni ideología, sino con confianza. Y esa, hoy, está rota.
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Cortesía de El Economista
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