
El sector empresarial mexicano ha crecido desde las primeras décadas del siglo pasado al amparo del poder. El régimen de la Revolución Mexicana, que corporativizó a la sociedad en su conjunto, también mantuvo una relación estrecha con un sector privado que compartió ganancias con la burocracia política en un modelo de capitalismo de cuates que cerró los mercados para beneficiar únicamente a sus amigos y eventuales socios.
Cuando este esquema estalla primero con López Portillo en 1982 y luego con Carlos Salinas y Ernesto Zedillo en 1995, se abre el camino para lo que sería una competencia económica más libre y beneficiosa para los consumidores mexicanos. Pero el sueño de una economía productiva se terminó en el 2018 cuando el triunfo de López Obrador representó un viraje radical hacia el pasado, y con ello la reaparición de los empresarios privilegiados sometidos al poder político a cambio de una protección total en todo sentido.
De ahí que las cúpulas empresariales hayan perdido su combatividad frente a un gobierno abusivo y sin limitante alguna a partir de la destrucción del sistema judicial autónomo, lo que genera un temor fundado sobre la imposibilidad de enfrentar a la autoridad a través de algún instrumento legal que pudiese contener la arbitrariedad permanente surgida de cualquier funcionario de la administración pública.
Pero a pesar del resurgimiento mundial de un proteccionismo retrógrado, la integración de México a la economía norteamericana se convierte en el dique de contención a los intentos por restablecer el capitalismo de cuates. Las quejas de los empresarios extranjeros con respecto a las limitantes que impone el gobierno mexicano a la inversión extranjera en el sector energético, aunadas a las demandas de arbitraje dentro de un T-MEC a ser revisado próximamente, impiden de facto que el país quede totalmente en manos de un nuevo bloque político-empresarial.
Sin embargo, la economía mexicana está prácticamente estancada desde hace siete años, y el único motor que la mantiene viva es el exportador cuya potencia ha disminuido considerablemente por diversas razones. Pero no hay salida posible a esta parálisis en tanto no exista un mecanismo que dé certeza jurídica al inversionista nacional y extranjero,y una reforma fiscal que dote al Estado de los recursos suficientes para impulsar la inversión productiva y no proyectos absurdos y no rentables.
Pero la concentración de poder en una sola persona y la desaparición de los contrapesos de la democracia no permiten contener el impulso propio de quienes al ejercer el mando sin límite, son capaces de lanzarse al vacío sin escuchar voces sensatas que advierten del peligro que implica una acción tan irracional como esa.
Los dueños del capital deberían ser los más interesados en prevenir una catástrofe de este tipo, aunque las consecuencias del desastre las pagaremos todos.
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Cortesía de El Economista
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