
Durante casi treinta años trabajé en la industria editorial a la par de dedicarme a los medios de comunicación. Fui director y editor de revistas; colaboré con Editorial Grijalbo y Editorial Posada. Fui ghost writer, corrector de estilo, editor a sueldo. Siempre, incluso en mis etapas más vertiginosas, permaneció en mí la fascinación por los libros, por su proceso de creación, por el objeto en sí mismo.
Desde sus orígenes, hace ya 39 años, la Feria Internacional del Libro de Guadalajara fue para mí una especie de faro profesional. En la industria en CDMX se hablaba de ella con reverencia: era el evento, el punto donde ocurrían las cosas importantes. Se cerraban contratos, los editores se encontraban con autores, y el corazón del libro hispanoamericano latía con más fuerza que en ningún otro lugar. Sin embargo, por distintos motivos, nunca pude ir. O estaba demasiado involucrado en medios, o las editoriales enviaban a otros en representación. La FIL vivía en mi imaginación como cita postergada, como destino que siempre se escapaba unos pasos adelante.
Mi primer encuentro real con la FIL llegó hasta que me mudé a Guadalajara. Y fue un encuentro largo tiempo esperado, cargado de emoción, como reencontrarse con un amor juvenil décadas después. Aún recuerdo algunas escenas con nitidez perfecta: una mañana, en los pasillos de Expo Guadalajara, me topé con Arturo Pérez-Reverte. Estaba solo, observando el flujo interminable de visitantes. Era antes de su boom mediático, cuando aún podía caminar sin escoltas ni reflectores. Esa imagen, la del escritor contemplativo entre la multitud, la guardo como símbolo del espíritu de la feria.
Pero lo verdaderamente extraordinario para mí sucedía frente al recinto, en el entonces Hilton, hoy Barceló. Ahí solía desayunar con amigos editores o autores. Era sorprendente mirar alrededor y ver, casi sin quererlo, a premios Nobel de Literatura, de la Paz, a figuras de la política mundial e incluso a algún primer ministro. Como sus rostros no son tan reconocibles, podían disfrutar su café sin alboroto, sin selfies, sin tumultos. Y el anonimato temporal parecía agradecerlo su propio gesto relajado. Ver a ese poder intelectual desayunando en Guadalajara con absoluta naturalidad era, simplemente, maravilloso.
La FIL no es solo la feria más grande del mundo en español; es la más influyente. La que define tendencias, impulsa carreras y mantiene viva la industria editorial latinoamericana en tiempos donde la homogeneización amenaza con diluirlo todo. Aquí el libro se respeta: no solo como mercancía, sino como objeto cultural, como vehículo de ideas, como puente entre generaciones.
He visto niños descubrir su primera aventura literaria, adolescentes encontrar la poesía que los salvará, adultos reencontrarse con el acto de leer y ancianos buscar ese último volumen que complete su biblioteca.
Este año, por primera vez en mucho tiempo, acudiré a la FIL como autor. Presentaré “WiFi Emocional”, publicado por la Universidad de Guadalajara, mi reflexión sobre la conexión humana en tiempos digitales. Para mí, más que un logro profesional, es el cierre de un círculo. La feria que esperé durante décadas me recibe ahora no solo como lector o editor, sino como alguien que también tiene algo que decir.
Año con año, desde que vivo en Guadalajara, asisto a la FIL para recordarme por qué elegí este camino. Aquí, durante nueve días cada noviembre, la ciudad se convierte en capital mundial de las ideas. Y ese privilegio es uno de los regalos más grandes que Guadalajara me ha dado.
Cortesía de El Informador
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