
Los problemas que el campo arrastra desde hace más de 20 años se han agolpado a las puertas de la presidenta, Claudia Sheinbaum, que enfrenta ahora unas protestas sin precedentes en los Gobiernos de las últimas dos décadas. La tormenta perfecta fue tomando forma durante el sexenio anterior, alentada por un cambio en las prioridades del Ejecutivo, pero ha estallado este otoño debido en parte a una coyuntura que ha convertido a la mandataria en el blanco de todas las críticas. “Hoy se junta la comercialización de los productos, la ley del agua y la inseguridad en el transporte de carga. Eso exaspera más los ánimos. Y sobre todo influye la falta de voluntad política del Gobierno”, enumera Eraclio Rodríguez, uno de los líderes sindicales del Frente, que encabeza las protestas.
El agricultor denuncia la “manipulación” en los canales de distribución de alimentos, que hacen que las tortillas de maíz se vendan al mismo precio que cuando ellos cobraban 7,5 pesos por cada kilo del producto, cuando ahora están cobrando apenas cuatro. El beneficio se queda en los intermediarios, se queja, en un contexto donde la competitividad del mercado internacional los asfixia. De acuerdo con los datos de la Secretaría de Agricultura, basados en el último informe de sus homólogos en Estados Unidos, la producción mundial de maíz para el ciclo comercial 2025-2026 alcanzará los 1.265,9 millones de toneladas, un 3,9% más respecto al ciclo anterior. “Todo esto tenderá a presionar los precios a la baja“, indica el reporte oficial, en el que despunta la extraordinaria producción estadounidense, el principal aliado y competidor de México con 401,8 millones de toneladas.
El origen de la difícil situación que enfrenta el sector se remonta a mediados de los años 90. Los tratados comerciales con Estados Unidos y Canadá, primero el TLCAN y después el TMEC, obligaron a los productores mexicanos a competir en el mercado internacional en igualdad de condiciones con los gigantes extranjeros y en un contexto en el que las ayudas estatales fueron disminuyendo, explica Joaliné Pardo, especialista en movimientos por la soberanía alimentaria de la Universidad de Guerrero. En ese contexto surgió el movimiento conocido como El Barzón, formado por “un gran contingente de productores, principalmente del norte, que estaban profundamente endeudados”, añade la experta, y rememora Rodríguez: “En 2002 hubo movilizaciones importantes, como las de hoy, y se construyó el Acuerdo Nacional para el Campo”, que data de 2003.
Entonces vino un periodo de latencia en el que el movimiento campesino se separó o distanció del indígena, que buscaba un espacio propio al margen de la política productiva, indica Pardo, y la fragmentación dejó a cada región peleando por sus problemáticas concretas. En el sexenio de Enrique Peña Nieto se recuperó un esquema de apoyo al campo conocido como Proagro, sucesor de Procampo, que “incrementó la desigualdad entre productores”, apuntala Melissa González Caamal, experta en pobreza rural de la City University de Nueva York. “Cuanta más tierra tenías, más apoyo recibías”, resume. El segundo esquema, además, añadía como aliciente el factor de productividad: más ayuda cuanto más productivo.
El siguiente punto de inflexión se produce cuando llega al poder Andrés Manuel López Obrador, que invierte las prioridades y pasa a conceder más ayudas a quienes tienen menor extensión de tierra, una forma de “igualar regionalmente estas disparidades, pero con cambios bastante drásticos respecto a como se venía manejando la política de apoyos al campo, que siempre ha sido insuficiente”, dice la académica. “Al inicio del programa, los productores que estaban excluidos de los otros programas, que son aquellos que tienen cinco hectáreas o menos, para el programa de Probienestar ya cubrían el 80% de los apoyos”, ilustra. Es posible que los medianos y grandes productores “estén resintiendo ese cambio de política”, concluye.
Esa política, complementada por otros programas como Sembrando vida, ha sido la que ha seguido también la presidenta, que se enfrenta ahora a un movimiento empoderado y reorganizado gracias a su alianza con los transportistas. El Frente Nacional para el Rescate del Campo que planta cara a la mandataria surgió de hecho durante el sexenio de López Obrador, a mediados de 2023. Todo comenzó, dice Eraclio Rodríguez, cuando él todavía era diputado del PT, el cargo que ocupó entre 2018 y 2021. “Viendo algunos temas de carteras vencidas”, relata, conoció a otros de los líderes sindicales con los que hoy comparte la pelea, como Baltazar Valdez, dirigente de Campesinos Unidos de Sinaloa: “Ahí surge una amistad”.
“Luego ellos hacen un movimiento regional en el Valle de Mexicali, son reprimidos de manera brutal por la gobernadora y acudimos en solidaridad. Ahí nace el Frente”, reconstruye. Entonces era 2023 y él ya estaba fuera de la política institucional, tras perder su escaño contra el PAN, en parte, dice, por el empuje de su propio partido, Morena, con el que acumulaba desacuerdos precisamente por la política agraria. Esa reorganización ha sido apuntalada por la alianza con los transportistas, que les han dado la fuerza extra que necesitaban. Todo ello genera “la oportunidad para poder aglutinar y hacer viable una presión política de esta naturaleza”, expresa Ulises Torres, investigador de la UNAM.
Las denuncias de inseguridad del gremio llegan en un momento de desborde para el Gobierno, que no logra atajar la crisis de violencia. El asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, se ha convertido en el símbolo de un malestar social que ha permeado a diferentes sectores de la sociedad. Este grupo, además, se enfrenta a otro delito para el que el Ejecutivo todavía no ha encontrado solución: la extorsión. Aunque “el interés o el móvil de las diferentes agrupaciones no es el mismo”, concluye Torres, “esa alianza estratégica” resulta clave para su éxito: “En este caso, el número importa”.
Cortesía de El País
Dejanos un comentario: