
El régimen festeja siete años de una retórica populista que se ha convertido en un chiste de mal gusto: “Vamos a crecer a 6%”, “Vamos a tener un sistema de Salud Pública como en Dinamarca”, “La economía crece, yo tengo otros datos”.
Ahora mismo son los ministros del acordeón los que desde la Suprema Corte buscan clavar el último clavo del ataúd al Estado de derecho para enterrar la democracia, las libertades y la certeza jurídica con sus pretensiones de meter mano en “la cosa juzgada”.
No son insinuaciones o declaraciones aisladas, es una vía marcada desde la propia presidencia de la Suprema Corte, desde el mismo salón de plenos y, por lo tanto, desde el poder político que ahí los puso y los maneja.
La postura contraria a la certeza jurídica, a la misma legislación vigente y hasta al sentido común en un Estado de derecho del ministro presidente Hugo Aguilar es su pregunta retórica sobre si no es conveniente analizar si hay cosa juzgada cuando se llega a la cosa juzgada mediante fraude, contubernio o acciones ilícitas.
Estos dichos, que hasta como consigna en un mitin político serían un exceso, acompañan a los de otras integrantes de la Corte, como Lenia Batres, quien amante de la retórica populista acuñó aquello de la “cosa juzgada fraudulenta”.
O la ministra Loretta Ortiz, quien ya fue ponente de un proyecto que pretendía una acción de nulidad en sentencias previas argumentando procesos viciados.
No son declaraciones, son una hoja de ruta que se deja correr desde el máximo poder político, de la misma forma en que se permitió anular autonomías, torcer la interpretación de la ley que les dio mayoría absoluta, viciar los procesos legislativos que destruyeron la autonomía del Poder Judicial o aniquilar las garantías del Juicio de Amparo.
Tampoco son asuntos de atención popular cuando tienen un Noroña o un balón de soccer para distraer la atención
¿Quiénes van a reinterpretar qué sentencias? ¿Bajo qué criterios y conveniencias?
Si el régimen se atreve a dar este paso puede ser el último para una economía que ya hoy se enfrenta a la realidad de un nulo crecimiento, no solo de este año y el 0.3% estimado, sino del crecimiento inexistente durante los primeros seis de estos siete años de cuatroteísmo.
Ahí están las evidencias de que no se están creando empleos formales y cómo la gente tiene que buscar el sustento y eso lleva a que sea la informalidad la que mantenga en funcionamiento la mayoría del mercado laboral de este país. La tasa de informalidad laboral está en 55% y esa es una prueba irrefutable de la falta de inversión formal en el país.
La retórica presidencial dirá que son inventos de los conservadores que quieren mantener sus privilegios, que México es la mejor democracia del mundo, que llegan inversiones extranjeras directas a manos llenas.
Pero la realidad es obstinada y desmiente cada frase populista.
En los años por venir, ese camino de socavar la ley en el nombre de la conveniencia política, llevarán a México a ser un gran ejemplo de fracaso: una economía que lo tuvo todo para destacar, pero que eligió enterrar su futuro en el ataúd de la inseguridad jurídica.
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Cortesía de El Economista
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