La nueva historia de Marcelo Birmajer: La línea divisoria

A ninguno de los pasajeros le agradó que el capitán Fusako los convocara en cubierta. De aquella semana remontando el río Mekong, esas cinco últimas horas habían sido de las pocas sin incidentes: ni mareos, ni nubes de mosquitos ni percances climáticos. Casi habían olvidado sus pesares cuando el capitán advirtió:

-En breve desembocaríamos en el Mar de la China. Pero lamentablemente atravesaremos una turbulencia, propia de esta frontera acuática, mencionada en las cartas de navegación del Reino Medio como El dragón purulento. ¿De qué se trata, querrán saber?

Dingo levantó la mano.

-Aún no me explayé -lo rechazó el capitán-.

-No es una pregunta -explicó Dingo-. Personalmente, no me interesa saber. Estaba por primera vez en este viaje consiguiendo un poco de calma. Preparé un mate. ¿Puedo regresar a mi camarote?

El capitán, que había aprendido el español en Filipinas, lo mandó callar con un gesto.

-Penosamente, una suerte de corriente gélida ataca la conjunción del Mekong con el Mar de China en esta época del año. Hay dos opciones: arrojarse por la borda y nadar, a riesgo de ser devorado por alimañas litorales, también ahogarse. O quedar atrapados en la marea azul del Dragón Purulento, de cuyas víctimas no se ha vuelto a saber. Es lo que los chinos denominan Pasaporte Fantasma. Por favor no me pidan precisar.

Dingo echó un vistazo a la única mujer interesante del contingente: Diadema, una porteña del barrio de Belgrano. Mientras Diadema había embarcado con la intención de recopilar algunos datos sobre las tardes de pesca de Ho Chi Minh, el líder comunista vietnamita, Dingo había ganado el viaje en una rifa de la asociación de empleados de limpieza de ventanas de rascacielos, con pingües relaciones con sectores de la izquierda maoísta en el Occidente liberal. Dingo también era porteño, de Paternal.

-¿Y qué pasa si me vuelvo a mi camarote? -insistió Dingo-.

-No es una opción -replicó el capitán- La tripulación enfrentará uno u otro albur. El barco quedará desierto de sus autoridades. Y no podemos permitir que permanezcan pasajeros a bordo.

El español filipino del capitán era de una sofisticación remarcable. Su pronunciación resultaba atractivamente artificial.

Dingo intentó convencer a Diadema de que desoyeran las lúgubres indicaciones y pronósticos del capitán, y compartieran el mate en su camarote. Pero la mujer lo tomó a mal, se mantuvo el resto del tiempo echándole miradas desaprobatorias, y cuando finalmente el barco se vio encerrado entre la marea azul y el mar de la China, Diadema prefirió entregarse al misterio del Dragón Purulento. Dingo saltó por la borda. Sintió mordidas, algas, picazón. Pero milagrosamente sobrevivió. En la orilla, lo recibió una misión especial de una delegación sino argentina de amistad con los empleados del consorcio de limpiadores de ventanas de rascacielos. Paradójicamente, las caras eran muy poco amigables. Pero bastó para que le consiguieran el pasaje de regreso a Buenos Aires, en un vuelo proletario de la compañía aérea Sing Wan.

Ya de regreso en Paternal, retomó su oficio. Pero nunca pudo olvidar a Diadema. ¿Qué habría sido de ella? No había artículos periodísticos, ni testigos vivenciales ni monografías sobre aquel extraño fenómeno padecido. No había vuelto a saber del resto de los pasajeros. Cuando limpiaba las ventanas de aquellos pisos casi colgados del cielo, se preguntaba si existiría una dimensión paralela, acaso otro planeta, donde Diadema continuaba con su vida. Pero un día la encontró.

Dingo había trabajado toda la tarde en el rascacielos de Puerto Madero propiedad exclusiva de Matsukudo Kiraw, el mogul del sashimi de pato, que habiendo vencido a las asociaciones de defensa de los anfibios -tercas enemigas de la China continental-, daba una gran fiesta para la colonia argentina de sus seguidores gourmet. Exánime tras un trabajo puntilloso en una bohardilla del piso 58, cansado del firmamento, Dingo decidió caminar desde y por la Corrientes del Bajo hasta su barrio. Sobre la avenida Juan B. Justo divisó en un colectivo a Diadema. Se subió en movimiento, ganándose la mirada hostil del chofer y la sorpresa de la implicada.

Seguía viviendo en Belgrano, pero se dirigía en ese momento al Once, donde la aguardaba su padre enfermo. Le explicó sucintamente que, tras su desaparición en el barco del Mekong -una nave módica, pero funcional-, el padre había caído primero en una depresión tangencial, y luego desarrollado un síndrome del paso, una enfermedad que lo mantenía postrado, prematuramente avejentado y falto de interés.

Dingo se ofreció a acompañarla y Diadema no se negó. Pero no quiso revelarle detalle alguno de a dónde habían derivado los electores de la corriente del Dragón Purulento.

-Nadie me lo prohíbe -aclaró Diadema- Pero no quiero hablar de eso.

-¿El capitán Fusako?

Diadema abrió grandes los ojos, como si el destino de aquel individuo también formara parte del secreto.

-Lo mío te lo cuento -soltó Dingo-. Nadé, sobreviví. Nada del otro mundo.

El silencio de Diadema argumentaba lo opuesto. Pero se notaba complacida, incluso halagada, de que Dingo la acompañara con su padre. El tiempo la favorece, pensó Dingo.

Con el padre no hubo diálogo, pero tampoco incomodidad. Dingo prefería un paciente silencioso a tener que dar conversación. No obstante, se extendió en narrar la fiesta del pato que daría Kiraw.

Dingo propuso visitarla en aquel mismo sitio cuando ella lo determinara. Diadema fijó la cita para el mismo día, a la misma hora, de la semana siguiente. A la tercera concordada, Dingo le recordó su oferta de tomar mate, y Diadema aceptó. Allí comenzó un sendero de amor, en casa de Dingo, que comenzaba con una caminata desde el Once y florecía en la calle Darwin. La enfermedad del padre hacía imposible, empíricamente, una convivencia en una u otra casa y consecuentemente, a esa edad de ambos, de lo que se llama una relación estable.

Dingo no se quejaba, cuando miraba desde su atalaya laboral el hormigueante traqueteo humano, de su amor aleatorio y difuso. Nunca había creído merecer más que lo recibido. Diadema era una mujer hermosa. No obstante la amaba. Y siempre quiso que ella deseara más de él.

La tarde bochornosa en la que el padre de Diadema falleció, Dingo y un vecino, del quinto piso, se encargaron de supervisar el traslado del cuerpo en ambulancia y de los rituales fúnebres. No había parientes ni amigos. Como si la elección por la corriente del Dragón Purulento la hubiera dejado sola.

Dingo aguardó una semana, sin pasión ni romance, como período de duelo, para ofrecerle mudarse a su casa de la calle Darwin, con la secreta esperanza de que Diadema contrarrestara con la de su padre, que era más amplia, o con la de Belgrano, que nunca había conocido.

Pero Diadema respondió que Surikata, el señor del quinto, presidente de la asamblea de consorcio, sería también su consorte. Vivirían, efectivamente, en el dúplex de Belgrano.

-Pero cómo… por qué… desde cuándo -preguntó Dingo devastado.

-Mientras no tuve libertad para emprender una relación preponderante -detalló Diadema-, preferí un amante, un capricho, un filito. Sos un bellísimo compañero de ocasión. Gran cebador de mate. Pero si hablo de noviazgo y convivencia, prefiero a Surikata. Nunca me pregunta qué pasó en el barco. Prefiere las cosas como son.

-Pero una sola vez te pregunté -se defendió, sabiendo que inútilmente, Dingo-.

-Le buscás sentido a las cosas -se explayó Diadema-, por eso elegiste nadar, y yo no. Me cansa tu necesidad de saber, de entender. Surikata es inmune a la curiosidad, esa debilidad.

-¿Él también te acompañaba con tu padre?.

-Nunca -sentenció Diadema-.

Y cuando en los meses sucesivos Dingo observaba desde sus intrépidas alturas las sendas peatonales como trazos en liquid paper de un antiguo manuscrito borrado por el tiempo, le parecía ver la línea divisoria entre la corriente azul del misterio y la prosaica avenida de la muerte, que los había separado antes de que se hubieran unido por primera vez.

Cortesía de Clarín



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