La libertad de expresión y los ministros de culto religioso

Hace algunos días se suscitó un interesante debate sobre una posible limitación a la libertad de expresión de los ministros de culto religioso. En ese sentido me parece fundamental que aclaremos los alcances de la misma y sobre todo que no generemos marcos de censura en ningún tipo de ciudadano. Es un lugar común decir que la libertad de expresión es uno de los pilares de cualquier sociedad democrática, pero ello es necesario pues su importancia radica en que permite el intercambio libre de ideas, el debate público y la posibilidad de cuestionar al poder. Dentro de este marco general surge una pregunta especialmente delicada: ¿cómo debe regularse la libertad de expresión de los ministros de culto religioso? Este tema ha sido objeto de múltiples controversias porque se encuentra en la intersección entre dos derechos fundamentales: la libertad de expresión y la libertad religiosa.

En primer lugar, es importante señalar que los ministros de culto, como cualquier persona, gozan del derecho a expresar sus ideas. Tanto los instrumentos internacionales —como el artículo 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y el artículo 10 del Convenio Europeo de Derechos Humanos— como las constituciones nacionales, reconocen la libertad de expresión sin distinguir entre ciudadanos “comunes” y actores religiosos. Sin embargo, también es cierto que los ministros de culto cumplen un rol social particular: son figuras de influencia moral y espiritual, y suelen dirigir comunidades que confían profundamente en su criterio. Por ello, distintos sistemas jurídicos han establecido límites específicos, especialmente cuando la expresión puede interferir con la separación entre Iglesia y Estado o con la igualdad en procesos democráticos.

Un primer acercamiento al tema lo encontramos en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos. En él, la Corte Interamericana (CIDH) ha sostenido reiteradamente que las restricciones a la libertad de expresión deben ser excepcionales, necesarias y proporcionales. Aunque la CIDH no ha resuelto un caso específico centrado exclusivamente en ministros de culto, su doctrina en temas de pluralismo democrático y responsabilidades especiales en ciertos roles públicos permite inferir que cualquier regulación debe evitar la censura previa, ser clara y no inhibir indebidamente el debate democrático.

En México, el artículo 130 constitucional establece límites particulares: los ministros de culto no pueden realizar proselitismo político ni expresar públicamente apoyo o rechazo a candidatos o partidos. Esta regulación tiene su origen histórico en la defensa del Estado laico, pero ha sido reinterpretada a la luz de los estándares internacionales. La Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) ha sostenido que estas limitaciones no violan la libertad de expresión porque persiguen un fin constitucional legítimo —proteger la equidad en las contiendas políticas— y regulan únicamente manifestaciones de carácter electoral, no opiniones religiosas o morales en general. La Corte ha sido clara al señalar que los ministros no pierden su libertad de opinión, pero sí sus opiniones no pueden convertirse en instrumentos de presión político-electoral desde posiciones de autoridad religiosa. A esta interpretación de la SCJN se suma el trabajo del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación en donde encontramos diversas resoluciones que potencian la precisión de los límites.

Un enfoque diferente es el de Estados Unidos el cual es notablemente distinto. La Primera Enmienda protege ampliamente tanto la libertad de expresión como la libertad de religión. No existen prohibiciones constitucionales para que los ministros de culto opinen sobre política o candidatos. Sin embargo, la regulación surge en el ámbito fiscal: bajo la disposición conocida como Johnson Amendment, donde las organizaciones religiosas con estatus de exención fiscal no pueden intervenir a favor o en contra de candidatos políticos. Esta limitación no se dirige a los ministros individualmente, sino a las instituciones como beneficiarias de un régimen fiscal especial. Aunque el debate sigue vigente, la Suprema Corte estadounidense ha evitado invalidar esta regla y no ha considerado que viole la Primera Enmienda.

Por su parte el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha tratado la expresión religiosa en contextos políticos con un enfoque de “margen de apreciación”, es decir que cada Estado puede fijar límites distintos siempre que no se conviertan en restricciones arbitrarias o discriminatorias. El TEDH reconoce que los ministros de culto pueden tener una influencia significativa en la vida pública y que, en ciertos contextos, un Estado puede limitar expresiones que afecten la neutralidad religiosa del aparato público o la convivencia democrática. Sin embargo, exige siempre una justificación estricta, especialmente cuando la expresión tiene un carácter social y no implica incitación al odio o a la violencia.

Como podemos observar, el reto consiste en equilibrar el derecho individual del ministro a expresarse con la protección colectiva del espacio democrático. La clave, como coinciden los estándares internacionales, es la proporcionalidad, es decir que las restricciones deben ser específicas, necesarias y no deben impedir la participación de las voces religiosas en debates públicos amplios, especialmente en temas éticos, sociales o de derechos humanos.

Un modelo democrático robusto no busca silenciar la expresión religiosa, sino evitar que se convierta en un mecanismo de presión indebida. La regla fundamental debe ser que los ministros, como ciudadanos, pueden opinar, pero que el ejercicio de su autoridad espiritual no debe utilizarse para incidir coercitivamente en procesos políticos o electorales.

Es claro que la libertad de expresión de los ministros de culto no es absoluta, pero tampoco debe ser anulada. Los diferentes sistemas jurídicos coinciden en un punto esencial: en democracia, la religión puede aportar perspectivas valiosas al debate público, siempre dentro de un marco que garantice igualdad, pluralismo y respeto por los valores democráticos y la dignidad de la persona.

Cortesía de El Economista



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