
Puede sonar contradictorio, pero la medicina contemporánea ha olvidado que integrar no es un déficit de saber, sino otra forma —más exigente— de especialización. Sin embargo, la organización actual del cuidado ha producido una jerarquía que confunde lo técnico con lo complejo y lo fragmentado con lo profundo. El resultado es un sistema de salud que valora más la parte que el todo, el episodio que la trayectoria y el procedimiento que el acompañamiento. Esa distorsión tiene raíces históricas.
La idea de que el no especialista es un médico “incompleto” es un equívoco antiguo que surgió con el hospital moderno, que convirtió cada parte del cuerpo en un territorio separado y elevó esa división a criterio de verdad médica. La educación del siglo XX consolidó esa arquitectura con departamentos, laboratorios y procedimientos que reforzaron la noción de que la profundidad solo existe cuando se acota el campo de acción. El no especialista quedó ubicado en el polo opuesto: alguien que hace “un poco de todo” y cuya presencia es útil para lo cotidiano o simple, pero prescindible para lo importante.
Conviene aquí distinguir entre el médico general y el generalista. El médico general es un egresado con buena formación teórica pero sin la densidad práctica que exige el primer nivel; el generalista, en cambio, es un profesional capaz de manejar incertidumbre, integrar trayectorias, leer contextos y sostener la complejidad cotidiana. La experiencia prolongada puede acercar al médico general a ese perfil, pero sin prácticas deliberadas y continuidad real, la integración no se consolida. El médico familiar, por su parte, es un especialista formal, aunque su formación no siempre se orienta plenamente al generalismo. En los sistemas más sólidos, el generalista surge de formación avanzada y práctica supervisada; en México, en cambio, muchos recién egresados deben enfrentar esa complejidad sin entrenamiento suficiente, y los médicos generales con años de práctica rara vez encuentran las condiciones institucionales para convertirse en verdaderos generalistas. Por eso, la superficialidad que a veces se atribuye a la práctica generalista no es una falla individual, sino la consecuencia de un sistema que encarga lo más difícil a quienes menos respaldo reciben.
El cuidado de la vida humana no cabe en una estructura taxonómica de profesiones. La comorbilidad, la cronicidad, el envejecimiento, el deterioro cognitivo y las exposiciones acumuladas exigen una mirada que no puede fragmentarse sin consecuencias. El generalista trabaja justo en ese territorio donde las enfermedades rara vez ocurren de forma aislada, donde los síntomas desbordan límites disciplinarios y donde el contexto modifica radicalmente el curso de la enfermedad. En ese sentido, es un especialista de lo amplio, de lo incierto, de lo interconectado: un experto en la complejidad, aunque la modernidad médica haya decidido que la complejidad vale menos que la precisión.
A veces se utiliza la distinción entre perfiles formados en “I” —profundos en un territorio estrecho— y aquellos que combinan profundidad con capacidad de integrar contextos, algo parecido a una “T”. La medicina del siglo XX y en la primera cuarta parte del XXI privilegia la “I”, aunque la vida real exiga cada vez más esa integración. Desde esa perspectiva, el generalista encarna de forma natural esa manera de mirar, aunque el sistema remunere como si solo la “I” importara.
Este desajuste no es exclusivo de México. Datos recientes de Health at a Glance 2025 muestran que, en promedio, apenas tres de cada diez médicos en los países de la OCDE ejercen como generalistas, una proporción prácticamente estancada desde hace dos décadas (OECD, 2025). Los extremos ilustran la asimetría: en Grecia y Estados Unidos los generalistas representan apenas el 10% del personal médico, mientras que en Portugal, Irlanda y Colombia superan la mitad.
En México, la brecha adquiere un matiz particular. Según la Dirección General de Informacion en Salud de la Secretaría de Salud, en 2024, 44% de los médicos del sector público eran generales o familiares; al incorporar los datos del sector privado provenientes del INEGI y de los consultorios adyacentes a farmacias, la proporción nacional de médicos generalistas se sitúa alrededor de 42%. Cuando la oferta profesional se inclina de manera persistente hacia el dominio de “lo estrecho”, la capacidad del sistema para sostener “lo amplio” se contrae hasta volverse marginal.
¿Por qué el saber del generalista es tan poco reconocido? La respuesta no está en la clínica, sino en los incentivos. El valor simbólico del especialista se sostiene porque el sistema monetiza el procedimiento, no la continuidad. En casi todos los países —y México no es la excepción— la unidad de valor del acto médico es la intervención aislada. Todo lo que puede contabilizarse, facturarse y exhibirse como productividad adquiere prestigio. El generalista, cuyo trabajo reduce complicaciones futuras, coordina saberes y acompaña trayectorias, genera beneficios enormes, pero estos no se traducen en ingresos inmediatos. Lo que evita daños rara vez aparece en las estadísticas del sistema.
Aquí la jerarquía profesional deja de ser epistémica y se convierte en una expresión de incentivos. La especialidad se vuelve rentable y visible; la práctica generalista, en cambio, parece poco productiva y difícil de monetizar. Es una paradoja persistente: el trabajo más complejo es el menos valorado, mientras que intervenir un fragmento del cuerpo concentra prestigio y paga.
El mercado laboral mexicano intensifica esta polarización. Los salarios del especialista pueden triplicar —o incluso multiplicarse por diez— los del médico general, orientando fuertemente las trayectorias profesionales a seguir de los jóvenes. En 2025, 50,419 médicos se presentaron al Examen Nacional de Residencias Médicas y solo 18,515 obtuvieron una plaza. De ellos, apenas 13% ingresó a medicina familiar; el resto se distribuyó entre especialidades orientadas al modelo “I”. El embudo no solo produce frustración: deposita en el primer nivel a miles de recién egresados que el sistema llama “generalistas”, aunque no hayan recibido el entrenamiento deliberado que esa función exige. Se espera que jueguen en la primera división sin haber pasado por las divisiones formativas.
Un desafío poco reconocido es la falta de docentes formados en el propio primer nivel. Hoy, gran parte de la Medicina Familiar se enseña en hospitales y bajo la tutela de especialistas que trabajan desde una lógica distinta. Esto genera un círculo vicioso: se busca formar generalistas en entornos que no practican ni valoran el generalismo. La experiencia acumulada de muchos médicos generales no siempre se traduce en competencias integradoras porque carecen de supervisión deliberada y de espacios diseñados para enseñar continuidad. Sin un cuerpo docente propio —médicos familiares y generalistas con tiempo protegido, carrera académica y autoridad docente— cualquier intento de fortalecer el primer nivel corre el riesgo de reproducir el mismo sesgo hospitalario que se pretende corregir. La formación generalista requiere mentores generalistas; sin ellos, el modelo nunca dejará de ser declarativo
Existen sistemas donde el equilibrio entre generalistas y especialistas no es una aspiración, sino una decisión estructural: primeros niveles fuertes, bien financiados y con autoridad profesional, donde el generalista tiene formación avanzada, funciones ampliadas y equipos que sostienen la continuidad. Aunque también enfrentan tensiones propias muestran que la integración es posible cuando reglas, incentivos y cultura institucional reconocen que coordinar importa tanto como intervenir. No dependen de héroes individuales, sino de estructuras que sitúan al primer nivel en el centro y no en los márgenes. Pero del dicho al hecho, hay un largo trecho.
Epílogo
México no está condenado a la fragmentación. Incluso muchos especialistas reconocen que, sin un andamiaje robusto en el primer nivel, sus acciones pierden impacto. La sociedad, por su parte, experimenta un cansancio creciente ante un sistema en el que nadie asume la trayectoria completa de su cuidado.
Recuperar al generalista no es nostalgia es una necesidad contemporánea. El cuidado del futuro requiere profesionales capaces de leer patrones amplios, comprender contextos, sostener procesos largos y coordinar especialidades sin perder de vista la vida del paciente. No se trata de oponer generalistas y especialistas, sino de abandonar la jerarquía que los enfrenta. La especialidad seguirá siendo indispensable, pero sin generalistas fuertes que integren, su trabajo se mantiene fragmentado e ineficiente.
Fortalecer el primer nivel implica cambiar las reglas del juego: financiamiento que premie la continuidad, no únicamente la resolución de episodios; plazas suficientes de Medicina Familiar para dar masa crítica al sistema; y programas laborales que permitan que el generalista asuma funciones avanzadas con respaldo real, no solo con entusiasmo personal. Sin ese andamiaje, el cuidado integrado sigue siendo una aspiración sin suelo institucional.
En el terreno formativo, más que reemplazar un modelo por otro, lo urgente es corregir la asimetría. La educación médica no puede seguir produciendo perfiles estrictamente verticales y esperar que después integren complejidad por intuición. El cuidado primordial debería convertirse en el espacio donde se aprende a manejar incertidumbre, leer contextos, priorizar riesgos y construir longitudinalidad. Para ello se requieren prácticas supervisadas, tutores con experiencia real en primer nivel y programas de transición profesional que permitan que el egresado no debute solo en la primera división, sino que adquiera la densidad clínica que los sistemas más sólidos consideran indispensable. Formar generalistas no es “producir médicos sin especialidad”: es preparar profesionales capaces de sostener la complejidad que la sociedad ya les está demandando.
Reconocer al generalista como especialista de la complejidad no es un gesto simbólico, sino una condición para que el cuidado vuelva a parecerse a la vida real. Y quizá el primer paso sea nombrarlo sin temor: el generalista no es lo opuesto del especialista, sino un especialista de lo complejo.
Referencias sugeridas
- Comisión Interinstitucional para la Formación de Recursos Humanos para la Salud (CIFRHS). (2025). Resultados del Examen Nacional de Aspirantes a Residencias Médicas (ENARM 2025). México: Secretaría de Salud.
- INEGI. Tabulados de Recursos Humanos y materiales del Sector privado 2024. https://www.inegi.org.mx/temas/recursospriv/#tabulados
- OECD. (2025). Health at a Glance 2025. Paris: OECD Publishing.
- SSA/DGIS/SIMBA. Médicos por tipo en instituciones públicas. https://sinaiscap.salud.gob.mx/DGIS/#
*El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington.
Las opiniones vertidas en este artículo no representan la posición de las instituciones en donde trabaja el autor. [email protected]; [email protected]; @DrRafaelLozano
Cortesía de El Economista
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