La nueva historia de Marcelo Birmajer: Los platos rotos (primera parte)

Por entonces, Benito viajaba cuatro o cinco veces al año. Volaba a Madrid por una semana, regresaba a Buenos Aires, y un mes más tarde emprendía el trayecto a Barcelona, o al mismo Madrid. Colombia, México, Chile, Vietnam. Entre los 30 y los 50 años había trajinado los cielos. La profusión de acontecimientos se acumulaba en un proteico desorden de su memoria, cobrando relevancia más las historias que las fechas, los lugares o los nombres. ¿Quién podía recordar el nombre del conserje, o del piloto, o del transeúnte? Pero la “aneda”, como la llamaba Carlitos Balá, permanecía vigente.

Benito lamentaba los diminutivos, y su apellido parecía uno. Pero no tenía otro. Su propio nombre le resultaba aún más deprimente.

Había trabajado como autor de guías de viaje durante más de treinta años. La guía de Montevideo, desplegada como una serie de relatos breves que a su vez conformaban una historia completa, con comienzo, desarrollo y final, cautivó al editor tanto como al público.

Reinició su oficio en esa senda de estructura ficcional, con viñetas aún más fructíferas acerca de restaurantes, parques de diversiones o librerías célebres. Los comercios pagaban extra por su inclusión; pero la selección de Benito sólo atendía sitios con atractivo intrínseco.

En algún momento se le acabaron los viajes y las guías. Algo había cambiado en el mundo. La crisis financiera del 2008 había sido demoledora para el mercado del libro impreso. Pero también se sumaba cierta nueva mirada en contra. La ironía había sido reemplazada por un cinismo marcial; el humor de la singularidad individual, a contrapelo de cualquier corriente, había sido reemplazado por una hipocresía colectiva y bien pensante. Las gentes preferían roncar a reír. Pero despertaban negando haber roncado.

En cualquier caso, cosas peores habían pasado. Trató de recordar aquel asunto. Como en Asterix legionario conformó un grupo de argentinos que, enrolados en distintas disciplinas, participaban de un Congreso de ya no recordaba qué. El antropólogo llevaba la voz cantante. Quizás era una celebridad. Benito lo conocía de solapas. Nunca había leído alguno de sus escritos. Referían a las clases olvidadas de Argentina. Supuestamente los indígenas, los negros, los milagreros. Benito sólo se olvidaba sus efectos personales. En alguna de las ponencias, mucho antes de que el lenguaje intrusivo intentara copar la parada en la segunda década del siglo XXI, el antropólogo había pronunciado: indígenes.

Por algún motivo, al regresar a la habitación de su hotel luego de haber escuchado, por primera vez en su vida, la expresión “indígenes”, no como error sino como deliberado neologismo, Benito se preguntó si aquellos indígenas, olvidados según el antropólogo, tomarían a bien una E que indiferenciara sus identidades. Finalmente salió para una casa editorial, en aquel mismo país, donde debía firmar un contrato para una nueva guía de viajes, de museos latinoamericanos.

Cuando Benito arribó al despacho, el editor se hallaba en medio de una conversación telefónica. Todavía existían teléfonos fijos. El editor le hizo un gesto a Benito de que podía aguardar sentado. Alrededor se desplegaban distintas vituallas propias del desayuno -croissants, chipacitos, repostería de chocolate, jarras de jugos tropicales-, por más que Benito ya hubiera desayunado opíparamente en el hotel.

El editor cortó con el rostro crispado. Sin saludar, le descerrajó:

-Un millón de ejemplares de García Márquez. Con una errata. Una errata en la tapa.

La E del antropólogo se le apareció a Benito en un anaquel del aire. ¿Tal vez pudiera explicársele al mundo hispanoparlante esa errata como una toma de posición social, a favor de las clases olvidadas?

Pero Benito prefirió callar. El editor se tomaba el rostro en una reflexión despanzurrada. Benito presintió que, de haber sido porteño el editor, estaría gritando o tomando medidas fatales. Mientras que en esa zona de la región, una cierta calma antecedía y seguía a cualquier catástrofe, humana o natural, excepto que se formara parte de un grupo guerrillero o un comando parapolicial, en cuyo caso se mataba sin mayores prolegómenos ni posteriores ceremonias.

-¿Qué van a hacer con los remanentes? -preguntó Benito conmovido, sin saber bien por qué denominaba de ese modo al millón de libro malogrados.

-No lo sé -replicó el editor-. Mañana llega Gabo. Se supone que inauguramos la primera tirada de un millón de ejemplares en su presencia.

Benito sentía el impulso de la hermandad latinoamericana: ayudar al colega en desgracia; aunque en el mundo real, el editor era también su contratista.

-Creo que perfectamente puede tomarlo a broma -intentó Benito-.

-O cambiar de editorial -respondió lívido, el editor-.

Observando el rostro del editor, y girando en su monólogo interno la palabra “lívido”, Benito se preguntó si habría existido un emperador o personaje romano con ese nombre, y cómo lo hubiera modificado el antropólogo para que no resultara hostil a las clases olvidadas.

Finalmente, como un trámite menor, apenas una coda al verdadero drama que se desarrollaba en aquel despacho, Benito firmó el contrato, y dedicaron el resto de la reunión a elucubrar un plan para recibir al Premio Nobel sin quedar sepultados bajo el peso del millón de ejemplares con una errata en la tapa. Al día siguiente, García Márquez precedería las exposiciones del cónclave con su propia alocución.

Mientras Benito aguardaba al editor en la suntuosa entrada del hotel -una suerte de vivero gigante, con altas palmeras casquivanas y un calor imperial-, regresaban juntos de alguna parte el antropólogo y otro personaje de la troupe, el arquitecto.

El arquitecto aparentemente había dedicado su vida a la planificación y propuesta de “barrios populares”, que finalmente no se habían materializado. Había figurado en la nómina, siempre con un dejo de condescendencia, de varios gobiernos. Se definía como un “arquitecto popular”; pero Benito no podía dejar de verlo como un malo de Batman, El Arquitecto, cuyas construcciones amenazaban derrumbarse en cualquier momento, en medio de una cena familiar.

No obstante, era mucho menos fatuo que el antropólogo, y al menos solía bromear en los desayunos. El antropólogo llevaba entre manos una pila de una docena de platos de cerámica recién adquiridos, precolombinos, según el antropólogo manufacturados por las clases olvidadas. Los dejó en conserjería, para que un integrante de las clases olvidadas, el botones, se los subiera a la habitación; y siguieron con el arquitecto al spa.

Rumbo al aeropuerto, a recibir al Premio Nobel -que no era lo mismo que recibir el Premio Nobel-, en una combi blindada y refrigerada, en el interminable viaje -todos lo eran en aquellas carreteras- el editor y Benito confabularon un supuesto retraso de la edición, hasta encontrar una mejor coartada.

Aguardaron con respiración contenida el aterrizaje, como si se tratara del regreso de Perón. Pero del poco concurrido contingente de pasajeros sólo y únicamente asomaron, como figuras relevantes, Ernesto Cardenal, el ex revolucionario y poeta eclesiástico de la Liberación, con un chocolate derretido en la mano y en gran parte de la barba, y una mujer espectacular, como una de esas tormentas inesperadas del Caribe, a la que sin embargo el editor pareció reconocer.

(Este relato concluirá la próxima semana).

Cortesía de Clarín



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