Si hubiera que rescatar del baúl del pasado a un personaje que representara el destino del ser humano en cualquier época, sin duda resultaría un acierto escoger como prototipo al templario. Ayudó a otros a llegar a la cumbre y fue obligado a tocar fondo. La Historia es maestra de la vida y, como tal, podemos asumir más de una enseñanza si ponemos en el centro de la mirada al «pobre caballero de Cristo» que, doscientos años después, finalizó su ciclo transitando de santo a hereje, por no poder ni querer el rey de Francia, Felipe IV el Hermoso, devolver la deuda contraída por su abuelo, san Luis, salvado de la Séptima Cruzada por el ejército de los templarios.
Aventura trepidante
Estos leales jinetes supieron gestar un proyecto inteligente en el momento adecuado. Desde 1095, Europa era escenario de la Primera Cruzada predicada por Urbano II como respuesta a la expansión del Islam. En las campañas realizadas en este marco de Guerra Santa participaron nobles de las principales cortes europeas; unos, animados por cuestión de fe y otros, más bien, por granjearse el favor de Roma. Esta primera expedición culminó en 1099 con la toma de Jerusalén por parte de los valedores de la cruz. Algunos participantes se instalaron en Judea para consolidar el dominio cristiano y, entre ellos, había un grupo de nueve caballeros, erigidos en protectores de los peregrinos que emigraban a Tierra Santa. La presidencia del círculo recaía en el francés Hugo de Payns y en el flamenco Godofredo de Saint-Omer, quienes entre 1119 y 1120 impulsaron su constitución en forma de corporación militar y religiosa. La agrupación Milicia de los Pobres Caballeros de Cristo recibió otros apelativos como Caballeros de la Ciudad Santa, Caballeros del Templo de Salomón de Jerusaléno Santa Milicia Jerosolimitana del Templo de Salomón, si bien la denominación Orden del Temple fue la que causó furor.

En 1128 se convocó el concilio de Troyes para conferir reconocimiento oficial a la mesnada. La vida diaria del monje-soldado estaría integrada por pasajes de sencillez, pobreza, castidad y oración: como exhibe su sello, dos jinetes en un mismo corcel cabalgando en silencio camino de la Ciudad Santa.
En pocos años ya sumaban 30 000 hombres y 9000 encomiendas. Las viejas coronas les entregaron más de cincuenta fortalezas que garantizaban su puesto preeminente en Francia, Alemania, España, Portugal o las Islas Británicas. Consiguieron la confianza de los nobles, que les hicieron enormes donaciones. En especial los sostenían con sus ingresos aquellos que no podían viajar a Galilea; de este modo contribuían a adquirir para sí una parcela de cielo desde el adarve del castillo.
Pasaron de ser pobres de espíritu a ricos en peculio, pues tuvieron una idea ingeniosa, ya que, al organizar la logística de las Cruzadas, cubrieron un hueco y pusieron en marcha la primera multinacional y el primer macro-Estado, con un sistema bancario del que la contemporaneidad es deudora. Además de ser tratantes de caballerías, manejaban letras de cambio, cheques y un lenguaje cifrado para operar movimientos en las casas de encomienda. El misticismo los alentaba, pero, a la vez, respondían a las necesidades materiales en la plenitud de la Edad Media como mecenas del gótico. En la primera mitad del siglo xii lograron entrar en Portugal gracias al mecenazgo de la condesa Teresa, y en la actual España por el apoyo recibido por Ramón Berenguer III, conde de Barcelona. Uno de los hombres más celebrados de la Reconquista, don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, acabó muy relacionado con los templarios porque sus dos hijas fueron desposadas con dos de sus principales valedores: en el caso de María, con el mencionado conde de Barcelona, y en el de Cristina, con el señor de Monzón, en cuyo castillo de Huesca se conservó la Tizona, famosa espada del Cid. En Navarra y Aragón, en 1131, Alfonso I el Batallador convirtió a la Orden, junto a la del Santo Sepulcro y a la del Hospital, en heredera del reino, un decreto testamentario que soliviantó a los nobles, codiciosos del tesoro.
Asistencia en el camino
Durante su participación en la Reconquista de Jerusalén, el Temple también se hizo cargo de la vigilancia de grandes tramos del Camino de Santiago. Además de estar en primera línea de batalla, los andariegos en busca del abrazo al Santo eran asaltados a menudo por ladrones. El tumbo (libro grande de pergamino) del monasterio de San Pedro de Montes, guardado bajo siete llaves en la catedral de Astorga, nos habla de la encomienda de Ponferrada desde 1178, villa de paso del Camino de Santiago protegida por los templarios.

La leyenda dice que la ubicación de los centros de oración y hospedaje estaba condicionada por las circunstancias mágicas o esotéricas, además de obedecer a decisiones estratégicas. Más de 500 monumentos españoles se hallan vinculados al Temple: la Vera Cruz de Segovia, la basílica de Caravaca de la Cruz en Murcia, Monsacro en Asturias, Horta de Sant Joan en Tarragona, el fuerte de San Francisco de Guadalajara…
Los templarios eran 100 % monjes y 100 % soldados. La fuerte instrucción militar y religiosa convertía a estos individuos en verdaderos exponentes de la cruz y de la espada, no podían mirar a una mujer dos veces a la cara por si se enamoraban y eran célibes. Debían guardar silencio incluso en las grandes galopadas, comunicándose por gestos con el compañero. Haciendo balance desde el siglo xxi de la actividad que desarrollaban, cabría preguntarse cómo eran capaces de matar y de rezar a la vez. La cuestión estriba en que, desde antiguo, en la religión como en la guerra, matar a un enemigo no se contemplaba como pecado.
Leyenda siniestra
Este ejército de élite desplegado en territorios límite supo entablar diálogo con el otro, más allá de la diferencia irreconciliable en las creencias. Los maestres no solo se relacionaban con los príncipes musulmanes en nombre de la Orden, sino que fueron los garantes de los tratados suscritos entre las dos religiones. Como escribe el cronista árabe Abu-al-Faraj, «los consideraban hombres puros, incapaces de faltar a su palabra».
Inocencio II valoró su aportación a las Cruzadas, en la bula Omne datum optimum de 1139, reservándoles ciertos privilegios como la capacidad de responder de sus actos únicamente ante el papado y la exención del pago de los diezmos a los obispos. Esta cercanía con Roma no dejó de ser a medio plazo un impedimento, ya que pronto despertaron odios. A la muerte de Bonifacio VIII, Felipe IV logró colocar en el trono pontificio al arzobispo de Burdeos, un hombre pusilánime y endeudado que adoptó el nombre de Clemente V. Con este nuevo papa comenzó el juicio contra los templarios, en el que fueron acusados de sodomía y de prácticas satánicas. El último Gran Maestre, Jacques de Molay, y 140 miembros de la Orden sufrieron prisión y tortura. El 18 de marzo de 1314, Molay fue quemado en la hoguera. Felipe IV se había quitado de en medio al rival más fuerte, pero el Gran Maestre, antes de ser devorado por las llamas, emplazó al rey y al papa a una muerte cercana; el último deseo de Molay se cumplió, ambos fallecieron a los pocos meses.

Así, la etapa de las Cruzadas parecía haber llegado a su fin y estos monjes-guerreros fueron rodeados de una leyenda siniestra que tornaba en malvados a los bienaventurados. Habían sido disueltos, pero del recuerdo no quedaron extintos. El romanticismo los exaltó y el ocultismo inyectó al devenir de estos guerreros nuevas notas misteriosas. El sigilo y la incesante búsqueda de reliquias del Antiguo Testamento dentro del Templo de Jerusalén no hicieron más que alimentar el enigma del estandarte blanco.
En el año 2007 salió a la luz un documento de los archivos secretos del Vaticano conocido como el Pergamino de Chinon (1308), según el cual el mismo pontífice que sentenció a los templarios habría decretado su absolución. La Orden fue refundada en varios lugares con diversos nombres. A comienzos de 1981, la Santa Sede encontró más de 400 organizaciones sucesoras de los templarios y, actualmente, esta fraternidad sigue siendo para muchos una filosofía de vida que mantiene vivo el lema: «No a nosotros Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria».
Cortesía de Muy Interesante
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