Creación de la Orden del Temple: de nueve caballeros a potencia medieval

Su nombre oficial era Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón (en latín, Pauperes Commilitones Christi Templique Salomonici), aunque en la memoria colectiva ha quedado registrada con el más sencillo de Orden del Temple —del francés Ordre du Temple, Orden del Templo— y sus miembros con el de templarios. Del siglo xii al xiv fue una de las más activas y populares órdenes militares cristianas, concentró un enorme poder y gestionó una compleja estructura económica y un vasto patrimonio, y desde su desaparición hasta nuestros días ha dado lugar a innumerables mitos, especulaciones y leyendas. Su origen histórico, sin embargo, no presagiaba tan fulgurante trayectoria: desde su nacimiento en Jerusalén en 1118 o 1119 hasta su aprobación definitiva por la Iglesia católica diez años más tarde, parece que estuvo formada por solo nueve caballeros, los templarios originales o «padres fundadores». 

Porque Dios lo quiere

Las órdenes caballerescas hunden sus raíces en la explosión de religiosidad del año 1000 que dio lugar a las Cruzadas. Recién salida Europa de la crisis milenarista, la autoridad religiosa había introducido en el belicoso mundo medieval la noción de la paz o tregua de Dios, que dirigía el ideal de caballería hacia la defensa de los débiles sin rechazar por ello el uso de la fuerza: ya el papa Juan VIII, a finales del siglo ix, había declarado que quienes murieran luchando contra el infiel verían sus pecados perdonados y se equipararían a los mártires de la Iglesia. Este exacerbado sentimiento religioso se manifestaba también en las peregrinaciones a lugares santos. Roma, meta tradicional de los peregrinos, fue paulatinamente sustituida, desde principios del siglo xi, por Santiago de Compostela y sobre todo por Jerusalén, un destino lleno de peligros y obstáculos (salteadores de caminos, fuertes tributos para los señores locales, vejaciones de los musulmanes) que, no obstante, no disuadían a los fieles, seducidos además por la esperanza de hallar en Oriente aventuras y fabulosas riquezas. Tras la caída de Jerusalén en manos turcas, la Europa cristiana se movilizó para rescatar la ciudad de los musulmanes al grito de «Dios lo quiere» (Deus vult), frase que encabezó el discurso del papa Urbano II en el concilio de Clermont (1095), en el que convocó la Primera Cruzada. Las recompensas espirituales y terrenales prometidas hicieron que príncipes y señores respondiesen al llamamiento del pontífice y, de este modo, la expedición militar culminó con la conquista de Jerusalén en 1099 y con el establecimiento de territorios latinos en la zona: los condados de Edesa y Trípoli, el principado de Antioquía y el reino de Jerusalén, cuyo primer monarca, entronizado en 1100, sería Balduino I. 

Miniatura gótica en la que Urbano II bendice la partida de la Primera Cruzada en el concilio de Clermont. ASC.

Poco después, hacia 1118 o 1119 y ya bajo el reinado de Balduino II, algunos de los caballeros que habían participado de forma prominente en la Cruzada decidieron quedarse a defender los Santos Lugares y a los peregrinos cristianos que viajaban a ellos y ofrecieron al rey sus servicios. La tradición habla, concretamente, de nueve cruzados, todos provenientes de Francia y de la baja nobleza: Hugo de Payns, el jefe del grupo (ver recuadro), Godofredo de Saint-Omer, Godofredo de Bisol, Payen de Montdidier, André de Montbard, Arcimbaldo de SaintAmand, Hugo Rigaud y dos personajes de los que las crónicas solo han guardado sus nombres de pila, Gondemaro y Rolando, y cuya identidad real se desconoce. Balduino II, acuciado por la necesidad —no podía dedicar muchos recursos a la protección de los caminos, ya que no contaba con efectivos suficientes—, aceptó la propuesta. Además, el hecho de que Hugo de Payns fuese pariente del conde de Champaña (y probablemente también, aunque lejano, del mismo Balduino) llevó al rey a conceder a aquellos caballeros derechos y privilegios. 

 De una humilde policía de caminos al espaldarazo de Troyes

Entre dichos privilegios figuraba un alojamiento en su propio palacio, que no era sino la mezquita de Al-Aqsa, ubicada en la explanada donde había estado situado el Templo de Salomón. De este modo, cuando Balduino trasladó el trono a la Torre de David, la mezquita pasó a ser la sede oficial de la recién constituida Orden, que adquirió así no solo su cuartel general sino también su nombre completo: los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón. 

Durante este periodo inicial en Jerusalén, dado su exiguo número, los templarios se dedicaron únicamente a escoltar a los peregrinos: apostados en el desfiladero de Athlit, protegían los pasos de la zona de Cesarea cumpliendo las funciones de una especie de policía aduanera o de caminos. No obstante, hay que tener en cuenta que, pese a que las crónicas refieran que solo hubo nueve caballeros durante la primera década de existencia de la Orden, esta cifra es sumamente engañosa: según la costumbre de la época, todos los caballeros tenían un séquito, por lo que se considera que a cada uno de ellos habría que añadir cuatro o cinco personas a su servicio. Estaríamos hablando, pues, de unos treinta a cincuenta miembros de la Orden entre caballeros, peones, escuderos y servidores; un dato interesante que socava el supuesto «misterio» de que Balduino II hubiera donado un emplazamiento tan grande como la mezquita para acoger a tan solo nueve personas, misterio que ha alimentado la fantasiosa teoría de que el verdadero propósito de los primitivos templarios habría sido excavar en secreto los sótanos del Templo de Salomón en busca del Arca de la Alianza. 

La Orden fue muy bien recibida desde el principio tanto por el poder político como por el eclesiástico: el patriarca latino de Jerusalén, Garmond de Picquigny, la aprobó canónicamente y le impuso la regla de los agustinos del Santo Sepulcro. Además, Balduino II se encargó de escribir cartas a los reyes y príncipes más importantes de Europa a fin de que le prestaran todo su apoyo, y enseguida empezaron a afluir las donaciones. Faltaba el refrendo papal y, así las cosas, a finales de 1127 Hugo de Payns regresó a Europa acompañado por Godofredo de Saint-Omer y Payen de Montdidier con varios objetivos: reclutar nuevos templarios, tomar posesión de las numerosas donaciones, organizar las primeras encomiendas en Occidente, casi todas en su región natal de la Champaña, y, por encima de todo, visitar en Roma al papa Honorio II para solicitar un reconocimiento oficial de la Orden mediante la convocatoria de un concilio. 

El resultado de tantas gestiones llegó el 13 de enero de 1129, fecha en la que dio comienzo el concilio de Troyes en la ciudad francesa del mismo nombre con el objeto de redactar la regla para la Orden del Temple. El concilio estuvo encabezado por el legado pontificio Mateo de Albano y a él concurrieron los obispos de Chartres, Reims, París, Sens, Soissons, Troyes, Orleans y Auxerre, destacados abades cistercienses como san Esteban Harding y san Bernardo de Claraval y nobles como los condes de Champaña y de Nevers. Hugo de Payns les expuso los humildes comienzos de su obra, manifestó la urgente necesidad de crear una milicia con capacidad suficiente para proteger a los cruzados y, sobre todo, a los peregrinos en Tierra Santa, y solicitó de aquellos ilustres personajes que deliberaran sobre la constitución que habrían de dar a dicha organización. 

Este antiguo santuario, hoy convento, producía un óleo milagroso que, embotellado, los templarios vendían en Europa con gran éxito.
Este antiguo santuario, hoy convento, producía un óleo milagroso que, embotellado, los templarios vendían en Europa con gran éxito. ASC.

La importancia de los padrinos

En el éxito obtenido en Troyes, Payns no estuvo solo: fue decisiva la ayuda prestada por san Bernardo de Claraval, quien, por su parentesco y cercanía con varios de los nueve primeros caballeros, se había esforzado sobremanera en dar a conocer la orden en la corte papal, después de ciertas reticencias iniciales. Bernardo era sobrino de André de Montbard y primo por parte de madre de Hugo de Payns, y era asimismo una de las figuras más influyentes y admiradas en Francia y en la propia Santa Sede por haber sido uno de los artífices de la reforma de la regla benedictina. Con estos avales, el monje participó activamente en el diseño del reglamento de la Orden del Temple salido del concilio de Troyes y asesoró a los templarios en su redacción. Posteriormente, ayudó de nuevo a Hugo de Payns en la confección de una serie de cartas en las que señalaba a la Orden como el verdadero ideal de la caballería e invitaba a las masas a unirse a ella. 

Tras su confirmación en Troyes, sucesivas bulas —Omne datum optimum (1139), Milites Templi (1144) y Militia Dei (1145)— concedieron cuantiosos y crecientes privilegios a los templarios. Así, se les dio autonomía formal y real respecto de los obispos, quedando sujetos solo a la autoridad papal. También se los excluyó de la jurisdicción civil y eclesiástica, se les permitió tener sus propios capellanes y sacerdotes y se les otorgó el poder de recaudar bienes y dinero de variadas formas (por ejemplo, mediante el óbolo —las limosnas que se entregaban en las iglesias— una vez al año). Además, estas bulas papales les concedieron el derecho sobre todas sus conquistas en Tierra Santa y atribuciones para construir fortalezas e iglesias propias, lo que les llevaría a alcanzar muy pronto una gran independencia y un enorme poder. 

La regla templaria más antigua de la que se tiene noticia es la redactada en Troyes. Escrita muy probablemente en latín, estaba basada hasta cierto punto en los hábitos y usos anteriores al concilio, aunque modificados por el hecho de que hasta ese momento los templarios vivían bajo la regla de los agustinos, que en Troyes se sustituyó por la cisterciense (la benedictina que había reformado y que profesaba Bernardo de Claraval). Para elaborar dicha regla, Hugo de Payns expuso ante los presentes las necesidades de la Orden del Temple y se dispusieron, artículo por artículo hasta un total de 75, incluso los más mínimos detalles: la forma de ayunar o de llevar el peinado (corto, para diferenciarse de los infieles), los rezos y oraciones, el armamento de que podían disponer los caballeros…

Consagración y expansión

Sirva de ejemplo el artículo X, ‘Del comer carne en la semana’: «En la semana, si no es en el día de Pascua de Natividad, o de Resurrección, o de festividad de Nuestra Señora, o de Todos los Santos, basta comerla en tres veces, o días, porque la costumbre de comerla, se entiende, es corrupción de los cuerpos. Si el martes fuere de ayuno, el miércoles se os dé con abundancia. En el domingo, así a los caballeros como a los capellanes, se les dé sin duda dos manjares, en honra de la santa Resurrección; los demás sirvientes se contenten con uno y den gracias a Dios». 

Una vez redactada, la regla fue entregada al patriarca de Jerusalén, a la sazón Esteban de Chartres, que eliminó 12 artículos e introdujo 24 nuevos, entre los cuales se encontraba la referencia a que los caballeros habían de vestir manto blanco y los sargentos manto negro. Posteriormente, en 1167 (o, según algunos estudiosos, en 1187), se redactaron los estatutos jerárquicos de la Orden, una especie de reglamento oficial que desarrollaba en más de 600 artículos, divididos en secciones, aspectos que no habían sido tenidos en cuenta por la regla primitiva (jerarquía, vida conventual, militar y religiosa, deberes y privilegios de los hermanos templarios, etc.). 

Después de recibir la regla en Troyes, cinco de los nueve integrantes primigenios de la Orden, encabezados por Hugo de Payns, viajaron primero por Francia y después por el resto de Europa con el objeto de recoger nuevas donaciones y alistar caballeros en sus filas. Se dirigieron inicialmente a los lugares de los que provenían, con la idea de que serían mejor aceptados, y se aseguraron así cuantiosas aportaciones económicas. En este periplo consiguieron reclutar en poco tiempo una cifra cercana a los trescientos caballeros, sin contar escuderos, hombres de armas y pajes. Se iniciaba así la enorme expansión de la Orden del Temple, que creció tan rápidamente en tamaño y poder que muy pronto sus integrantes dejaron de ser pauvres chevaliers para convertirse en formidables terratenientes: hacia 1170, unos cincuenta años después de su fundación, sus dominios se extendían ya por tierras de las actuales Francia, Alemania, Reino Unido, España y Portugal, además de contar con una larga serie de fortificaciones por todo el mar Mediterráneo y Tierra Santa. 

Esta expansión territorial, claro está, llevó aparejado un incremento proporcional de su riqueza, que llegó a ser como ninguna otra en todos los reinos de Europa. Para el año 1220, era la organización más grande de Occidente en todos los sentidos, desde el militar hasta el económico, con más de 9000 encomiendas repartidas por Europa, unos 30 000 caballeros y sargentos (más los siervos, escuderos, artesanos y campesinos adheridos a ellos), más de 50 castillos y fortalezas entre Occidente y Oriente Próximo y una flota propia anclada en los puertos de Marsella y La Rochelle. 

Claraval fue canonizado en 1174. En este óleo de Alonso Cano, Premio lácteo a san Bernardo, recibe leche del pecho de la Virgen.
Claraval fue canonizado en 1174. En este óleo de Alonso Cano, Premio lácteo a san Bernardo, recibe leche del pecho de la Virgen. ASC.

Los primeros banqueros desde Roma

Así, los templarios crearon todo un sistema socioeconómico sin precedentes en la Historia: una red de comercio fija y establecida y un buen número de posesiones en Europa producían un flujo de dinero constante que permitía subsistir al ejército defensor en Tierra Santa. La Orden acaparaba donaciones, bienes inmuebles, parcelas, tierras, títulos, porcentajes en bienes e incluso pueblos enteros con sus derechos y aranceles. Muchos nobles europeos confiaron en ellos como guardianes de sus riquezas e incluso muchos templarios fueron usados como tesoreros reales, como en el caso del reino francés, que dispuso de tesoreros de la ​​Orden del Temple que tenían la obligación de personarse en las reuniones de palacio en las que se debatiera el uso del tesoro. 

Todo este poder económico se articulaba en torno a dos instituciones características de los templarios: la encomienda y la banca. Antes incluso que venecianos, genoveses y flamencos, los caballeros de Cristo se convirtieron en los primeros banqueros desde la caída de Roma. Conscientes de la escasez de moneda en Europa, ofrecieron en sus tratos intereses mucho más ventajosos que los de los mercaderes judíos y crearon toda una serie de instrumentos financieros para facilitar las transacciones, como los libros de cuentas, los pagarés e incluso las primeras letras de cambio: para evitar el peligro de transportar dinero en metálico por los caminos, la Orden disponía de documentos acreditativos que permitían recoger una cantidad entregada antes en cualquier otra encomienda, para lo cual bastaba con la firma o, en su caso, un sello. 

Encomiendas y reliquias

La otra seña distintiva del proceder económico de los templarios fue la encomienda: un bien inmueble que se formaba gracias a donaciones y compras y a cuya cabeza se encontraba un preceptor. A partir de un molino, por ejemplo, los templarios compraban un bosque aledaño, luego unas tierras de labor, después un pueblo, y con todo ello formaban una encomienda, a la manera de un feudo. Así, establecieron encomiendas que se esparcían por toda la geografía francesa (y más tarde a escala global) y que no distaban unas de otras más que un día de viaje, con lo que garantizaban la seguridad de los que se trasladaban de unas a otras. Asimismo, los templarios tuvieron uno de sus más lucrativos negocios en la comercialización de reliquias: suya era la exclusiva de la distribución del óleo de Saidnaya (un santuario a 30 km de Damasco a cuya Virgen se atribuía el milagro de exudarlo), que embotellaban para su venta en Occidente, y también comerciaron con supuestos fragmentos del Lignum Crucis (la Santa Cruz). Eso sí, toda esta riqueza, en teoría, tenía como única meta mantener en Tierra Santa un ejército en pie de guerra constante; de ahí el lema de la Orden: «Non nobis, Domine, non nobis, sed Nomini Tuo da gloriam» (No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a Tu Nombre da la gloria).

Cortesía de Muy Interesante



Dejanos un comentario: