La nueva historia de Marcelo Birmajer: Los platos rotos (segunda y última parte)

Resumen de la Primera Parte:

Benito, un autor de guías de viaje, comparte un Congreso con una comitiva de argentinos en un país latinoamericano, entre ellos un antropólogo que reivindica a las “clases olvidadas” y un arquitecto de “viviendas populares” que nunca se hicieron. Cuando firma para su nueva guía, el editor le confiesa a Benito que han impreso un millón de libros de García Márquez con una errata en la tapa. El Nobel llegaría al día siguiente. Pero en cambio arriban Ernesto Cardenal y una mujer espectacular.

Efectivamente el editor conocía a Catrina, la mujer que había descendido del mismo avión que Ernesto Cardenal, aunque sin relación con el poeta y sacerdote nicaragüense. Catrina también se dirigía al hotel de marras. Cardenal participaba del evento con una ponencia intitulada “La poesía post revolucionaria latinoamericana”. Los cuatro abordaron la combi blindada y refrigerada.

-¿Y qué tal el nuevo Papa? – preguntó Benito a Cardenal, por decir algo. Del poderoso aire acondicionado, pendían las estalactitas de un apagado conflicto entre el editor y la dama. Benito ya no recordaba si el referido por entonces era Ratzinger. Pero sí que Cardenal se mantuvo silente, con la mirada perdida en la nostalgia por el chocolate que se le había derretido en cuerpo y barba. O simplemente pensaba en Marilyn Monroe.

Cardenal había publicado un libro titulado La piñata, condenando el saqueo de sus ex camaradas sandinistas. Desplazado del poder y despojado de sus hábitos, confesaba que las huestes de Ortega, con la propia aquiescencia de su blanca figura, se habían robado un país.

Benito se preguntó si quizá García Márquez habría preferido, por ese mismo libro, no abordar junto al utopista de Solentiname. Pero esa ausencia nunca se aclaró. Solo sabían, el editor y Benito, que el faltazo les proporcionaba un poco más de tiempo para remedar la catástrofe de la errata, causa en la que ya eran aliados naturales. Después de todo, la editorial era también el principal sustento de Benito como autor de guías de viaje.

El único tema de conversación durante la interminable travesía resultó ese alivio y el cotejo de nuevas estrategias. No le temían a la infidencia de Cardenal -carente de mayor contacto con la realidad-, y mucho menos de Catrina, cuya belleza parecía garantizar una discreción inhumana.

Entre las palmeras, el antropólogo aguardaba a Catrina. Ya desprendido de su pila de platos precolombinos de cerámica, pudo tomar a la mujer por los hombros y besarla en público. El editor palideció notoriamente. Benito subió raudo a su habitación en busca de su soledad, tras aquel viaje obligado en lo que se le representaba como el Arca de Noé.

Benito provenía de un abandono. Su madre, habitante de una villa miseria, lo había dejado en un canasto junto al Río de La Plata, en su sector carritos de la costanera, a pocos días de nacido, a mediados de los años ’60. Había sido recogido por un señor masón, y pescador vocacional. Junto a la esposa, lo habían adoptado. El matrimonio supo del origen de Benito un año después. Se lo revelaron cuando cumplió 17.

Benito decidió buscar a sus padres biológicos.

En la villa, solo sobrevivía su abuela materna, en la misma casucha del nacimiento de Benito. La mujer -de apenas 50 años-, falleció poco después del regreso del nieto. Pero extrañamente Benito prefirió residir allí en vez de con su familia adoptiva. El padre no se lo perdonó.

Sin embargo, le permitió llevarse los libros que quisiera, de su más que respetable biblioteca. Benito continuaba agradecido: le había señalado un camino. Aunque nunca logró decodificar qué significaba exactamente ser masón. Desde la villa miseria, con un leve aura a favor en este rubro, logró publicar una crónica de sus primeros años de vida, en apenas cinco páginas, en una revista que alcanzó su breve auge durante la primavera alfonsinista. A los 20 años ya había conseguido alquilar un monoambiente en el barrio de Almagro.

Al atardecer, en el mismo hotel, el antropólogo, el arquitecto, Benito y Cardenal, brindarían cada cual su respectiva ponencia: Las clases olvidadas, el antropólogo. El hospital Sheraton, el arquitecto. La ya mencionada de Cardenal. Y Guía Perdida de Caracas, Benito.

Los hechos se precipitaron. Alrededor de las 3 de la tarde, el antropólogo le ofertó un ramo de flores, en el pasillo del hall, al arquitecto, quien se ruborizó, le retiró bruscamente la mirada y emprendió el camino opuesto, deliberadamente rechazando el obsequio. La escena resultó tan visible como el beso en la boca con el que el antropólogo había recibido a Catrina.

En las horas que restaron hasta las seis y media de la tarde -la mesa expositora comenzaba a las 19-, Benito especuló con que el arquitecto deseaba mantener confidencial una situación que el antropólogo prefería exponer. Su sospecha se vio confirmada por una amenaza del antropólogo, contra el editor y Benito, en las inmediatas vísperas de la disertación: se había enterado de la errata en la tapa. No permitiría que se dilapidaran así los recursos naturales. Agregó literalmente: “Matar a los árboles para…”. Nunca supo Benito qué demonio lo poseyó para replicarle:

-Los árboles mueren de pie.

El antropólogo pareció ofenderse por esta cita de Casona -en general parecía muy dado a la ofensa-, y se retiró a sus aposentos, presuntamente para agregar alguna apostilla relacionada con la denuncia de la errata. No obstante su caprichoso dispendio de la E al final de un sustantivo masculino.

El editor le susurró a Benito:

-No puedo creer que Catrina prefiera a este impostor.

-La condición humana es una errata.

A las impuntuales 19.20, reunidos los expositores, el antropólogo irrumpió como una tromba: el botones, al dejar los platos sobre la mesa del living del apart, había rajado uno. Una raya asomaba en el pico del Tucán Sagrado. Repentinamente, el antropólogo lanzó contra el botones un insulto racista y soez.

En su declarada y tenaz lucha por permanecer en la clase media, jamás Benito había pensado en algún prójimo en esos términos. Desconocía los colores de piel. No conocía el de sus padres biológicos, no reparaba en el de sus padres adoptivos ni en el propio. El único criterio de evaluación de las personas, para Benito, consistía en los actos, también en relación con las palabras.

Había sido abandonado junto a un río pútrido, había sobrevivido en la extrañeza de un hogar próspero y en la intemperancia de su villa miseria natal. No condenaba ni absolvía según la clase social. Pero el antropólogo, el defensor de las “clases olvidadas”, era en rigor un líder del Ku Klux Klan. Fue demasiado.

-Emisor de chorradas -le dijo Benito al antropólogo-. ¿A quién carajo se le puede ocurrir comprar una pila de platos de cerámica para llevar a Buenos Aires? ¿Pero en qué cabeza de qué clase de imbécil irrecuperable cabe semejante ensoñación? Ni a una recién casada se le ocurriría esa memez. Si llegás a decir una palabra de la errata, no sólo te voy a denunciar como el esclavista que sos, voy a arriesgar mi vida con tal de romperte cada uno de esos platos patéticos.

Por algún motivo, la espontánea admonición de Benito funcionó. El antropólogo se limitó a hablar contra la clase media argentina, la que a grandes rasgos le permitía su fatua posición.

Tras la penosa algarada, ya a salvo en el módico jardín de la piscina pequeña, Benito ponderó el desequilibrio espiritual del antropólogo: fungía rescatar del olvido asuntos inolvidables, pero agredía la intimidad ajena ventilando situaciones que la contraparte prefería mantener oculta. La errata, la relación con el arquitecto. Lo que odiaba de la clase media era el apego a la vida y la resignación a sus imponderables.

Detrás del abrumador follaje y la humedad abrasadora, asomaba la brisa de la noche caribeña, Benito atisbó un rostro femenino contra el rosa oscuro del crepúsculo.

Cortesía de Clarín



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