La historia de la convivencia religiosa suele contarse, demasiadas veces, desde el conflicto. Sin embargo, la arqueología —cuando logra mirar más allá de los grandes relatos políticos— ofrece a veces una imagen muy distinta. Es lo que acaba de ocurrir en el norte de Irak, donde un equipo internacional ha documentado, con métodos estrictamente científicos, la posible coexistencia pacífica entre comunidades cristianas y zoroastrianas hace unos 1.500 años. Un descubrimiento que, salvando las distancias, recuerda a ciertos paisajes históricos de la España tardoantigua, donde cristianos, judíos y paganos compartieron espacio durante generaciones antes de que la historia tomara otros derroteros.
El hallazgo procede del yacimiento de Gird-î Kazhaw, situado en la actual región del Kurdistán iraquí, cerca de la aldea moderna de Bestansur. Allí, un equipo de arqueólogos de la Goethe University Frankfurt ha llevado a cabo varias campañas de excavación que han culminado en una conclusión tan prudente como sugerente: a comienzos del siglo VI d.C., un edificio cristiano de carácter monástico funcionaba a escasos metros de una fortificación sasánida vinculada al zoroastrismo.
Los datos proceden de varios años de trabajo arqueológico continuado en el yacimiento, llevado a cabo por investigadores de la Universidad Goethe de Fráncfort, cuyos hallazgos han sido destacados en un comunicado recientemente. No es un hallazgo llamativo por la aparición de grandes tesoros, sino por algo mucho más relevante para los historiadores: la posibilidad de reconstruir, capa a capa, cómo distintas tradiciones religiosas se sucedieron y convivieron en un mismo espacio durante siglos.
Un edificio enigmático que resultó ser una iglesia rural
El complejo de Gird-î Kazhaw era conocido desde 2015, cuando salieron a la luz cinco pilares cuadrados construidos con piedra de cantera y recubiertos parcialmente con yeso blanco. Desde el principio, su disposición planteó una pregunta clave: ¿era un edificio cristiano o cumplía otra función? Durante años, la hipótesis quedó abierta, a la espera de una excavación más extensa.
Las campañas más recientes se centraron en dos áreas bien definidas. En la denominada Área A, alrededor de los pilares visibles en superficie, los arqueólogos documentaron muros de ladrillo, suelos de tierra apisonada y pavimentos posteriores realizados con piedra y fragmentos cerámicos. A medida que avanzaban los trabajos, apareció un segundo alineamiento de pilares que cambió por completo la interpretación del conjunto.
Todo apunta a que el edificio contaba con una planta basilical de tres naves, orientada de noroeste a sureste, una disposición bien conocida en la arquitectura cristiana primitiva del norte de Siria y la Mesopotamia septentrional. La nave central, con unas dimensiones aproximadas de 25 metros de largo por cinco de ancho, resulta inusualmente grande para un asentamiento rural, lo que sugiere una comunidad estable y organizada.

A este esquema se suma una estancia especialmente reveladora: una sala con pavimento de ladrillos cocidos colocados con cuidado y un remate semicircular en uno de sus extremos. Este tipo de espacio, cercano a lo que en otros contextos se interpreta como un ábside, refuerza la identificación del conjunto como lugar de reunión cristiano. La arquitectura, en este caso, habla con más claridad que cualquier texto.
Un pequeño fragmento que confirma una gran hipótesis
La prueba material más directa de la función cristiana del edificio llegó en forma de un hallazgo modesto, pero elocuente: un fragmento de cerámica decorado con una cruz de tipo maltés. En términos arqueológicos, no es un objeto excepcional, pero su contexto lo convierte en una pieza clave. Asociado a la arquitectura descrita y datado entre los siglos V y VI d.C., encaja perfectamente con un cristianismo ya asentado en regiones situadas fuera de las fronteras formales del Imperio romano.
Este detalle es importante porque rompe con la idea de que el cristianismo oriental solo prosperó en grandes centros urbanos. Igual que ocurrió en la Hispania tardorromana, donde comunidades rurales cristianas dejaron huellas en villas y pequeños núcleos agrícolas, el caso de Gird-î Kazhaw demuestra que la fe también se estructuró en paisajes alejados del poder político.
Pero el verdadero interés del yacimiento no reside solo en identificar una iglesia antigua, sino en observar lo que había justo al lado.

Zoroastrianos y cristianos, vecinos más que rivales
A escasa distancia del edificio cristiano se alza un pequeño recinto fortificado de época sasánida, datado entre los siglos V y VI. Este tipo de estructuras se asocia habitualmente a comunidades vinculadas al zoroastrismo, la religión oficial del Imperio persa durante más de un milenio. Si ambas construcciones fueron contemporáneas —algo que las excavaciones todavía están afinando— el escenario que se dibuja es el de una convivencia cotidiana entre seguidores de religiones distintas.
Lejos de la imagen de persecución permanente, el registro arqueológico sugiere una relación de proximidad funcional: espacios diferenciados, pero no hostiles. Un patrón que también se documenta en otras regiones del mundo tardoantiguo y que obliga a matizar los relatos simplificados sobre intolerancia religiosa en la Antigüedad.
Con el paso del tiempo, ese mismo espacio volvió a transformarse. Sobre la fortificación sasánida se estableció un cementerio islámico, excavado en la llamada Área B. El estudio antropológico de estas tumbas permitirá, en el futuro, precisar cuándo y cómo se produjo la islamización de la zona, añadiendo un nuevo capítulo a la larga historia religiosa del lugar.
Mirar al mundo rural para entender la Historia
El proyecto de Gird-î Kazhaw forma parte de una investigación más amplia sobre los asentamientos rurales de la llanura de Shahrizor, una región poco estudiada en comparación con las grandes capitales imperiales. Durante décadas, la arqueología se ha centrado en ciudades como Babilonia o Nínive, olvidando que la base económica y social de cualquier imperio se encontraba en el campo.
Los responsables del proyecto insisten en este punto: sin aldeas, agricultores y pequeñas comunidades, la vida urbana habría sido imposible. En ese sentido, Gird-î Kazhaw ofrece una ventana privilegiada para observar cómo vivían, trabajaban y creían las personas comunes en un periodo de profundos cambios políticos y religiosos.
Las próximas campañas incorporarán técnicas arqueométricas como la arqueobotánica, la zooarqueología y la antropología forense. El objetivo es reconstruir, con el mayor detalle posible, la vida cotidiana dentro de estos muros: qué se cultivaba, qué se comía, cómo se organizaba el espacio y de qué manera evolucionaron las prácticas religiosas a lo largo de los siglos.

Un hallazgo discreto que reescribe un relato mayor
No hay grandes tesoros ni inscripciones monumentales en Gird-î Kazhaw. Y, sin embargo, su importancia es notable. Este yacimiento demuestra que la Historia no siempre se decide en los palacios ni en los campos de batalla. A veces, basta con observar cómo dos comunidades distintas compartieron un mismo paisaje para comprender que el pasado fue, en muchos aspectos, más complejo y más humano de lo que solemos imaginar.
El comunicado de prensa de la Universidad Goethe de Fráncfort lo deja claro: estamos ante un ejemplo excepcional de continuidad, adaptación y convivencia religiosa en la Antigüedad tardía. Un recordatorio oportuno, también para nuestra propia historia europea, de que el diálogo entre culturas no es una invención moderna, sino una constante que la arqueología sigue sacando a la luz.
Referencias
- Dean Mahmoud, Alexander Tamm, Dirk Wicke, Sasaniden im Nordirak. Vorläufiger Bericht zu den Ausgrabungen in Gird-î Qalrakh 2023–2024, in: Mitteilungen der Deutschen Orient Gesellschaft Nr. 157, 2025; 117 bis 159
Cortesía de Muy Interesante
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