Cómo el arresto de una mujer en Londres cambió la vida de los niños de todo el mundo

Fuente de la imagen, Sam Rodriguez/Save the Children

Un día nublado de abril de 1919, una mujer llamada Eglantyne Jebb llegó a Trafalgar Square, la gran plaza de Londres.

Llevaba su cabello rojo recogido en un moño. Era alta, delgada, pálida, con ojos del azul de las flores nomeolvides.

Trafalgar Square era un lugar donde el descontento a menudo se transformaba en protesta.

Era donde los cartistas se habían congregado en 1848 para exigir reformas políticas a favor de los obreros, y luego las sufragistas, para luchar por el derecho a votar.

Eglantyne también estaba allí con un propósito: repartirle a los transeúntes un folleto con la fotografía de una niña con un cuerpo pequeño y una cabeza enorme.

Era una niña austríaca de dos años y medio que debería estar riendo, corriendo y persiguiendo mariposas, pero no podía mantenerse en pie por sí sola.

Lo que parecía ser una cabeza agrandada era consecuencia de la desnutrición que había impedido que su cuerpo se desarrollara apropiadamente.

La pequeña pesaba unos 5,5 kilos. El peso promedio de un niño de esa edad era de unos 13 kilos.

La Primera Guerra Mundial había terminado un año antes, pero en Europa persistían grandes penurias, con 800 personas muriendo de hambre cada semana.

No obstante, a algunos británicos no les conmovía la difícil situación de sus recientes enemigos.

Eglantyne Jebb, escribiendo en un escritorio lleno de papeles y libros

Fuente de la imagen, Save the Children

Aunque ayudar a prevenir el hambre de los niños en todas partes es una idea excelente y compasiva, en aquel momento, la obra de Eglantyne fue considerada sediciosa.

La policía llegó para arrestarla y ella se fue pensando que quizás podría usar su detención para amplificar su mensaje.

Eglantyne Jebb era una mujer difícil, en el mejor de los sentidos.

Defendió a los niños más vulnerables a pesar de que en esa época hacerlo la convirtió en una figura de odio para algunos y en una delincuente ante la ley.

Curiosamente, a ella los niños le gustaban… de lejos.

Aunque dedicó su vida a protegerlos, no disfrutaba de su compañía.

De la dicha al dolor

Eglantyne nació en 1876, en el seno de una familia muy próspera, y tuvo una infancia idílica en una granja en la campiña inglesa en Shropshire, cerca de Gales.

Era la cuarta de seis hijos y muy unida a sus hermanos más pequeños, Gamul y Dorothy.

“Eran una pequeña pandilla: inseparables y muy traviesos”, cuenta Clare Mulley, autora de “The Woman Who Saved the Children” (‘La mujer que salvó a los niños’).

Pero cuando creció y quiso la misma educación que sus hermanos, “su padre objetó: no quería que su hermosa hija se convirtiera en una intelectual con la que nadie querría casarse”, señala Mulley.

Por suerte, contaba con el apoyo de una formidable tía, Louisa, una de las llamadas “nuevas mujeres” victorianas: emancipada, educada, independiente y autosuficiente que desafiaba los roles de género tradicionales.

Ella no sólo aseguró que Eglantyne obtuviera una educación universitaria, y proporcionó dinero para mantenerla, sino que tuvo una influencia significativa para que desarrollara su conciencia social en una época de terrible desigualdad.

Eglantyne sentada en el escalón de la entrada de la casa con su tía y familiares

Fuente de la imagen, Save the Children

Eglantyne fue a la Universidad de Oxford, para estudiar historia.

En aquel momento, la universidad se negaba a conceder títulos a mujeres, pero les permitía asistir a clases y tutorías e incluso presentarse a exámenes si pagaban las tasas.

Eglantyne aprovechó y disfrutó la vida universitaria.

Era popular y tenía todo a su favor: linaje, belleza e inteligencia.

“Era divertida y creativa. Escribía obras satíricas y las montaba con sus amigos, y se la pasaba de fiesta en fiesta”, relata Mulley.

Pero de repente, en 1896, recibió un telegrama de su madre que la destrozó: su adorado hermano Gamul había muerto de neumonía.

“Tuvo pesadillas terribles, y empezó a imaginar a Gamul como una especie de Peter Pan, ese símbolo de la juventud. Y se preguntó: si él no iba a poder a contribuir a la sociedad como médico, ¿qué podía aportar ella a la sociedad para honrar los ideales que compartieron cuando eran pequeños?”.

Dejó de ir a fiestas, se aisló de sus amigos y se dedicó a la lectura de la Hstoria y al estudio de la Ética.

“Fue a ver a los menos privilegiados de la sociedad de Oxford y, sorprendida por los niveles de pobreza, se deshizo de todo lo que tenía en su habitación, en una especie de rechazo abierto a los valores materiales”.

El episodio fue descrito como un ataque de locura. Finalmente, la convencieron de que permitiera volver a poner muebles en su cuarto. Pero desde ese momento, dedicó su vida a ayudar a los demás.

Sin héroes ni villanos

Eglantyne quería intentar nivelar la sociedad y ofrecer oportunidades a todos.

Tras graduarse, se le ocurrió ser profesora, y encontró trabajo en un colegio femenino en un barrio obrero de Marlborough, Inglaterra.

Descubrió que esa no era su vocación.

“No tengo ninguna de las cualidades naturales de una maestra”, escribió en su diario. “No me interesan los niños, no me interesa la enseñanza”.

Se mudó a Cambridge y trabajó con la historiadora Florence Ada Keynes, reformadora social y política británica, en la Charity Organisation Society, cuyo objetivo era aportar un enfoque científico moderno a las obras de caridad.

Escribió un estudio social sobre Cambridge en 1906. Concluyó que la injusticia, no la desgracia, causaba la pobreza.

Y se enamoró de la hija de Keynes, Margaret, hermana del economista John Maynard Keynes.

Planeaban vivir juntas pero Margaret quería tener hijos, así que se casó con el fisiólogo y futuro premio Nobel Archibald Hill, en 1913.

Eglantyne con un vestido largo y claro, apoyada en una silla

Fuente de la imagen, Save the Children

Devastada, Eglantyne dirigió sus energías hacia una crisis en los Balcanes, y se unió al Fondo de Auxilio Macedonio.

La Liga Balcánica -una alianza entre Serbia, Bulgaria, Grecia y Montenegro- le había declarado la guerra en 1912 al Imperio Otomano, que administraba gran parte de la región.

Miles de personas se vieron obligadas a abandonar sus hogares.

A Eglantyne la enviaron con dinero para financiar esfuerzos humanitarios, proporcionando comida y ropa, y trabajando para reunificar familias separadas.

Había crecido con ideas románticas sobre la guerra, rodeada de retratos de antepasados venerables como Richard Jebb, que luchó junto al rey Carlos I en la Guerra Civil inglesa.

La cruda realidad hizo trizas esas fantasías.

Constató que cuando los hombres iban a la guerra, dejaban atrás un mar de mujeres desesperadas y niños temblorosos.

“La única vez que no veía a un niño hambriento y helado era después de que se comía la sopa que ella le había dado”, cuenta Mulley.

“En esas situaciones, dijo, el único idioma internacional del mundo es el llanto de un niño”.

Pronto aprendió a detestar la guerra.

Viajando en los trenes por los Balcanes escuchaba a cada bando describiendo a los otros como infrahumanos, y comprendió que no había héroes o villanos, sino que la guerra misma deshumanizaba.

“Esas condiciones de desesperación, miedo y patriotismo envueltas en propaganda restaban humanidad.

“Era la guerra en sí contra la que había que luchar. Fue un verdadero punto de inflexión para ella”.

La Gran Guerra y la paz

Regresó a Londres revitalizada por una nueva misión.

Pero el mundo no estaba en la misma sintonía. En julio de 1914, estalló la Gran Guerra en Europa.

Al mismo tiempo, sufrió un colapso físico, necesitó una cirugía y pasó gran parte del resto de la guerra convalesciendo con su hermana, Dorothy Buxton.

Bosquejo en carbón de ella caminando

Fuente de la imagen, Save the Children

Dorothy había solicitado un permiso para traducir secciones de la prensa extranjera y hacía un resumen semanal de reportajes internacionales para el Cambridge Magazine, que se convirtió en una publicación importante en esa época en la que la censura era muy común y la verdad, difícil de encontrar.

Eglantyne empezó a trabajar con su hermana en 1917; quería que los británicos dejaran de demonizar a los enemigos y entendieran que la gente estaba sufriendo.

El 11 de noviembre de 1918, cesó el fuego.

Tras unas 10 millones de muertes militares y cuatro años brutales, la guerra finalmente terminó.

El primer ministro británico, David Lloyd George, convocó rápidamente elecciones, y prometió un tratado de paz que obligara a los agresores a pagar.

Ganó con una amplia mayoría.

“El ánimo general del público no era misericordioso. Querían reparaciones por el costo militar y social de una guerra que los británicos no habían ni querido ni iniciado”.

Pero la devastación en los países derrotados persistía y cobraba víctimas.

Por toda Europa, millones de desplazados intentaron regresar a sus hogares, algunos en trenes que a menudo se estropeaban.

“Ese invierno llegaron informes horribles de trenes que se varaban en las vías y cuando finalmente llegaba auxilio, encontraban en los carruajes mujeres completamente desnudas pues se habían quitado toda la ropa para arropar a sus hijos.

“Los encontraban agrupados, muertos y congelados. Un reportaje se enfocaba en las lágrimas congeladas en las mejillas de los niños”.

El juicio por la foto del folleto

Mientras las negociaciones de paz continuaban, los bloqueos económicos británicos seguían impidiendo que la ayuda llegara a sus antiguos enemigos.

Algunas familias tuvieron que tomar decisiones devastadoras, como “dejar morir a sus hijos o ayudarles activamente a salir de su miseria”, relata Mulley.

Eglantyne y Dorothy, horrorizadas, continuaron trabajando en traducciones de la prensa extranjera, con la esperanza de que publicar detalles sobre la terrible situación que se vivía en esos lugares marcara la diferencia.

“Como ellas, otras personas visionarias reconocieron que existía una necesidad humana urgente entre las naciones derrotadas.

“También hubo quienes advirtieron que aprobar reparaciones que destruyeran economías en el extranjero no sería bueno a largo plazo para nadie, pues provocaría ira y resentimiento que podría desembocar en un conflicto mayor”.

Retrato coloreado de Eglantyne Jebb

Fuente de la imagen, Save the Children

Las hermanas se unieron a otras mujeres afines para crear el Consejo de Lucha contra la Hambruna cuya presión logró poner fin al bloqueo en ciertos países, pero no en Austria, Alemania y Rusia.

Fue entonces cuando Dorothy viajó a Suiza y regresó con fotos, entre ellas aquella de la niña austríaca dolorosamente desnutrida del folleto que Eglantyne repartió en Trafalgar Square.

Las fotos no habían sido oficialmente autorizadas para su uso, ya que legalmente debían cumplir con una ley conocida como DORA (siglas de Defensa del Reino en inglés), una medida aprobada como disposición de emergencia de guerra en 1914.

Por eso, en mayo de 1919, Eglantyne fue citada ante el tribunal en Mansion House en Londres.

Mansion House era utilizada a menudo por políticos y dignatarios para eventos formales y proclamaciones, pero también era donde habían sido juzgadas muchas sufragistas.

“La estaban presentado como una mujer histérica ante el público”, apunta Mulley.

Eglantyne eligió defenderse sola.

Sabía que era culpable ante la ley, así que se centró en el aspecto moral, dándole a los reporteros judiciales presentes mucho material para llenar sus columnas.

“Argumentó que DORA ya no debería aplicarse debido al armisticio, y que ella actuaba puramente por motivos humanitarios, una campaña para salvar vidas, nada relacionado con el ejército o la política.

“Pero sobre todo, se enfocó en el hambre de los niños. Y para acercarlo a la gente, relató historias de soldados británicos que compartieron sus raciones con niños en los trenes para salvarlos.

“Alegó que ese era el verdadero espíritu británico, uno de humanidad y compasión que todos deberían sentir”.

Sir Archibald Bodkin, el fiscal -y director de la fiscalía pública- la declaró culpable, pero sólo le impuso una multa de £5.

Y, ante la mirada de los reporteros, una vez dictado su veredicto, se acercó a la recién condenada, sacó un billete de £5 -que en ese entonces era un documento grande-, lo desdobló y se lo entregó.

Con ese gesto, Sir Archibald declaró públicamente que, aunque Eglantyne había perdido desde el punto de vista legal, moralmente había triunfado.

Eglantyne le dijo que pagaría su propia multa, pero que aceptaría su dinero y lo usaría en una nueva organización para ayudar a salvar a los niños: Save the Children, hoy una ONG internacional presente en más de 100 países que ha mejorado la vida de millones de niños.

Así que la primera donación a Save the Children fue del fiscal de la Corona británica en el caso contra su fundadora.

Por si eso fuera poco…

Fuente de la imagen, Save the Children

Eglantyne había ganado algunos corazones… aunque no todos.

Al día siguiente, la historia apareció todos los diarios importantes y, para aprovechar la publicidad, ella y Dorothy decidieron celebrar una reunión pública para la cual reservaron el recinto más grande de Londres: el Royal Albert Hall.

Acudió una multitud tan grande que no hubo sitio para alojarla, pero no todo el público apoyaba su causa.

Muchos las consideraban traidoras, y llegaron con bolsas llenas de frutas y verduras podridas para lanzárselas a las hermanas sediciosas.

Cuando la voz de Eglantyne se elevó con pasión diciendo que seguramente era imposible que, como seres humanos, pudieran ver a niños morir de hambre sin intentar salvarlos, los opositores guardaron sus papas y tomates en las bolsas y sacaron sus billeteras.

Espontáneamente, hubo una recolección de dinero en todo el recinto que ayudó a Save the Children a salvar vidas en Viena.

La frase de Eglantyne “No tengo enemigos menores de 7 años” fue ampliamente difundida por el grupo y se convirtió en un lema para las campañas de recaudación de fondos de la organización.

En 1921 se mudó a la Ginebra políticamente neutral y transladó allá la sede de la ONG que había cofundado con su hermana.

Y un domingo del verano siguiente, tras escalar el Mont Salève, mientras admiraba la panorámica vista, tuvo un destello de inspiración.

“Concibió el concepto de que todos los niños en el mundo debían gozar de los mismos derechos humanos universales que hasta entonces los había excluido”, señala Mulley.

Sacó un lápiz y papel y redactó un acta de 5 puntos.

Detalle de la Declaración de Ginebra de los Derechos del Niño, con sus 5 puntos.

Fuente de la imagen, Save the Children

Pronto se convirtió en representante voluntaria para el bienestar de la madre y el niño en la nueva Sociedad de Naciones, precursora de las Naciones Unidas.

E impulsó, a pesar de una enorme resistencia, lo que se conoció como la Declaración de Ginebra sobre los Derechos del Niño, que abogaba por la protección, alimentación y alojamiento de los niños.

El documento fue adoptado en 1924 por la Sociedad de Naciones; 65 años después, la ONU formalizó la Convención sobre los Derechos del Niño.

“Es el instrumento de derechos humanos más universal de la historia: ha sido ratificado por todos los países del mundo salvo uno (EE.UU.)

“Y sigue siendo enormemente influyente para la organización de todo tipo de instalaciones estatales, y también en los fundamentos del derecho a una infancia sana y segura, al derecho a refugio, a jugar, a la comida, a los medicamentos y a una vida plena”, ilustra la autora.

Eglantyne Jebb falleció en 1928, a los 52 años de edad.

“¿Importa que a Eglantyne no le gustaran los niños?”, se pregunta Mulley.

“Ella los respetaba como individuos, como seres humanos, y eso sí importa: cambió la forma en que el mundo entero ve, considera y trata a sus niños”, concluye.

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Cortesía de BBC Noticias



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