La nueva historia de Marcelo Birmajer: La saga de Maquiavelo

En mi visita a Tel Aviv de octubre 2024 llevé a cabo uno de esos actos en los que no me reconozco: enterré un libro en la arena, a una distancia prudente de la orilla del mar, que aunque mediterráneo, quizás aprovechando mi descuido -sumergido como estoy en mi Viaje al centro de la noche por radio Mitre-, pudiera arrasar con la guarida subterránea de La sonrisa de Maquiavelo, el ensayo biográfico de Viroli.

¿Por qué hice algo así? Había terminado de leerlo, no quería sobrecargar la valija, no quería tirarlo ni dejarlo en la habitación. Lo guardé como un tesoro. Con la esperanza de desenterrarlo en este viaje 2025 y pensar, con el volumen en celofán entre mis manos, su destino postrero.

En el avión conocí a otro argentino, arqueólogo. Como mi cuento de la semana pasada fue no casualmente sobre un símil Maquiavelo de la redacción de una agencia de noticias de fines de los ’80, mi lectura en vuelo resultó Entonces y ahora, de Maugham, también traducido como Maquiavelo y la dama. Mis tres autores por default son Maugham, Bioy Casares y Bashevis Singer. Nunca me aburriré con ellos. Incluso pueden llegar a depararme algún secreto esas páginas que ya creo haber interrogado infinita cantidad de veces. Mi compañero de asiento elogió a Maugham.

-En 2025, mis relecturas superan a mis lecturas en un 80% -detallé-. Este mismo libro, a lo largo de mi ya larga vida, no sé si lo leí tres o cuatro veces.

Soy arqueólogo -se presentó- Para mí el pasado es una obligación.

También una vocación -comenté-.

-Mi vocación es desenterrar secretos. Los secretos del pasado.

No tuve más remedio que compartirle la historia de mi libro escondido en la arena de Tel Aviv.

-Puedo colaborar con esa epopeya -se entusiasmó-.

-¿Y el motivo de su viaje? -inquirí-.

-Una copa sumeria -replicó-. No se va a escapar.

Eran muchas horas en el aire, y de Maugham pasamos a las historias de amor.

-Estoy entre dos -confesó Augusto-. Una mujer que me cela y un hombre que me apasiona.

Tragué mi sorbo de agua un poco más rápido de lo habitual, pero de inmediato me repuse del escándalo.

-Giovanna me conminó a abandonar a Lucio -informó-. A Lucio le da lo mismo con quién esté.

-Giovanna es muy celosa, por lo que entiendo.

-Le expliqué que son dos amores totalmente distintos. No se superponen. Giovanna es un proyecto de vida. Lucio es un capricho divino. Pero no lo quiero dejar.

-Estoy totalmente incapacitado para aconsejarlo -reconocí-. ¿Pero hace falta tomar una decisión?

Augusto hizo un gesto de resignación con la cabeza.

-Por supuesto el silencio sería insuperable. Pero Giovanna es capaz de leerme como usted lee a Maugham. Soy transparente para ella. Sabe cosas de mí antes que yo mismo.

Permanecí reflexionando un buen rato, pero cuando llegó la azafata con el carrito de los snacks no había arribado a una conclusión. Pedí un Bloody Mary. Aproveché para cambiar de tema y comparé a Maquiavelo con Kissinger. Augusto primero realizaba los descubrimientos y luego vendía el hallazgo a universidades, publicaciones de Historia y coleccionistas privados. Se había hecho un nombre en esos ámbitos.

Al aterrizar en Tel Aviv, nos perdimos de vista. Me han extraviado tantas veces la valija que en algún momento se me había ocurrido dejarla, con una etiqueta visible y la ilusión de que me la llevaran directamente al hotel. Pero nunca me animé. Pasé siete días en Jerusalem y sólo al concluir mis distintos encuentros abordé el tren para Tel Aviv, a la playa, a la noche.

El mar susurraba un enigma indescifrable. El clima paradisíaco me recordó que el Edén bíblico siempre lo imaginé con lagos. El mar es exclusivamente humano. Nos lo ganamos por nuestros pecados. Las estrellas parecían haberse tomado vacaciones, o una noche sabática. Busqué mi libro. Aunque lo había enterrado con una pala, preocupado por mi propia osadía, lo intenté desenterrar con las manos. O no era el sitio donde le había dado vital sepultura, o Maquiavelo se negaba a comparecer.

Pasé al baño del balneario, me quité la arena hasta donde pude, volví a la orilla del mar y fumé un habano. No era la reconciliación con Dios tras el diluvio, sino el escaso instante de tregua tras el gong, hasta el próximo round conmigo mismo. Al día siguiente caminé por la rambla. El que tomaba un jugo de tomate, con un efebo enfrente, era nada menos que el arqueólogo del avión. Pero lo que convirtió esa casualidad en un conjuro fue que entre ambos asomaba La sonrisa de Maquiavelo, de Maurizio Viroli, que no podía ser sino mi ejemplar enterrado.

Intenté infructuosamente mitigar el aura de sospecha al acercarme.

Lucio me miró con un aire de perro celoso.

-No te preocupes -le dije-. Yo juego para el otro equipo.

Pero aparentemente no hablaba español. O no quiso hablarlo conmigo.

-Me dispiace -le dijo Augusto a Lucio-, y me invitó a seguirlo al mostrador, con mi libro en la mano. Pagó la cuenta y con un gesto me invitó a regresar a la mesa vacía.

-¿Y su novio? -pregunté inquieto-.

-No es mi novio -aclaró Augusto-. Me espera en el hotel.

Había pasado más de una semana desde nuestra anterior casualidad. Se lo veía relajado, pese a que su jugo de tomate no incluía vodka.

-¿Por qué Maquiavelo se llamaba Niccolo y no Luigi? -me preguntó-.Suena mucho mejor. Luigi Maquiavelo.

-Es cierto -concedí-. Pero la Historia no nos deja elegir los nombres.

-Giovanna tiene el nombre perfecto. Lucio también. Hubiera sido una pena perder a alguno de los dos.

-¿Cómo encontró mi libro? -lo acusé-.

-Soy arqueólogo -replicó, por toda respuesta-. Y siguió: Le comenté a Giovanna que intentando abandonar a Lucio, me había trenzado con una mujer. Una dama que contenía ciertas particularidades como para pasar a Lucio al oblivion. Una Lucrecia de Maquiavelo.

-Una mezcla de Lucio y Giovanna -supuse-.

Augusto asintió.

-Pero reaccionó como una bestia en celo. Me dijo que no sólo me abandonaría, sino que me haría la vida imposible. No le pregunté cómo. Pero di a entender que estaba dispuesto a negociar.

-Abandonarlo y hacerle la vida imposible, si no son lo mismo, es una contradicción -medité en voz alta-.

-No para Giovanna. En cualquier caso, cuando logré aplacarla, me concedió seguir viendo a Lucio mientras dejara de ver a Lucrecia.

-¿Y eso sí pudo hacerlo? -consulté, un poco agotado, quizá confundido-.

-No hizo falta -cerró Augusto-. Lucrecia nunca existió.

Lo observé perplejo, confirmando una y otra vez que aquel era mi libro.

-Inventé a Lucrecia para tener una baza de negociación con Giovanna. Con tal de deshacerse de su rival femenina, me permitió conservar aleatoriamente a Lucio; siempre y cuando no se convierta en “algo serio”. Un eufemismo. No lo hubiera logrado sin Luigi Maquiavelo. Es la entente de Kissinger con China para derrotar a la URSS.

-China sí existía… Pero si Giovanna lo lee como si viera a través -recordé- . ¿Cómo logró usted impostar a la tal Lucrecia?

-Giovanna descubre todo lo que siento -argumentó-, no lo que invento.

-Eso sí que lo entiendo -concedí-. Y agregué: Además, ninguna persona es tan valiente como para saber todo.

-Gracias -me ofreció el libro-.

-Usted no lo necesitaba -rechacé el reintegro-. Y yo ya lo leí.

-Sí que lo necesitaba -insistió-. Pero se lo acepto.

-Dígame la verdad -porfié, decidido-. ¿Cómo lo encontró?

-Lo vi el año pasado, desde un bar similar a éste, con su pala, enterrándolo. Me resultó tan fuera de lugar que no pude evitar acercarme cuando usted se fue, y retirarlo.

-¿Por qué no puedo considerarlo un robo? -dije mientras me marchaba-.

-Quizás porque no lo es -se despidió-.

Cortesía de Clarín



Dejanos un comentario: