Durante mucho tiempo creímos que el plomo era un problema moderno. Lo asociamos con fábricas, gasolina antigua, tuberías y pinturas industriales, pero una investigación publicada en Science Advances plantea una historia muy distinta: nuestros antepasados ya convivían con este metal desde hace casi dos millones de años, mucho antes de la industria y de las ciudades.
El hallazgo no solo cambia lo que sabemos sobre la contaminación en el pasado remoto. También abre una nueva ventana para entender por qué los humanos modernos desarrollamos cerebros distintos a los de otros homínidos, como los neandertales. A través de fósiles, genética y experimentos con modelos de cerebro humano, los científicos proponen que el plomo pudo ser un factor silencioso en la evolución.
Este artículo explica qué descubrieron, cómo lo investigaron y por qué importa hoy. La historia combina arqueología, biología y una pregunta incómoda: hasta qué punto el entorno moldeó nuestra mente.

El plomo no empezó con la industria
Durante décadas, la ciencia dio por hecho que la exposición significativa al plomo comenzó con la actividad humana a gran escala. Ese supuesto acaba de romperse. El nuevo estudio demuestra que distintas especies de homínidos estuvieron expuestas al plomo de forma repetida a lo largo de la prehistoria.
Los investigadores analizaron 51 dientes fósiles de especies como Australopithecus, Paranthropus, humanos primitivos, neandertales y Homo sapiens. Los dientes son archivos biológicos del pasado. Mientras crecen, incorporan elementos químicos del entorno, dejando un registro permanente de la infancia de cada individuo.
En más del 70 % de los fósiles aparecieron señales claras de plomo. No eran restos aislados ni accidentes puntuales. En muchos casos, el metal aparecía en “bandas”, lo que indica exposiciones intermitentes a lo largo del desarrollo, similares a las que hoy se observan en niños expuestos de forma estacional. El patrón se repite en fósiles de África, Asia y Europa. La exposición al plomo fue global y persistente. No dependía de una cultura concreta ni de una época específica, sino de procesos naturales como volcanes, agua contaminada, polvo del suelo o alimentos con metales acumulados.
Este hallazgo obliga a replantear una idea muy arraigada. El plomo formaba parte del paisaje evolutivo humano. Nuestros cerebros no crecieron en un entorno “limpio”, sino bajo la influencia constante de un metal que hoy sabemos que es neurotóxico.
Dientes fósiles que cuentan historias de infancia
El estudio se apoya en una técnica muy precisa que permite “leer” los dientes fósiles sin destruirlos. Un láser recorre el diente capa por capa y detecta elementos químicos microscópicos. Así, los científicos pueden reconstruir cuándo y cuánto plomo entró en el cuerpo durante la infancia.
Las bandas de plomo siguen el ritmo natural de crecimiento del diente. Eso indica que el metal fue incorporado en vida, no después del entierro. Para descartar contaminaciones posteriores, los investigadores compararon el plomo con otros elementos que sí suelen filtrarse tras la fosilización, y los patrones no coincidían. Además, compararon estos fósiles con dientes humanos modernos, especialmente de personas nacidas en el siglo XX, cuando el uso de plomo era habitual. Los patrones son sorprendentemente parecidos. Esto refuerza la idea de que las señales observadas en fósiles reflejan exposiciones reales.
El plomo no solo entra desde fuera. El cuerpo lo almacena en los huesos y lo libera en momentos de estrés o enfermedad. Esa liberación interna también queda registrada en los dientes, lo que explica por qué las exposiciones aparecen de forma intermitente. Todo esto convierte a los dientes en algo más que restos duros del pasado. Gracias a ellos, ahora sabemos que el plomo acompañó a los homínidos durante generaciones enteras.

Qué pasa cuando el plomo llega al cerebro en desarrollo
Saber que hubo exposición no basta. La pregunta clave es qué efecto tuvo en el cerebro. Para responderla, los científicos usaron organoides cerebrales: pequeños modelos de cerebro humano cultivados en laboratorio a partir de células madre. Estos organoides no piensan ni sienten, pero imitan procesos básicos del desarrollo cerebral. Son una ventana ética y controlada al cerebro en formación. En ellos, los investigadores introdujeron dos versiones de un gen clave llamado NOVA1.
Una versión corresponde a los humanos modernos. La otra replica la variante genética presente en homínidos extintos, como los neandertales. Ambas versiones se expusieron a cantidades controladas de plomo para observar cómo reaccionaban.
Los organoides con la variante arcaica mostraron más alteraciones. El plomo afectó con mayor intensidad a procesos ligados al desarrollo neuronal, la organización de conexiones y la comunicación entre células.
En cambio, los organoides con la variante moderna del gen resistieron mejor. Esto sugiere que no todos los cerebros reaccionan igual al mismo entorno. La genética puede marcar la diferencia entre mayor o menor vulnerabilidad.
FOXP2, lenguaje y una posible ventaja evolutiva
Uno de los hallazgos más llamativos del estudio tiene nombre propio: FOXP2. Es un gen conocido por su papel en el desarrollo del habla y el lenguaje. Mutaciones en FOXP2 están asociadas a trastornos graves de comunicación en humanos actuales.
En los experimentos, el plomo alteró la expresión de FOXP2, especialmente en los organoides con la variante arcaica de NOVA1. El efecto no fue uniforme, sino dependiente de la región del cerebro. En algunos modelos, la expresión bajaba; en otros, aumentaba de forma anómala.
Estas alteraciones afectan a neuronas implicadas en circuitos de comunicación entre el tálamo y la corteza. Son rutas clave para el lenguaje, el aprendizaje y la interacción social. Cambios sutiles en estas redes pueden tener consecuencias profundas a largo plazo. Los autores no afirman que el plomo “creara” el lenguaje humano. Eso sería una simplificación extrema. Lo que proponen es que, bajo una exposición ambiental constante, ciertas variantes genéticas ofrecían más estabilidad al desarrollo cerebral.
Con el tiempo, esa mayor resiliencia pudo convertirse en ventaja. Un cerebro menos alterado por toxinas tendría más probabilidades de desarrollar habilidades sociales complejas. En un contexto evolutivo, eso puede marcar la diferencia.

Lo que este hallazgo significa hoy
El estudio no es solo una mirada al pasado. También habla del presente. La exposición al plomo sigue siendo un problema en muchas partes del mundo, especialmente para niños en contextos vulnerables.
Comprender que nuestra relación con el plomo es antigua ayuda a explicar algo importante. La susceptibilidad humana al plomo no es casual, está moldeada por millones de años de interacción entre genes y entorno.
Los investigadores insisten en la cautela. Los organoides no son cerebros completos, no reproducen toda la complejidad de una persona real ni de una sociedad, pero ofrecen pistas valiosas sobre mecanismos biológicos.
La evolución humana no ocurrió en un entorno neutral. Metales, clima, dieta y geología influyeron silenciosamente en quiénes sobrevivieron y cómo se desarrollaron. El plomo no solo contaminó el mundo moderno: también dejó huella en el camino que nos trajo hasta aquí.
Referencias
- Joannes-Boyau, R., de Souza, J. S., Arora, M., Austin, C., Westaway, K., Moffat, I., … & Muotri, A. R. (2025). Impact of intermittent lead exposure on hominid brain evolution. Science advances, 11(42), eadr1524. doi: 10.1126/sciadv.adr1524
Cortesía de Muy Interesante
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