Pompeya, 24 de agosto del año 79 d. C.: el último día de una ciudad atrapada en el tiempo

«No sé si estas palabras llegarán a algún lugar, si alguien las leerá siglos después, si la piedra las conservará, pero escribir me calma. Ayer despertamos con un leve temblor, de esos que hacen vibrar los jarros de vino pero no inquietan a nadie. En Pompeya estamos acostumbrados. Algunos rezaron a Vulcano, otros se burlaron. Yo, simplemente, me vestí, salí a la calle y fui al foro a hacer mis entregas.

Las tiendas estaban abiertas, la gente hablaba de negocios, de los gladiadores del próximo espectáculo, de los rumores de una visita del procónsul. Todo parecía normal. Pero el aire… había algo distinto en el aire. Un olor sulfuroso, pegajoso. Al mediodía, el cielo se oscureció. No por nubes, sino por algo más denso. Algo que venía de la montaña. Entonces lo entendimos: no era un temblor. El Vesubio había despertado.

Gritos. Caos. Las calles colapsaron en minutos. Las cenizas comenzaron a caer como nieve ardiente. Algunos intentaban huir hacia las puertas de la ciudad, otros regresaban a sus casas a recoger pertenencias. Yo corrí hacia la de mi madre, cerca del templo de Apolo. Ella rezaba, no quiso abandonar su altar. Me gritó que huyera. Me maldijo por querer salvarla. No pude convencerla.

Ya no era solo ceniza. Piedras ardientes comenzaron a caer. Las tejas volaban, los muros se rajaban. Una nube espesa se formaba sobre nosotros, como un demonio gigantesco que se tragaba la ciudad. Me refugié con unos vecinos en la casa de un panadero, junto al lupanar. Éramos ocho. Cerramos puertas, ventanas, nos cubrimos con mantas mojadas y esperábamos. Pero nada podía detener lo que venía.

La ceniza cubrió cada rincón de la ciudad. Lo que no destruyó el fuego, lo conservó el olvido
La ceniza cubrió cada rincón de la ciudad. Lo que no destruyó el fuego, lo conservó el olvido. Recreación artística. Foto: ChatGPT-4o/Christian Pérez

Los golpes en la puerta eran de personas desesperadas. No abrimos. Tuvimos miedo. El suelo temblaba, las paredes crujían como huesos rotos. La oscuridad era total. Solo el resplandor rojo del volcán, que aparecía entre grietas y rendijas, nos recordaba que el infierno estaba fuera.

Entonces, desde lo alto del monte, descendió una lengua de fuego y muerte que devoraba casas, cuerpos y plegarias. No era humo, ni ceniza, era algo más denso, más rápido… como si el aliento de los dioses cayera sobre nosotros. Un rugido sordo, como si el mismísimo Júpiter hubiera estrellado su rayo contra nosotros. La casa tembló, se desmoronó parte del techo. Alguien gritó. Uno de los nuestros murió aplastado. Yo sentí la ceniza caliente entrando en mi nariz, en mis ojos, en mi alma. Ya no era aire lo que respirábamos. Era fuego pulverizado.

Las últimas horas son confusas. Perdí la noción del tiempo. El calor era insoportable, pero el miedo era aún peor. Afuera, los que habían huido quedaron atrapados en un manto de muerte. Sus cuerpos fueron engullidos por la nube ardiente. En el foro, el suelo se cubrió de cadáveres abrazados. Algunos trataban de proteger a sus hijos, otros se tapaban el rostro, como si el horror pudiera evitarse cerrando los ojos.

No sé por qué sigo vivo. Tal vez no lo esté ya. Tal vez esto lo escribo desde una existencia que ya no es. Pero siento que debo dejar constancia. Pompeya ha muerto. Sus templos, sus termas, sus risas, sus frescos llenos de dioses y amantes, todo ha quedado sepultado. Y nosotros con ella. No habrá más banquetes, ni más apuestas en el anfiteatro. Solo silencio y piedra.

Entre ruinas y cenizas, las calles de Pompeya guardan la memoria de miles de vidas truncadas
Entre ruinas y cenizas, las calles de Pompeya guardan la memoria de miles de vidas truncadas. Foto: Istock/Christian Pérez

Dicen que lo que se entierra puede ser hallado. Si algún día vuelves, lector desconocido, y caminas por estas calles cubiertas de ceniza, piensa en nosotros. No éramos tan distintos. Amábamos, discutíamos, soñábamos. Y nunca imaginamos que una montaña sería nuestra tumba.

Lo que para mí fue la última noche de mi vida, para el mundo fue el inicio de una leyenda. Lo supe, mucho tiempo después —si esto tiene sentido—, cuando alguien desenterró una casa y encontró un rostro congelado en el horror, una copa aún sobre la mesa, un perro atado a una cadena. Nosotros no fuimos héroes ni dioses. Solo éramos gente. Gente que vivía.

El Vesubio no solo mató a Pompeya. La conservó. Como una burla, como una cápsula del tiempo. Cada ladrillo, cada inscripción, cada pan carbonizado que quedó en el horno, es una palabra nuestra. Este diario, aunque ficticio, también lo es. Es nuestra voz. Y si ha llegado hasta ti, que lo lees entre luces eléctricas y máquinas que no sabría comprender, entonces no morimos del todo.

Pompeya no fue olvidada. Y eso, de algún modo, es una victoria.»

Nota del autor

Este texto es un relato ficticio basado en hechos reales, construido a partir de evidencias arqueológicas, estudios científicos y crónicas históricas sobre la erupción del Vesubio en el año 79 d. C. Su objetivo es ofrecer una reconstrucción verosímil, humana y narrativa de lo que pudieron vivir los habitantes de Pompeya durante aquel trágico día.

Cortesía de Muy Interesante



Dejanos un comentario: